Emilio salgari banner

Los dos tigres

Capítulo 1: El Mariana


EN LA MAÑANA del día 20 de abril de 1857, el vigía del faro de Diamond Harbour, advertía la presencia de un barco pequeño, que debía de haber entrado en la embocadura del río Hugli durante la noche sin reclamar los servicios de ningún piloto.

A juzgar por sus enormes velas, parecía un velero malayo; pero el casco no se parecía a los de los praos, pues no llevaba los balancines que usan éstos para apoyarse mejor en las aguas, cuando las ráfagas de viento son muy violentas, ni tampoco aquella especie de toldilla, propia de las embarcaciones de ese tipo y que los indígenas denominan con el nombre de attap. Estaba construido con franjas de hierro y durísima madera, no tenía la popa baja, y su desplazamiento era tres veces mayor que el de los praos ordinarios, los cuales en muy pocas ocasiones llegan a las cincuenta toneladas.

Fuera lo que fuese, era un bellísimo velero, largo y estrecho, que, con un buen viento de popa, debía de bogar mucho mejor que todos los buques de vapor que por entonces poseía el Gobierno anglo-indio. En suma, era un barco que recordaba, si exceptuamos su arboladura, a los famosos leños que violaron el bloqueo en la guerra entre el Sur y el Norte de Estados Unidos.

Pero, probablemente, lo que asombró más al vigía del faro fue la tripulación de aquel velero, demasiado numerosa para un barco tan pequeño y tan extraño.

Estaban allí representadas las razas más belicosas que existían en toda Malasia. Había malayos de color moreno y torva mirada, bugineses, macasares, bataks, dayakos, los famosos y terribles cortadores de cabezas de las florestas borneanas; se veían incluso negritos de Mindanao, y algunos papuanos con la enorme cabellera recogida por un peine de grandes proporciones.

No obstante, ninguno de ellos llevaba el traje nacional; todos vestían el sarong, que es un lienzo de tela blanca que llega hasta las rodillas, y el kabaya, especie de chaqueta muy larga de varios colores, pero que no impide una completa libertad de movimientos.

De entre todos aquellos hombres, sólo dos, quizá los comandantes del barco, vestían un traje distinto y de una gran riqueza.

Uno de ellos era un hombre tipo oriental, soberbio, que estaba sentado en un cojín de seda roja, cerca de la rueda del timón, en el momento en que el barco pasaba por delante de Diamond Harbour.

Era de estatura más bien alta, asombrosamente desarrollado, de hermoso rostro, a pesar del tono muy bronceado de su tez, y con una espesa cabellera rizada, negra como ala de cuervo, que le caía hasta los hombros. Sus ojos parecían animados por un fuego interior.

Vestía al estilo oriental: túnica de seda azul recamada en oro, con amplias mangas abrochadas con botones de rubíes; anchos pantalones y zapatos de piel amarilla, retorcidos por la punta. Llevaba en su cabeza un pequeño turbante de seda blanca, con un penacho sujeto por un diamante del tamaño de una nuez, de incalculable valor.

En cambio, su compañero, que se apoyaba sobre la borda, mientras plegaba nerviosamente una carta, era un europeo de elevada estatura, de facciones finas, aristocráticas, ojos azules y de mirada suave y un bigote negro que ya comenzaba a encanecer, aun cuando parecía más joven que el primero.

Vestía también con mucha elegancia, pero no a la usanza oriental; chaqueta de terciopelo color castaño, con botones de oro, ceñida a la cintura por una faja de seda roja, pantalones de brocatel y botas con polainas de piel clara, con hebillas de oro. Cubría su cabeza un amplio sombrero de paja de Manila, adornado con una cinta de color oscuro.

Cuando el velero iba a pasar por delante de la casilla blanca y del asta de señales, cerca de donde estaban los pilotos y los dos guardianes del faro, en espera de que reclamasen sus servicios, el europeo, que hasta entonces no se había dado cuenta de la proximidad del faro, se volvió hacia su compañero, que iba ensimismado en sus propios pensamientos.

—Sandokán —le preguntó—, estamos dentro del río y ésa es la estación de los pilotos. ¿No tomamos uno?

—No me gustan los curiosos a bordo de mi barco, Yáñez —contestó el aludido, levantándose y dirigiendo una mirada distraída hacia la estación—. Ya sabremos entrar en Calcuta sin necesidad de pilotos.

—Sí —dijo Yáñez, después de reflexionar unos instantes—. Es mejor conservar el incógnito. Cualquier indiscreción puede poner sobre aviso a ese bribón de Suyodhana.

—¿Cuándo llegaremos a Calcuta, tú que la has otras veces visitado?

—Probablemente antes de la puesta de sol —contestó Yáñez—. Está subiendo la marea y la brisa sigue siendo favorable.

—Estoy impaciente por volver a ver a Tremal-Naik. ¡Pobre amigo! ¡Perder primero a su mujer y ahora a su hija!

—¡Se la arrebataremos a Suyodhana! ¡Ya veremos si el Tigre de la India es capaz de vencer al Tigre de Malasia!

—Sí —dijo Sandokán, a quien le relampaguearon los ojos, arrugando el entrecejo de un modo amenazador—. ¡Se la arrebataremos, aunque para ello haya que revolver la India entera y ahogar a esos perros de thugs en sus misteriosas cavernas! ¿Habrá llegado nuestro telegrama a manos de Tremal-Naik?

—Un telegrama llega siempre a su destino. No temas, Sandokán.

—Entonces nos esperará.

—De todos modos, creo que deberíamos advertirle que ya hemos entrado en el Hugli y que esta noche estaremos en Calcuta. Nos enviará a Kammamuri para que nos reciba, y evitarnos así la molestia de tener que buscar su casa.

—¿Hay alguna oficina telegráfica en las orillas del río?

—La de Diamond Harbour.

—¿La estación de los pilotos que acabamos de pasar?

—Sí, Sandokán.

—Pues ya que todavía estamos a la vista, pongámonos al pairo; manda echar un bote al agua y envía a alguien. Aunque nos retrasemos media hora no importa gran cosa. Además, es posible que los thugs vigilen la casa de Tremal-Naik.

—Admiro tu prudencia, Sandokán.

—Entonces, amigo mío, escribe.

Yáñez arrancó una hoja de papel de un librito de notas, sacó un lápiz y escribió:



A bordo del Mariana.

Señor Tremal-Naik.

Calle Dharmatala.



Hemos entrado en el Hugli y llegaremos esta noche. Envía a Kammamuri a nuestro encuentro. Nuestro barco enarbola la bandera de Mompracem.

Yáñez de Gomera



—Ya está hecho —dijo, dando el papel a Sandokán para que lo leyera.

—Está bien —contestó éste—. Es mejor que firmes tú. Los ingleses todavía pueden acordarse de mí y de mis correrías.

Una canoa tripulada por cinco hombres esperaba al costado del velero, en tanto que éste se ponía al pairo, a una media milla de distancia de Diamond Harbour.

Yáñez llamó al timonel de la canoa y le entregó el telegrama y una libra esterlina, diciéndole:

—Ni una palabra acerca de quiénes somos; habla en portugués. Y, por el momento, el capitán soy yo.

El timonel, que era un bello ejemplar de dayako, alto y robustísimo, descendió rápidamente a la lancha, que enseguida partió hacia la estación de los pilotos.

Media hora después estaba ya de regreso, anunciando que el despacho ya se había expedido a su destino.

—¿No te han hecho preguntas, los guardianes del faro? —preguntó Yáñez.

—Sí, capitán Yáñez, pero yo permanecí mudo como un pez.

—Muy bien.

Enseguida izaron la canoa con ayuda de los cables, y el Mariana reemprendió la marcha, siguiendo siempre por el centro del río.

Sandokán había vuelto a tumbarse en su cojín de seda, y Yáñez encendió un cigarro y fue a recostarse de nuevo en la borda, mirando distraídamente hacia las orillas del río.

Enormes bosques de caña de bambú de más de quince metros de altura se extendían a derecha e izquierda del imponente río, cubriendo las tierras bajas y fangosas llamadas los Sundarbans del Ganges, refugio favorito de los tigres, rinocerontes, serpientes y cocodrilos.

Un gran número de pájaros acuáticos revoloteaban por las orillas, pero no se veía a ningún ser humano.

Airones gigantes, grandes cigüeñas negras, ibis oscuros y feísimos y colosales arghilas, alineados como soldados sobre las ramas curvas de los mangles, tomaban su baño matutino, desplumándose recíprocamente; mientras en lo alto bandadas de patos brahmánicos, de cormoranes indios y de fochas se perseguían y divertían alegremente, para precipitarse luego todos al agua en el momento en que alguna banda de mangos, aquellos deliciosos peces rojos del Ganges, cometían la imprudencia de mostrarse.

—¡Hermosos puestos de caza, pero tan mal país! —murmuró Yáñez, el cual iba mirando cada vez con más interés aquellas orillas—. No valen estas junglas lo que las majestuosas florestas de Borneo, y ni siquiera lo que las de Mompracem. Si aquí es donde habitan los thugs de Suyodhana, no los envidio. Cañas, espinos y pantanos; espinos, pantanos y cañas. Esto es todo lo que ofrece el delta del río sagrado de los hindúes. Nada ha cambiado desde que yo visité la India por última vez. Decididamente, los ingleses no se preocupan más que de exprimir a los pobres indios lo mejor que saben.

El Mariana proseguía siempre su avance con gran rapidez y, sin embargo, las orillas no tenían trazas de cambiar, especialmente la orilla derecha. En la otra comenzaban a verse de vez en cuando algunos grupos de míseras cabañas, cuyas paredes estaban hechas de fango secado al sol, y los techos de hojas; cocoteros medio pelados y algún que otro bay-rum de enorme tronco y espesas ramas las resguardaban de los abrasadores rayos solares.

Observaba Yáñez aquellas miserables aldehuelas, defendidas por la parte que daba al río por fuertes estacadas, con objeto de proteger a sus habitantes de las acometidas de los cocodrilos, cuando se le acercó Sandokán, preguntándole:

—¿Son éstos los pantanos donde habitan los thugs?

—Sí, hermano mío —contestó Yáñez.

—Aquello que allí se ve, ¿será tal vez uno de sus puestos de observación? ¿No ves allá abajo, entre las cañas, una especie de torre que parece de madera?

—Eso es un refugio para náufragos —contestó Yáñez.

—¿Y quién lo ha hecho?

—El Gobierno anglo-indio. El río, hermano mío, es más peligroso de lo que puedas suponer, por los muchos bancos de arena que la fuerza de la corriente cambia de sitio a cada momento; de aquí que los naufragios sean más frecuentes aquí que en alta mar. Y como las orillas están pobladas de animales feroces, ha habido necesidad de construir, de trecho en trecho, esas torres de refugio. Se sube a ellas por medio de escalas de mano.

—¿Y qué es lo que hay en esas torres?

—Víveres, que renuevan todos los meses unos vaporcitos destinados a ese servicio.

—¿Tan peligrosas son estas orillas? —preguntó Sandokán.

—Peligrosísimas, porque están infestadas de fieras y porque no pueden ofrecer recurso alguno al desgraciado que naufraga en ellas. ¿Qué te figuras? Tras esas plantas palúdicas estoy seguro de que hay muchos tigres que nos siguen con la mirada. Son más audaces que los que viven en nuestros bosques, pues son capaces de arrojarse al agua para atacar de improviso a los pequeños veleros, y tratar de arrastrar a algún pobre marinero.

—¿Y no piensan destruirlos?

—Los oficiales del ejército inglés dan, con frecuencia, grandes batidas; pero las fieras son tan abundantes, que no logran que disminuyan de un modo ostensible.

—Me viene una idea, Yáñez —dijo Sandokán.

—¿El qué?

—Esta noche te lo diré, cuando hayamos visto a ese pobre Tremal-Naik.

En aquel momento, el prao pasaba por delante de la torre que le había llamado la atención a Sandokán, la cual se elevaba en las márgenes de un islote pantanoso, separada por un canalillo del gran cañaveral.

Se trataba de una sólida construcción hecha con pilotes y grandes bambúes, de unos seis metros de alto y de aspecto fuerte. La entrada se hallaba muy cerca de la techumbre y, como se ha dicho, se subía a ella por una escala de mano. Una inscripción grabada en cuatro idiomas: francés, inglés, alemán e hindi, recomendaba a los náufragos que economizasen los víveres, pues el barco que los renovaba iba tan sólo una vez al mes.

En aquel momento no había ningún náufrago. Únicamente dormitaban sobre el techo varias parejas de marabúes con la cabeza escondida bajo un ala, asomándoles por entre las plumas del pecho su enorme pico. Probablemente estaban digiriendo el cadáver de algún indio, que quizá habría ido a embarrancar en aquellos parajes.

Hacia el mediodía, ambas orillas empezaron a verse un poco más pobladas, aun cuando los cañaverales se extendían de un modo considerable, con sus gigantescas hierbas de color amarillento. En aquellas enormes llanuras monótonas, tristísimas, se veían charcas, mitad de agua, mitad de lodo, cubiertas de una vegetación grisácea, en la cual se destacaban vivamente de vez en cuando los colores de algunas flores de loto.

Algún que otro habitante aparecía en las orillas, de las cuales emanaban las fiebres y el cólera.

Se dedicaban a recoger la sal que se produce en aquellos terrenos pantanosos, y los cuerpos de los infelices malangi parecían esqueletos vivientes. Atacados de fiebres intermitentes, temblaban, y, más que hombres, parecían niños enfermizos a causa de su baja estatura y de lo desmedrados que estaban.

A medida que el prao iba avanzando, sus tripulantes comprobaban que en el mismo río aumentaba la vida y la actividad. Los pájaros eran ya más raros; tan sólo los martin pescadores, subidos en las cañas, hacían oír su monótono canto.

En cambio, las barcas eran más numerosas, indicando la proximidad de la opulenta capital de Bengala. Bagalas, moor-punkee, pinazas y grandes ghrabs de buen tonelaje, atravesaban o descendían el río, y algún que otro vapor navegaba con grandes precauciones.

Hacia las seis de la tarde, Yáñez y Sandokán, que iban en la proa, descubrieron entre una nube de humo los altos techos y las cúpulas de las pagodas de la Ciudad Negra o sea la ciudad india de Calcuta y los formidables baluartes del fuerte William.

En la orilla derecha, alineados detrás de graciosos jardincitos y sombreados por palmeras y cocoteros, comenzaban a verse elegantes palacetes y bungalós de arquitectura mixta y anglo-indio.

Sandokán mandó desplegar en el palo mayor la roja bandera de Mompracem con una cabeza de tigre con la boca abierta en medio. Hizo ademán que se retirase una buena parte de la tripulación, y ordenó cubrir los cañones de popa y de proa.

—¿No vendrá Kammamuri? —preguntaba a Yáñez, que seguía a su lado, con el eterno cigarro en la boca y mirando a los barcos que se cruzaban en todos sentidos.

El europeo extendió el brazo hacia la orilla derecha y exclamó:

—¡Allí viene el valiente y fiel criado de Tremal-Naik! Mira, Sandokán, aquella chalupa que trae en la popa la bandera de Mompracem.

Sandokán siguió con la vista la dirección señalada por su compañero, y vio un pequeño y elegantísimo feal charra de formas esbeltas, que lucía en la proa una dorada cabeza de elefante, tripulado por seis remeros y un timonel, y que ostentaba en la popa la bandera roja.

Avanzaba rápidamente por entre los ghrabs y las pinazas que llenaban el río en dirección al prao, el cual navegaba ahora al pairo.

—¿Lo ves? —le preguntó Yáñez con alegría.

—Los ojos del Tigre de la Malasia no están aún debilitados —respondió Sandokán—. Es él quien viene al timón. ¡Manda echar una escala, mi querido amigo! Por fin sabremos cómo ha podido ese perro de Suyodhana robar a la hija del pobre Tremal-Naik.

En pocos minutos, la pequeña embarcación recorrió la distancia que le separaba del prao y lo abordó por babor.

Mientras los remeros retiraban los remos y amarraban la chalupa, el timonel subió por la escala con la agilidad propia de un mono y, saltando a la toldilla, exclamó con voz conmovida:

—¡Señor Sandokán! ¡Señor Yáñez! ¡Qué felicidad tan grande volver a verles a ustedes!

Aquel hombre, de unos treinta o treinta y dos años, era un bello ejemplar de indio, más bien alto, de facciones armoniosas, finas y al mismo tiempo enérgicas, y más musculoso que los bengalís, que, por lo general, son delgados.

Su rostro bronceado se destacaba vivamente sobre su traje blanco, y los pendientes que llevaba en las orejas le daban un aspecto entre gracioso y exótico.

Sandokán apartó la mano que le tendía el indio, y le dio un abrazo, diciéndole:

—¡Aquí, sobre mi pecho, mi valiente maratí!

—¡Ah, señor! —exclamó el indio, con voz ahogada por la emoción.

Yáñez, más tranquilo y no tan emotivo, le apretó fuertemente la mano y le dijo:

—Esto vale tanto como un abrazo.

—¿Y Tremal-Naik? —preguntó Sandokán.

—¡Señor! —dijo el maratí, con voz conmovida por los sollozos—. Tengo miedo de que mi amo se vuelva loco. ¡Se han vengado, los malditos!

—Después nos lo contarás todo —dijo Yáñez—. ¿Dónde debemos anclar?

—Señor Yáñez, no mande usted echar el ancla delante de la explanada del fuerte —dijo el maratí—. Esos miserables thugs nos vigilan, y es preciso que ignoren la llegada de ustedes.

—Remontaremos el río hasta donde tú nos indiques.

—Pues, en tal caso, anclemos al otro lado del fuerte William, delante del Strand. Mis remeros se encargarán de guiarles.

—Pero, ¿cuándo podremos ver a Tremal-Naik? —preguntó, impaciente, Sandokán.

—Después de la medianoche, que es cuando ya la ciudad está dormida. Tenemos que actuar con mucha prudencia.

—¿Puedo fiarme de tus hombres?

—Todos ellos son marinos muy hábiles.

—Hazles subir a bordo y entrégales la dirección del prao; luego, ven a mi camarote. ¡Quiero saber todo!

El maratí dio un silbido. Acudieron sus hombres y cambió con ellos algunas palabras. Hecho esto, siguió a Sandokán y a Yáñez al saloncito de popa.