—¿ACEPTA USTED EL pacto?
—¡Caramba! Corre usted más aprisa que un vapor, a toda máquina.
—No me gusta andar con rodeos, capitán Núñez.
—Tenga usted un poco de paciencia, señor; estos asuntos no pueden tratarse así de cualquier modo, tanto más cuanto que no sabe uno adónde puede ir a parar.
—¿No basta lo ofrecido?
—No digo yo que sea poco, señor... No sé cómo se llama usted.
—No importa.
—A mí, sí.
—Llámeme barón de Chivry o con otro nombre cualquiera; me es igual.
—Bueno, señor barón de Chivry, sobre el precio no puedo decir nada. ¡Caray! ¡Treinta mil pesos en el acto y otros tantos una vez terminado el asunto! —dijo el capitán—. No ganaría tanto con un cargamento de ébano.
—¿De modo que..? —preguntó aquel que se llamaba o se hacía llamar barón de Chivry.
El capitán meneó la cabeza, se bebió una gran copa de aguardiente, y dijo:
—Ante todo, pongamos cada cosa en su lugar; en los negocios me gusta ver claro.
—Ya le he dicho que no corría peligro alguno; además, un negrero, ¿a qué puede temer?
—¡Ah! No es que tenga miedo —dijo el capitán Núñez—. ¡Caramba! Bastantes veces me las he tenido que ver, en las costas de África, con los cruceros que querían meter las narices en mis asuntos y quitarme los esclavos comprados legalmente con tanta pólvora, armas y botellas de ron más o menos aguado. Pero usted comprenderá que sintamos curiosidad por saber con exactitud adónde vamos y cómo debe terminar esto.
—Es usted muy desconfiado, señor Núñez —dijo de Chivry con mal humor—. Creí hallar en usted un hombre más resuelto y más decidido.
El capitán español levantó la cabeza, frunció el ceño y miró fijamente a su interlocutor.
—Señor de Chivry —dijo con acento avinagrado—, me parece que se burla usted de mí. ¡Mil rayos! Le desafío a que encuentre un hombre más resuelto que yo.
—Entonces, ¿por qué habla y duda usted tanto?
—Porque tengo mis razones. Voy a ganar sesenta mil pesos y debe de tratarse de alguna cosa grave; yo no quiero malquistarme con las autoridades brasileñas, pues sospecho que el negocio que usted me propone no debe de ser legal.
—Sí y no —repuso de Chivry.
—He ahí un enigma.
—Que le explicaré a medias.
—¡Por fin! exclamó el español.
—Primero necesito algunas aclaraciones. Son necesarias.
—Hable usted.
—Su barco de usted, ¿es resistente?
—Hace cuatro años que salió de los astilleros de Cádiz; puede decirse que está nuevo.
—¿Cuántos hombres tiene usted?
—Treinta.
—¿Qué gente es?
—¡Por Dios! ¡No tendrá usted la pretensión de que un barco negrero sea tripulado por benedictinos!
—Mejor que mejor.
—Son lobos de mar, recogidos en todos los puertos del mundo, decididos a todo, incluso a la piratería si yo se lo mandara.
—¡Buena gente, señor Núñez! —añadió de Chivry riendo—. ¡Mejor que mejor, capitán!
—Vamos al grano, si no tiene usted nada más que preguntar.
El barón de Chivry se humedeció los labios con la copa de aguardiente que tenía delante, luego apoyó los codos en la mesa, y mirando al capitán, le preguntó a quemarropa:
—¿Conoció usted a la marquesa de Aranjuez y Mendoza?
El capitán no respondió; sin duda interrogaba su memoria.
—Pertenecía a la nobleza del Brasil; pero era de origen español, como usted —continuó de Chivry.
—Espere... Hace varios años que falto de España y no he permanecido nunca mucho tiempo en el Brasil; pero ese nombre me suena... ¿Caramba?... ¿Vivía en Santos?
—Sí, en Santos.
—¿Era muy conocida por sus riquezas?
—Precisamente.
—Creo recordar que un hijastro suyo cometió varias locuras, viéndose obligada la marquesa a echarlo de casa.
—Puede ser —dijo de Chivry —; pero lo ignoro.
—También se dice que huyó después de cometer no sé qué delito.
—Es posible —repitió el francés, prestando atención.
—Siga usted, señor de Chivry —dijo el español.
—Continúo, señor Núñez: ¿sabía usted que la marquesa hubiera tenido otro hijo, pero nacido de su matrimonio con el marqués de Mendoza?
—No; señor de Chivry, nunca me interesó esa familia. Lo que le he dicho me lo contaron en alguna taberna de Santos o de Río de Janeiro.
—Bien; pues yo se lo digo a usted.
—¿Y qué conclusión sacamos...?
—Que yo le doy a usted sesenta mil pesos en dinero contante y sonante si me ayuda a raptar a ese muchacho.
—¡Raptarlo! —exclamó el español, estupefacto—, ¡Por cien mil diablos! ¿Tanto vale ese chico? ¡Usted se burla, señor de Chivry!
—No, hablo con seriedad —repuso el francés.
—Considere que sesenta...
—Ya lo he considerado, señor Núñez.
—¿Y qué es lo que hay que hacer?
—Embarcar al muchacho y trasladarlo al Golfo de México, a la laguna de la Madre, junto al río Miguel, después de haberlo raptado.
—Pero, ¿por qué?
—¡Alto allá, señor Núñez! Le he dicho todo lo que sabía; pero no puedo seguir, porque no sé más. ¿Acepta usted o rechaza el pacto? En dos meses, si quiere, puede haber realizado ambas cosas y haber ganado esa cantidad.
—¿Dónde se encuentra el muchacho?
—En una finca aislada, cerca de Porto Alegre, en la Laguna de los Patos.
—¿Y cómo nos las arreglaremos para raptarlo?
—Ya veremos; eso me incumbe a mí.
—¿Qué edad tiene el muchacho?
—Debe de tener dieciséis años —respondió de Chivry, tras algunos instantes de vacilación.
—¿Usted no le conoce?
—No le he visto nunca.
El español hizo un gesto de asombro.
—Dígame, señor de Chivry, ¿obra usted por su cuenta o por cuenta de otra persona?
—Eso no le debe a usted interesar.
—Por lo menos dígame qué piensa hacer del muchacho.
—Ya se lo he dicho: trasladarlo a la desembocadura del río Miguel.
—¿Por qué motivo?
—Eso es lo que yo ignoro también.
—Otra pregunta.
—Hable, pero que sea la última.
—¿Ha venido usted aquí ex profeso para buscar un capitán poco escrupuloso?
—Sí.
—¿No se mezclará en nuestro asunto la policía brasileña?
—La finca es aislada, y cuando adviertan el rapto ya estaremos lejos. ¿Acepta usted?
—Acepto —dijo el español después de titubear breves momentos—. ¡Será, una mala acción y acaso me ocasione perjuicios! Pero... sesenta mil pesos no se ganan todos los días y puede probarse fortuna.
Este diálogo era sostenido durante los primeros días del mes de abril de 1842, en una taberna de Río de Janeiro, a poca distancia de la playa, por los dos personajes antedichos. El capitán Núñez era un mocetón de unos veintisiete o veintiocho años, alto, desgarbado, moreno, como ordinariamente lo son los españoles, ojos negros y vivos, y cabellera negra como el ébano. A primera vista se adivinaba que debía de ser, no sólo un hombre de mar, sino un carácter enérgico, resuelto y capaz de todo, a pesar de su juventud.
En cambio, el otro, que se hacía llamar de Chivry, era un hombre de cuarenta años, de mediana estatura, hombros cuadrados y fuerte musculatura. Tenía la cabeza grande y cuadrada como los bretones; frente espaciosa, surcada por abundantes arrugas, ojos grises parecidos a los del águila, pelo largo y algo canoso, barba negra y descuidada, Eran sus modales algo bruscos, pero en sus palabras se adivinaba que debía de poseer una cultura superior, y en algunos rasgos suyos se comprendía que no era un hombre vulgar; y aun cuando vestía de un modo extravagante, a medias mexicano y a medias americano, lo cual le daba cierto aire de cazador de las inmensas praderas del Far West o de los llanos, no parecía que perteneciese a ninguna raza americana.
¿De dónde venía y quién era? Nadie lo sabía.
Una semana antes desembarcó de un vapor procedente del Golfo de México, y se alojó en una de las mejores fondas de la ciudad, dándose el título de barón de Chivry; después se dedicó a hacer misteriosas indagaciones en las tabernas del puerto, deteniéndose horas enteras delante de los barcos anclados en el muelle, y muy especialmente ante la corbeta del capitán Núñez, que había llegado hacía quince días con un cargamento de cuatrocientos negros destinados a las granjas del interior.
Luego desapareció durante varios días sin que nadie supiese dónde se ocultaba; pero en cuanto reapareció se puso a buscar al capitán Núñez, y, hallándolo en la taberna, de buenas a primeras le propuso su negocio.
El español, que no le había visto hasta entonces y que pensaba zarpar al día siguiente para la costa africana con el objeto de hacer otro buen cargamento de esclavos, creyó al principio que se las había con un loco o con un borracho; pero cuando vio que el desconocido abría una cartera y extendía en la mesa billetes por valor de ciento cincuenta mil pesos, sus dudas se transformaron en un asombro difícil de describir.
Sí que era para sorprenderse al ver, en poder de aquel hombre que parecía un pobre mexicano arruinado, una suma tan considerable y que, según le decía, él podía ganar sin correr tantos riesgos como en la trata de esclavos, prohibida entonces por las naciones europeas, las cuales mantenían en las costas africanas cruceros armados y bien equipados.
Al pronto, Núñez dudó, pues ignoraba el asunto dé que se trataba y no quería comprometerse con la policía brasileña, con la cual vivía en buena armonía; pero luego acabó por ceder. Después de todo, los negreros no son muy escrupulosos y no rechazan ningún procedimiento por el que puedan agenciarse algún dinero, y el capitán Núñez amaba el oro entrañablemente. Además... allá se las entendiera el señor de Chivry; a él sólo le competía llevar a cabo el rapto del muchacho. Depositado en el punto indicado, percibiría los otros treinta mil pesos y no tendría que ocuparse en nada más.
***
—¿De manera —añadió de Chivry, después de vaciar otra copa de aguardiente— que acepta usted el pacto, señor capitán?
—Le doy a usted mi palabra.
—¿La tripulación no pondrá, ningún obstáculo?
—¿Por qué?
—Por el rapto del muchacho.
—Nadie se atreverá a levantar la voz. ¡Caray! Mis marineros saben que no admito bromas ni observaciones. Descuide usted, los conozco y sé que me temen. A bordo tengo buenas cadenas, y si no bastan, tengo maromas para hacer un nudo y colgar al que chiste de la cofa más alta. ¿Comprende usted lo que significa esa operación, que envía a un hombre al otro mundo por más fuerte y robusto que sea?
—Lo comprendo —dijo de Chivry, riendo—. ¿Puedo contar con su palabra?
—Sí, señor.
—Aquí está mi mano.
—Y aquí la mía, señor de Chivry —repuso el negrero apretándosela.
El aventurero mexicano o lo que fuera volvió a sacar la cartera y puso ante el capitán tres cheques pagaderos a la orden, por valor de diez mil pesos cada uno.
—Esto es la mitad de lo acordado.
—¡Buen pagador y muy confiado! ¿Y si yo fuera un bribón y zarpase esta noche sin aguardarle?
—No hará usted eso, capitán Núñez.
—Gracias por la buena opinión que de mí ha formado. ¿Cuándo partiremos para Porto Alegre?
—No hace falta que venga usted conmigo.
—¿No? Me alegro, señor de Chivry; me molestaba comprometerme en lo del rapto; y entretanto que usted va por el muchacho, ¿qué haré yo?
—Nada; aguardarme en su barco.
—¿Va usted a ir solo a la laguna de los Patos?
—No; he buscado algunos hombres de buena voluntad y ellos me ayudarán en mi empresa.
—Entonces, ¿marchará usted pasado mañana con el barco costero?
—No, capitán.
—¿No? —exclamó el capitán, asombrado—. ¿Está ya aquí el muchacho?
—¡Si le he dicho que no le conozco!
—Es verdad. ¿Y qué va usted a hacer, señor de Chivry?
—Si partiese en el barco costero, ¿cómo quiere usted que me llevase en secreto a un muchacho de dieciséis años? Me figuro que el hijo de la marquesa se resistiría a seguirme y alborotaría a los marineros y a los pasajeros.
—¡Caramba!¡Qué hombre tan prudente! ¿Cómo, pues, se trasladará usted allí?
—En un vaporcito que he alquilado.
—¿Y cómo se apoderará del muchacho?
—Se le adormecerá con un narcótico y se le trasladará a bordo de su barco de usted bien acomodado en una caja.
—¿Se dejará sorprender?
—Tengo una idea, que quizá resulte. En último caso recurriremos a la fuerza.
—¿Cuántos hombres tiene usted?
—Seis.
—¿Quiere algunos de mis marineros?
—No hacen falta.
—Como guste; ¿cuándo estará de vuelta?
—Hoy es viernes —dijo el barón—. ¿Qué distancia hay de aquí a Porto Alegre?
—Unas setecientas millas.
—Mi embarcación anda diez millas por hora, de modo que, según cálculo, emplearé siete días en ir y volver; otro lo emplearé en el rapto. Puede usted tenerlo todo preparado para el catorce de abril, a eso de medianoche y a la entrada del puerto, delante del faro.
—Allí estaré.
—Procure que las velas estén desplegadas y todos sus tripulantes a bordo.
—Seré más puntual que un reloj.
El barón de Chivry arrojó sobre la mesa un puñado de reís, y se puso en pie.
—Adiós, capitán; dentro de breves horas parto para los puertos del Sur.
—Buena suerte, señor de Chivry.
—¿Palabra?
—De honor.
—Hasta la vista.
Apretó por última vez la mano del negrero, se echó al brazo un rico zarape mexicano y salió con paso vivo.