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Los piratas de la Malasia

Capítulo 1: El naufragio del Young India


—MAESTRE BILL, ¿dónde estamos?

—En plena Malasia, querido Kammamuri.

—¿Tardaremos mucho en llegar a nuestro destino?

—Bribón, ¿te aburres quizá?

—Aburrirme, no, pero tengo prisa y por eso me parece que el Young India marcha despacio.

El contramaestre, un marinero que contaría cuarenta años, de más de cinco pies de alto, americano de pura sangre, miró de reojo a su compañero. Este era un bello indio, un maratí, de veinticuatro o veinticinco años, de alta estatura, de un color bastante bronceado, de facciones bellas, nobles, finas, con las orejas adornadas de pendientes y el cuello de collares de oro que le caían graciosamente sobre el desnudo y robusto pecho.

—¡Mil truenos! —gritó el americano, indignado—. ¡Que el Young India marcha despacio! Esto es un insulto.

—Para quien tiene prisa, contramaestre Bill, hasta un buque corsario que navegue a quince nudos por hora va despacio.

—Diablo, ¿a qué obedecerá toda esa prisa? —preguntó el contramaestre, rascándose furiosamente la cabeza—. ¡Hola, pícaro! ¿Tienes que cobrar alguna herencia? En ese caso, me pagarás un frasco de ginebra o de whisky.

—Una herencia… si usted supiese…

—Cuenta, muchacho.

—No le entiendo bien.

—Comprendo; quieres hacerte el sordo. ¡Hum!… Tal vez el secreto está en los camarotes de abajo… Esa muchacha que va contigo… ¡Hum!

—Pero… diga, contramaestre, ¿cuándo llegamos?

—¿A dónde?

—A Sarawak.

—El hombre propone y Dios dispone, hijo. Podría sorprendernos un tifón y mandarnos a todos a beber en la taza grande.

—¿Y además?

—Además, nos podrían atacar los piratas y enviarnos al diablo con dos brazas de cuerda por corbata y un kris plantado en mitad del pecho.

—¡Eh! —exclamó el indio, haciendo una mueca—. ¿Hay piratas por aquí?

—Como hay estranguladores en tu país.

—¿Habla de veras?

—Mira allá, hacia el bauprés. ¿Qué ves?

—Una isla.

—Bien; esa isla es un nido de piratas.

—¿Cómo se llama?

—Mompracem. Sólo el nombre hace estremecer.

—¿De veras?

—Allí, hijo mío, vive un hombre que ha ensangrentado el mar de Malasia de norte a sur, de este a oeste.

—¿Quién es?

—Lleva un nombre terrible. Se llama el Tigre de Malasia.

—Y si nos asaltase, ¿qué ocurriría?

—Nos pasaría a cuchillo. Ese hombre es más feroz aún que los tigres de la selva.

—¿Y no intentan los ingleses destruirle? —preguntó el indio, sorprendido.

—Destruir a los tigres de Mompracem es cosa muy difícil —dijo el marinero, metiéndose en la boca un pedazo de tabaco—. Hace algunos años, en 1850, los ingleses, con una poderosa flota, bombardearon la isla, la ocuparon e hicieron prisionero al terrible Tigre, pero antes de llegar a Labuan, el pirata, no se sabe cómo, escapó.

—¿Y volvió a Mompracem?

—En seguida, no. Durante dos años no se supo nada de él; luego, a principios de 1852, reapareció a la cabeza de una nueva banda de piratas malayos y dayakos de la más temible raza. Asesinaron a los pocos ingleses establecidos en la isla, se instalaron en ella, reanudaron sus sangrientas empresas…

En aquel momento un silbido resonó en el puente del Young India, acompañado de un golpe de viento que hizo gemir a los tres mástiles.

—¡Oh! ¡Oh! —exclamó Bill, levantando la cabeza y escupiendo el tabaco—. Dentro de poco bailaremos desesperadamente.

—¿Lo cree usted, contramaestre? —preguntó el indio, con inquietud.

—Veo allá una nube negra y de bordes cobrizos, que de seguro no pronostica calma. Tragaremos ráfagas de viento.

—¿Corremos peligro?

—El Young India, hijo mío, es un barco sólido que se ríe de los golpes de mar. Vamos, a la maniobra; la taza grande comienza a hervir…

El contramaestre no se engañaba. El mar de Malasia, hasta entonces terso como un cristal, comenzaba a arrugarse como agitado por conmoción submarina y a tomar un tinte plomizo que no prometía nada bueno.

Al este, hacia la enorme isla de Borneo, se alzaba una negra nube, ribeteada de rojo, y que, poco a poco, oscureció el sol, próximo a su ocaso. En el espacio, gigantescos e inquietos albatros revoloteaban, rozando las olas y lanzando roncos gritos.

El primer golpe de viento fue seguido de una especie de calma que puso mayor zozobra en los ánimos de toda aquella gente; luego, hacia la parte del este, comenzó a oírse tronar.

—¡Dejad el puente libre! —gritó el capitán MacClintock, dirigiéndose a los pasajeros.

Todos, de mala gana, obedecieron, desapareciendo por las escotillas de proa a popa.

Uno, sin embargo, permaneció sobre el puente; era el indio Kammamuri.

—¡Largo de aquí! —exclamó con imperioso acento MacClintock.

—Capitán —dijo el indio, avanzando con paso firme—, ¿corremos peligro?

—Lo sabrás cuando pase la tempestad.

—Es preciso que yo desembarque en Sarawak, capitán.

—Desembarcarás, si no nos hundimos.

—Pero yo no quiero hundirme, mi capitán. En Sarawak hay una persona que…

—¡Eh, contramaestre! Llévate de aquí a este hombre. El momento no se presta a perder el tiempo…

El indio fue arrastrado y arrojado por la escotilla de proa.

El viento comenzaba a soplar de oriente con gran violencia, rugiendo por entre el aparejo de la nave. La nube negra había tomado proporciones gigantescas, cubriendo casi por completo el cielo. En sus entrañas rugía sin cesar el trueno, rodando desenfrenado de levante a poniente.

El Young India era un magnífico barco de tres palos que llevaba bastante bien sus quince años de servicio. Su construcción ligera pero sólida, su desarrollo verdaderamente enorme de las velas, y su armadura a prueba de escollos, recordaban a uno de aquellos audaces violadores de bloqueo que tomaron parte tan activa en la guerra de secesión americana.

Habiendo salido de Calcuta el 26 de agosto de 1852, con un cargamento de viguetas de hierro destinados a Sarawak, llevaba a bordo dos oficiales, catorce marineros y seis pasajeros; gracias a su velocidad y a los vientos favorables, llegó en menos de trece días a las aguas de Malasia, y precisamente a vista de la temida isla de Mompracem, la guarida de piratas que era necesario evitar.

A las ocho de la tarde la oscuridad era casi completa. El sol había desaparecido tras los densos nubarrones y el viento comenzaba a soplar con gran violencia, dejando oír formidables bramidos.

El mar subía rápidamente. Olas enormes, coronadas de espuma, se formaban como por encanto, chocando entre sí, cayendo y deshaciéndose contra Mompracem, cuya negra y sombría masa se elevaba en medio de las tinieblas.

El Young India corría velozmente, ora lanzándose sobre las movibles montañas como para desgarrar con sus velas la caliginosa masa de nubes, ora precipitándose en los abismos de donde con gran esfuerzo podía salir.

Los marineros descalzos, con los cabellos al viento y contraídos los semblantes, maniobraban en medio del agua que no encontraba suficiente salida. Órdenes y blasfemias se mezclaban con los silbidos de la tempestad.

A las nueve, el barco, juguete de las olas, hallábase en aguas de Mompracem.

No obstante los esfuerzos del contramaestre, que se rompía las manos en la caña del timón, el Young India fue arrastrado tan cerca de la costa erizada de escollos, de islas madrepóricas y de bajos fondos, que se temió el choque contra ellos.

El capitán MacClintock, lleno de ansiedad, descubrió numerosas luces en las sinuosidades de la playa, y al brillo de un relámpago, de pie en la cumbre de una roca gigantesca que caía a plomo sobre el mar, vio también a un hombre de elevada estatura, los brazos cruzados sobre el pecho e impasible en medio de los desencadenados elementos.

Los ojos de aquel hombre, que fulguraban como carbones encendidos, se fijaron en MacClintock de extraña manera. A éste se le figuró además que levantaba un brazo y le hacía una amistosa señal. La aparición duró breves segundos. Las tinieblas volvieron a hacerse más espesas y una ráfaga de viento alejó al Young India de la isla.

—¡Dios nos proteja! —exclamó Bill, que había visto también a aquel hombre—. Ése es el Tigre de Malasia.

Su voz fue sofocada por un espantoso trueno. Aquel trueno inició una música ensordecedora indescriptible. El espacio se inflamó de norte a sur, de este a oeste, como si el universo entero se incendiase, iluminando siniestramente el tempestuoso mar.

Los rayos, brillando un momento, caían describiendo en el espacio mil ángulos caprichosos, mil curvas diversas, sepultándose en las ondas o corriendo vertiginosamente en torno de la nave, seguidos de fragores que aumentaban en intensidad.

El océano, como si quisiera competir con aquellos truenos, se alzó imponente. Sus aguas no formaban ya olas, sino líquidas montañas que se elevaban con furia hacia el cielo, como atraídas por fuerza sobrehumana, y cabalgaban unas sobre otras, cambiando de forma y da tamaño.

El viento tomó también parte en aquella espantosa contienda, rugiendo con rabia y lanzando turbonadas de tibia lluvia.

El barco, inclinándose violentamente, ya de estribor, ya de babor, apenas lograba mantener la estabilidad. Gemía como si se quejase de aquellos terribles golpes de mar que lo cubrían de proa a popa, derribando a la tripulación; se alzaba, vacilaba, azotaba el agua con el bauprés, unas veces impulsado hacia el norte y otras hacia el sur, a pesar de los desesperados esfuerzos del timonel.

Los marineros ignoraban si se pondría de nuevo a flote o se irían a pique; tan grande era la masa de agua que penetraba por las medio deshechas bordas.

Para colmo de desgracias, al mediar la noche, el viento que soplaba constante del norte, saltó de improviso del este.

Ya no era posible luchar. Seguir avanzando con el tifón que asaltaba la proa, era tanto como tentar la muerte. Toda vez que ningún lugar de refugio se presentaba en la vía del oeste, el capitán tuvo que resignarse a mantenerse a la capa y a huir con toda la velocidad que le permitían las escasas velas desplegadas.

Dos horas pasaron después de que el Young India viró de bordo, perseguido por las olas, que parecían haberse propuesto acabar con él.

Los relámpagos eran bastante escasos y la oscuridad tan densa, que no permitía ver a doscientos pasos de distancia.

Al cabo de un rato el capitán percibió ese fragor característico de las ondas al romperse contra la escollera, fragor que los marinos distinguían aún en medio de las más espantosas borrascas.

—¡Mirad a proa! —gritó, dominando con su voz el estrépito del mar y el silbido del viento.

—¡Mar deshecho! —exclamó otra voz.

—¡Los escollos! ¡Truenos!… —se oyó después.

El capitán se dirigió a proa, agarrándose al estay de la trinquetilla para izarse hasta la borda.

No se veía nada; sin embargo, a través de las ráfagas de viento, se oía claramente el mugir de la resaca. No era posible engañarse. A pocas brazas de la nave surgía una cadena de escollos, tal vez derivación de Mompracem.

—¡Listos para virar! —gritó MacClintock.

Maestre Bill, reuniendo toda su energía imprimió un violento esfuerzo a la rueda del timón. Casi en el mismo instante chocó el barco.

El golpe, sin embargo, apenas fue sensible. Sólo una parte de la quilla había tocado en las agudas puntas de las madréporas que formaban la cima del arrecife. Desgraciadamente, el viento seguía soplando de popa y las olas hacían que el barco avanzase.

La tripulación, que conservaba una sangre fría extraordinaria, logró virar de bordo. El Young India consiguió alejarse doscientos metros, huyendo de la escollera en tomo de la cual rugían las olas. Parecía que todo iba a marchar bien. Arrojada la sonda, acusó catorce metros de profundidad a proa. La esperanza de salvar el buque comenzaba a renacer en el ánimo de la tripulación.

De repente, el fragor de la resaca volvió a dejarse oír hacia proa.

El mar se levantaba con mayor violencia que antes, señalando una nueva barrera de escollos.

—¡Todo a sotavento, Bill! —tronó el capitán MacClintock.

—¡La escollera bajo proa! —gritó un marinero que había bajado hasta el botalón del bauprés.

Su voz no llegó a popa. Una montaña de agua se desplomó sobre la banda de estribor, inclinó violentamente a la nave sobre la de babor, derribó a la tripulación agarrada a los brazos de las velas y destrozó las lanchas contra los escollos.

Se oyó un mugido formidable, un chasquido como de maderas que se rompían, y luego un golpe espantoso que hizo oscilar al aparejo de popa a proa.

El Young India, al chocar con las agudas puntas de los escollos quedó destrozado, estrellándose contra el arrecife.