Emilio salgari banner

La perla roja

Capítulo 1: El espía de la penitenciaría


—¡ESPÍA!

—¡Yo espía!

—¡Bandido!

—¡Calla, animal malabar; calla!

—¡Atrévete a negarlo!

—¡Ah! ¿Conque soy espía?

—¡Soplón de los vigilantes! ¡Asesino, por cuya causa, sin que tengamos culpa alguna, nos zurran con el gato de las nueve colas!

—¿Quieres concluir ya?

—¡No; no quiero! Mientras viva no me cansaré de llamarte ¡espía!, ¡espía!, ¡espía!

—¿Es decir, que quieres que te rompa los huesos?

—¡Haz la prueba!

—¿Me provocas porque está de tu lado el hombre blanco? ¡Pues te advierto que a los dos os pongo más blandos que un limón estrujado! ¡Al Tuerto, al más temido luchador de Ceylán, nadie se le ha puesto delante!

—¡Para ti me basto y me sobro yo solo; un malabar no teme a cien cingaleses juntos!

—¡Pero al Tuerto, sí!

—¡Pues yo voy a ser el que te rompa los hocicos y envíe tus dientes a pasear por el bosque! ¡Serás la delicia de las cobras de anteojos!

—Malabar, ¿quieres concluir?

—¡No, espía; porque tú eres el espía del baño!

De los labios del cingalés se escapó una blasfemia espantosa.

—¡Maldito sea Buda si no te mato! ¡Esto es demasiado! ¡Basta!

—¡Tú estabas escuchando lo que decíamos!

—¡Mientes!

—¡Y, además, te acercaste a mí y al hombre blanco arrastrándote como una serpiente! Ya sabemos todos que eres el Benjamín de los vigilantes y del comandante, ¡perro cingalés!, y que por eso no has probado la cadena doble.

—¡Te mato! ¡Es preciso que te mate! ¿Espía? ¡Bueno! ¡Pues sí! Yo te tenía entre ojos, y, si quieres, te diré lo que he oído que decías al hombre blanco. ¡Ah, ah! ¿Conque el europeo que desdeña hablar conmigo, como si no fuese un presidiario como los demás, quiere escaparse? ¡No tenga cuidado: yo estaré allí en el momento oportuno para impedírselo!

Un aluvión de blasfemias y de aullidos hizo coro a las audaces y comprometedoras palabras del cingalés.

—¡Malabar, pega a ese espía! —gritaron a unas quince o veinte voces.

—¡Es hora ya de concluir con ese bribón!

—¡Anda, malabar; pégale!

—¡Ah! ¿Conque todos contra mí? —rugió furioso el Tuerto—. ¡Bueno: pues nos veremos, chacales asquerosos! ¡A cada uno de vosotros os daré lo vuestro a su tiempo! ¡Yo os haré saber lo que pesan los puños cingaleses!

—¡Anda ya; comienza por mí! —gritó el malabar.

—¡Veremos si gritas tanto dentro de cinco minutos! ¡Despacha! ¡El asunto debemos haberlo terminado antes de que lleguen los guardianes!

—¡Pues toma! —bramó el cingalés, avanzando con los puños recogidos sobre el pecho.

Esta escena se desarrollaba en un pequeño claro que se abría en medio de los bosques que rodeaban la penitenciaría inglesa de Port-Cornwallis, fundada por el Gobierno anglo-indio para los presidiarios peligrosos en las costas orientales del Norte Andamana, en el golfo de Bengala. Este establecimiento, que a los diez o doce años de haberse fundado se suprimió por causa de lo mortífero del clima, que diezmaba de un modo horrible la población penal y a los empleados, estaba floreciente en 1850.

Unos veinte hombres, en su mayor parte indios y cingaleses, se hallaban reunidos en aquel pequeño claro del bosque, aprovechando el descanso del mediodía y la ausencia de los guardianes, quienes habían preferido echar un sueñecito en las hamacas del cobertizo, seguros de que ninguno de los vigilados se aprovecharía de la ocasión para escaparse, pues hasta entonces los indígenas habían mostrado para ayudarlos pésimas disposiciones.

Los dos hombres que primero se acometieron de palabra, y que se preparaban a molerse las costillas recíprocamente no obstante lo riguroso de los reglamentos y el miedo al terrible gato de las nueve colas (el espanto de los marineros ingleses), eran dos campeones capaces de disputarse la victoria durante mucho tiempo.

El que había promovido la cuestión, y a quien llamaban el malabar, era un indio de atléticas formas, de cerca de seis pies de estatura, con torso de gorila, brazos musculosos, sin ser exageradamente gruesos, mirar franco y atrevido y facciones más bien finas, que revelaban en él a un descendiente de las castas privilegiadas de la gran península indostánica.

Su adversario, que se hacía nombrar el Tuerto porque, en efecto, le faltaba el ojo izquierdo, y que se declaraba cingalés, era mucho más bajo de estatura; pero el enorme desarrollo de su cuerpo superaba en mucho al del otro. Tenía la cabeza de formas pesadas, quizás demasiado gorda; los ojos, ligeramente oblicuos, que delataban la mezcla de raza; la cara, marcada por las viruelas, de modo que parecía una espumadera; cuello de toro, espaldas de gigante, y formidables y musculosos brazos que terminaban en unos puños que parecían mazas.

Ambos se quitaron la chaqueta y las alpargatas que la Administración de la penitenciaría daba a aquellos desgraciados, y se quedaron tan sólo con los pantalones de tela amarilla. En el pecho de los contendientes se veían muchos y bonitos tatuajes representando serpientes, hojas, ídolos y animales.

—¡Dale, malabar! —gritaron por segunda vez los espectadores—. ¡Ese espía merece un correctivo!

Con su único ojo arrojó el cingalés sobre los penados una mirada de tigre, en tanto que el malabar alargaba las piernas y se cubría con los brazos la cara y el pecho.

Iban a lanzarse uno sobre otro, cuando se abrió violentamente el círculo que formaran los espectadores, y un nuevo personaje se puso al lado del malabar, diciéndole:

—¡Déjame a mí, Palicur! ¡También yo tengo que saldar una cuenta antigua con ese cingalés!

Así como todos los otros eran indios y cingaleses, el recién llegado era un europeo de cerca de treinta años, con la epidermis bronceada como la de las gentes de mar, tono especial que solamente adquieren los que navegan bajo los calores tropicales azotados por los vientos salinos. Sus ojos, de color azul intenso, revelaban honda tristeza; su estatura no era tan alta como la de ambos adversarios, pues apenas si rebasaba de la media, aunque no por eso dejaba de ser esbelto; su tono parecía vigoroso, sus brazos mostraban una musculatura fortísima, y en ciertos momentos debían de desarrollar un vigor poco común.

Al pronunciar aquellas palabras había tirado el amplio sombrero de paja que le resguardaba de los ardientes rayos del Sol, mostrando una hermosa frente, amplia, surcada por varias arrugas prematuras y guarnecida por una espesa cabellera muy oscura.

—¡Déjame hacer a mí, Palicur! —repitió, tomando la clásica postura de los boxeadores ingleses—. ¡Los cingaleses no me dan miedo!

—¡No, señor! —contestó el malabar—. ¡No se comprometa usted con ese canalla!

—¡Señor! —dijo socarronamente el Tuerto—. ¿Cuánto te da al mes, malabar? ¡No sabía que fueras su criado!

El europeo echó una mirada de desprecio al miserable, e hizo ademán de írsele encima; pero el malabar se le puso delante con un movimiento rápido.

—¡No, nunca!, no quiero que usted se meta con ese hombre, que es el más fuerte de la casa y al que solamente yo puedo hacer frente. Usted me salvó una vez de entre las mandíbulas de un cocodrilo; le debo a usted la vida, y mi deber ahora es defenderle. Si este hombre me matase, no importaría tanto como si le matara a usted.

—¡Sí, señor; deje usted al malabar! —dijeron a coro los espectadores, que parecía que profesaban cierto respeto a aquel hombre, aun cuando era un penado como ellos.

El europeo vaciló un momento, pero al fin dio dos pasos atrás diciendo:

—Esperaré a que me toque el turno. ¡Ese espía debe llevar hoy una paliza soberana, y la llevará, bien sea de Palicur, bien sea de mí!

—¿Habéis concluido ya vuestra charla? —preguntó el cingalés, que comenzaba a perder la paciencia—. ¿O es que esperáis a que despierten los vigilantes?

—¡Aquí estoy! —dijo el malabar enderezándose de pronto y largando un formidable puñetazo, que cayó en el vacío, pues el cingalés dio un rápido salto atrás.

El círculo formado por los espectadores se ensanchó para dejar mayor espacio a los que luchaban.

A la lluvia de invectivas e insultos sucedió un profundo silencio, que interrumpía únicamente el chillido lamentable y molesto de una pareja de monos subidos en las ramas de un espeso plátano. Parecía que todos contenían la respiración para no perder el más pequeño detalle de aquella lucha, que tomaba los caracteres de un terrible combate, cuyo final podía ser la muerte de uno de los adversarios.

Habiéndole fallado el primer golpe a Palicur, éste se apresuró a ponerse en guardia, y se sostenía muy erguido, mostrando toda su magnífica estatura de atleta, mientras que el cingalés, en cambio, que debía de estar meditando algún golpe de sorpresa, se replegó sobre sí mismo cubriéndose el cuerpo con los puños y los brazos.

Durante algunos instantes estuvieron mirándose los dos adversarios; pero enseguida el malabar se lanzó bruscamente diciendo:

—¡Tuerto, te he comprendido; toma!

Disparó su formidable puño, e hirió al cingalés en medio del pecho, que resonó como si fuese una gran caja vacía. Si aquel cuerpo no hubiera sido más que robusto, seguramente hubiera cedido ante tan rudo golpe.

El Tuerto hizo una mueca y se apretó los labios para no dejar escapar un grito de dolor; enseguida descargó uno tras otro siete u ocho puñetazos, que el malabar recibió sin conmoverse en los antebrazos.

—¡Ah! ¿Pierdes la calma? —exclamó con voz tranquila el indio—. ¡Y pierdes inútilmente el tiempo, Tuerto! ¡Los brazos de los pescadores de perlas pueden resistir hasta martillazos!

El espía lanzó un rugido de ira.

—¡Qué! ¿No voy a poder deshacerte, cochino malabar? —rugió—. ¡Pues has de caer; te lo aseguro!

Dio tres pasos atrás volviendo a replegarse sobre sí mismo. El malabar, que no quería dejarle tiempo para preparar algún otro recurso del juego, dio un salto hacia adelante para embestirle, cuando de pronto recibió en plena cara un puñetazo que le hizo tambalearse y arrojar sangre por las narices.

El europeo había cantado victoria creyéndole perdido; pero el pescador de perlas se repuso inmediatamente. Cayó sobre el cingalés, que iba a volver a enderezarse, le abrazó por la mitad del cuerpo, y haciéndole perder tierra, le zarandeó vigorosamente.

El Tuerto, que no esperaba aquel ataque que convertía el pugilato en una lucha, opuso primero resistencia; pero comprendiendo que iban a derribarle, dobló una rodilla sobre el vientre del malabar, que se vio obligado a dejarle.

Entonces se empeñó una lucha desesperada entre los dos atletas. Se agarraban a la vez, se golpeaban de un modo formidable, se agachaban o se erguían intentando derribarse.

Resollaban, chorreaban sudor, y no daban el más ligero grito, para no despertar a los vigilantes que dormían no muy lejos de allí, bajo el cobertizo de la leña.

El cingalés seguía oponiendo una resistencia furiosa, aun cuando ya se echaba de ver fácilmente que concluiría por quedar derrotado. Sus fuerzas se agotaban a toda prisa, mientras que el malabar reservaba las suyas para el último momento.

El europeo seguía con gran atención y con el mayor interés las diversas fases de la lucha, animando de cuando en cuando al pescador de perlas, ya con una mirada, ya con una seña.

Los otros espectadores apostaban, no dinero, pero sí sus escasas raciones.

Hacía ya cuatro o cinco minutos que duraba la lucha, más obstinada por momentos, cuando el malabar, que había logrado libertar la mano derecha, descargó un terrible puñetazo en el cráneo de su adversario. Éste se replegó bruscamente, atontado por aquel golpe, que le había resonado dolorosamente en el cerebro.

Bastó aquel pequeño instante de vacilación para que el pescador de perlas se aprovechase de él. Levantó al Tuerto entre sus poderosos brazos, le tuvo suspendido un momento, y enseguida le arrojó a diez o doce pasos de distancia, yendo a caer en medio de un gran montón de maleza.

—¡Concluye con él, malabar! —exclamaron los espectadores—. ¡Deslómale para toda su vida!

Palicur había levantado el puño para darle una tremenda lección cuando resonó a poca distancia una voz amenazadora que decía:

—¡Quieto, o te salto los sesos!

Un hombre vestido de tela blanca y que llevaba en la cabeza un casco de corcho envuelto en una gasa se abrió paso por entre los espectadores llevando en la diestra una pistola de dos cañones, que asestó resueltamente al malabar.

Era uno de los vigilantes de la colonia penal, a quien seguramente habían despertado los últimos gritos que lanzaron los penados.

Al oír aquella voz amenazadora Palicur bajó el puño y se volvió hacia el vigilante, diciéndole:

—No hacíamos nada malo. No hemos hecho otra cosa que probar sencillamente nuestras fuerzas en una partida de lucha.

El Tuerto se había aprovechado de la sorpresa para escurrirse por entre la maleza y ponerse en salvo, colocándose al lado del vigilante.

—¡Ha mentido ese perro malabar! —gritó—. ¡Quería matarme, porque dice que soy un espía!

—¡Bufón! —gritó el europeo.

—¡Eres más cobarde que un chacal!

—¡Will, cállate tú! —dijo con rudeza el guardián—. ¡Tú no tienes más derecho que los demás para hablar, y yo no te he interrogado!

—¡Pero si es que ha mentido el Tuerto! —gritaron a coro los espectadores.

—¿Y por qué destila sangre por la nariz Palicur? —preguntó el vigilante.

—¡Porque me caí! —respondió el malabar.

—¡No es verdad! —bramó el cingalés—. ¡Me agredió, y yo al defenderme le di un puñetazo! Con él estaba también el europeo. Le aconsejo, señor Beck, que no los pierda de vista, porque los he sorprendido planeando la fuga. Ese ha sido el motivo de haberme agredido ambos.

Un griterío de voces coléricas acogió las palabras de aquel bribón. Todos los penados tendieron hacia él los puños y se lanzaron hacia adelante en actitud amenazadora, dispuestos a hacerle pedazos.

El vigilante se interpuso prontamente cubriendo al cingalés y tiró de la daga que llevaba en el cinturón, empuñando la pistola con la mano izquierda.

—¡Quietos, miserables! —gritó—. ¡El primero que se acerque, es hombre muerto!

En seguida dio un largo silbido, el silbido de alarma reclamando la presencia de los polizontes ingleses.

Pronto otros cuatro vigilantes armados con fusiles desembocaron por entre los cercanos grupos de árboles y por entre la espesura, colocándose al lado de su compañero.

Los penados, que parecían hallarse dispuestos a lanzarse contra el cingalés y su protector, al ver llegar aquel refuerzo se detuvieron. Únicamente el europeo dio algunos pasos adelante, diciendo con voz grave:

—Señor Beck, espero que no creerá usted lo que ese miserable cingalés ha dicho. Nadie le ha agredido: puede usted creer la palabra honrada de un hombre de mar.

—Tú eres un presidiario lo mismo que todos, y tu palabra no tiene más valor que la de ellos, aun cuando, como yo, seas inglés —contestó el vigilante.

Un relámpago iluminó la mirada de Will, y una palidez mortal le cubrió el rostro.

—¡He sido —dijo con voz alterada— un hombre de honor! ¡Si he matado a mi sargento de armas, lo hice obligado, impulsado por un momento de locura! ¡Usted lo sabe! Me condenaron: ¡sea!; pero esta condena no me ha hecho olvidar que soy el leal y honrado contramaestre del Britannia.

La expresión dura, casi despreciativa, que se leía en la mirada del guardián fue desapareciendo poco a poco.

—¡Te creo! —dijo con acento algo dulcificado—. Pero tengo la obligación de encerraros a los tres en las celdas de rigor hasta que se hayan esclarecido los hechos, y yo no puedo faltar al reglamento.

—¡Pues hágalo usted! —dijo secamente el contramaestre del Britannia alargando las muñecas—. ¡Maniatadme!

El vigilante hizo una seña a sus hombres, los cuales se apresuraron a encadenar los brazos del europeo, del malabar y del cingalés.

—¡Al depósito —dijo así que terminaron la operación—, y haced fuego contra el que intente huir!

En seguida, volviéndose hacia los otros penados, añadió con tono que no admitía réplica:

—¡Vosotros, a trabajar: ha terminado ya la hora del descanso!

Y mientras en el bosque retumbaban los hachazos de los penados y caían al suelo con estrépito los resinosos troncos de los damar, los tres prisioneros, escoltados por dos guardias, caminaban hacia Port-Cornwallis.