—¡LOS MOROS! ¡LOS MOROS!
Este grito retumba como un trueno en las calles de Manila, la opulenta capital de Filipinas.
Una muchedumbre aterrada, pálida, con los ojos desencajados, se precipita como un huracán por el soberbio puente de diez ojos que une la ciudad murada, la ciudad española, con los populosos arrabales de Binondo y Santa Cruz, que forman la ciudad china.
Algunos de los fugitivos, atropellados por los que vienen detrás de ellos, caen al suelo; pero no tardan en levantarse y en emprender de nuevo su desesperada carrera gritando siempre:
—¡Los moros! ¡Los moros!
Hombres, mujeres, niños, españoles, tagalos, chinos, mercaderes, marineros, barqueros del Pásig y soldados, todos corren como si los siguiera una manada de fieras sedientas de sangre.
Caen algunas mujeres y niños envueltos por aquella oleada humana; que avanza con ímpetu irresistible. La multitud pasa sobre ellos pisoteándolos; pero ¿quién se preocupa por tan poca cosa en aquellos momentos?
Entra la turba en la ciudad atropellando a centinelas y aduaneros y aullando siempre:
—¡Huid! ¡Sálvese el que pueda! ¡Los moros! ¡Los moros!
Ciérrense estrepitosamente las puertas de las casas; bájense de un golpe los cierres de las tiendas, huyen despavoridos los vendedores de frutas y hortalizas, dejando abandonadas sus mercancías en medio de las calles, fustigan los cocheros a los caballos y salen disparados con sus vehículos, sin mirar si atropellan a alguien.
Abrense algunas ventanas, y salen de ellas miedosas voces que preguntan:
—¿Qué pasa?
—¡Vienen de Binondo! —responden algunos fugitivos sin detenerse.
—Pero ¿quiénes?
—¡Los juramentados!
—¡Por la Santa Virgen!
—¡Allí vienen!
—¡Los moros! ¡Los moros!
—¡A las armas! —exclama una voz—. ¡Venga uno que tenga un man catcher!
Un rugido espantoso que hiela la sangre en las venas estalla por la parte del puente.
Pocos momentos después, diez o doce hombres medio desnudos, de piel bronceada, con los ojos inyectados en sangre, cubiertos los labios de una espuma sanguinolenta, se precipitan en el puente como una bandada de aves de rapiña.
No parecen hombres, sino demonios del infierno. Son todos de alta estatura, anchos de espaldas y de pecho fornido, pero de delgados brazos, y piernas que parecen hilos de acero revestidos de piel curtida.
Van vestidos solamente con unas camisolas cortas y desteñidas; pero llevan collares y ajorcas de cuentas de vidrio y colmillos de jabalí al cuello y a los brazos, y en la cabeza haces de fibras vegetales entrelazadas.
Todos ellos parecen locos o energúmenos atacados de un acceso de sanguinario furor. Llevan en la mano pesados sables que los isleños de Solú llaman parangs, cuya hoja de acero tiene admirable temple; armas terribles que de un solo golpe descabezan al hombre más vigoroso.
Corren como gamos, con la larga cabellera tendida y flotante sobre la espalda, contraídas las facciones, los brazos en alto y empuñando el formidable parang. Nada les espanta ni nada los contiene; sólo una descarga de fusilería o de metralla hubiera podido detener a aquellos tigres.
¿Quiénes son esos hombres temerarios que así arrostran la muerte en las calles de una ciudad de ciento cincuenta mil habitantes, defendida por una guarnición de ocho o diez mil hombres escogidos entre los más valerosos de España? ¿Son locos acaso?
Quizás peor que locos; porque esos moros, como los españoles los llaman, han hecho sobre el Corán juramento solemne de matar, y lo cumplirán, aunque se les oponga una selva de bayonetas o una lluvia de balas.
No son verdaderos moros, sino isleños de Solú, naturales de ese viejo cubil de piratas, malayos, en fin, pero condenados motu proprio a la muerte.
Un día, unos cuantos desdichados, como tantos otros hombres de su raza, después de haber dilapidado sus riquezas, sus tierras y hasta sus cabañas, abrumados de deudas, son entregados por las leyes de su país a sus acreedores, que pueden venderlos como esclavos, tanto a ellos como a sus mujeres y a sus hijos.
Los panditas o sacerdotes mahometanos, hombres crueles y fanáticos, aprovechan la coyuntura para desfogar su odio contra los infieles, ofreciendo a esos deudores el rescate de sus familias bajo la condición de juramentarse para matar el mayor número posible de enemigos.
¿Y qué es la muerte para los malayos? Ni más ni menos que uno de tantos incidentes de la existencia, que miran con la misma indiferencia que cualquier otro. No titubean, pues, un solo instante en afrontarla. He ahí cómo los deudores se convierten en juramentados.
Cualquier prao solulano había transportado a los juramentados a la boca del Pásig, donde pudieran cumplir su voto sanguinario lanzándose sobre la capital del archipiélago, y la tripulación, después de embriagarlos con opio para exaltarlos hasta la locura, los había soltado en la orilla.
Aquellos doce hombres, resueltos a morir matando para rescatar a sus familias, se habían lanzado sobre la muchedumbre que se agolpaba en el muelle de Binondo, abriendo en ella un sangriento surco; después, atravesando el arrabal, tras de los fugitivos habían entrado por el puente del Pásig derechos hacia la ciudad para penetrar en ella antes de que cundiese la alarma y se alzase el puente levadizo.
Una mujer que había sido derribada por la turba, al ver acercarse a aquellos demonios trató de levantarse y huir; pero el primero de los juramentados la alcanzó dé un salto, y la tendió muerta de un terrible tajo que le abrió la cabeza hasta la barba.
Un soldado de infantería de marina que estaba de guardia en una chalupa de vapor atracada al muelle, saltó a tierra, y esgrimiendo un fusil armado de bayoneta trató de hacer frente a la banda.
El desdichado no sabía, sin duda, con quiénes tenía que habérselas, y cayó al suelo con un brazo tronchado y la garganta atravesada, sin más tiempo que para exclamar «¡Válgame Dios!» y exhalar el último aliento.
Después de pasar el puente, los juramentados se lanzan por la calle adelante, sin que nadie se atreva a detenerlos ante la puerta del baluarte.
Saben que por allí han de encontrar gente a quien sacrificar a su furia, gente española sobre todo, y se precipitan por la puerta de la ciudad como un torrente asolador.
Parten algunas pedradas y tiros de las ventanas, y van cayendo alguno que otro de los agresores, que no tardan en ser rematados a tiros como bestias feroces; pero los demás, siguen adelante en su desenfrenada carrera, blandiendo sus armas ensangrentadas.
En la esquina de una calle tropiezan con un grupo de fugitivos, en quienes hacen un terrible destrozó, y siguen adelante, dejando tras sí un montón de muertos y moribundos.
Así llegaron hasta la plaza de Armas, cuando, frente a la estatua de Fernando VII, se encontraron con una rica silla de manos que conducían cuatro indígenas, cuatro tagalos.
Éstos, al verlos acercarse, abandonaron la silla y corrieron a refugiarse entre los árboles del Jardín Botánico, lanzando gritos de terror.
Otro grito, éste de mujer, salió del fondo del vehículo, del cual saltó ágilmente una joven que dirigió una mirada aterrorizada en tomo suyo.
Aquella desdichada, destinada a perecer a los golpes de los fanáticos sanguinarios era una mujer de singular belleza.
Podía tener como diez y seis o diez y siete años o quizá menos; y aunque menudita y de corta estatura, era de talle gentil y ojos muy negros indicadores de su origen español. Sus cejas eran también negras y pobladas y de fino dibujo; sus labios, rojos como corales; sus dientes, blancos; su nariz, recta y provista de esas movibles ventanas que caracterizan a las isleñas de Luzón. Tenía la piel morena y el pelo negro, que llevaba suelto sobre la espalda.
Contra la costumbre general de sus paisanas manileñas, no llevaba joyas ni vestido lujoso y de colores vivos, sino un sencillo traje azul de tela floreada y en la cabeza una pañoleta ligera de seda blanca: la mantilla.
Al verse sola frunció el entrecejo; pero de repente se puso intensamente pálida y lanzó un grito de horror. Acababa de ver a los juramentados, que se acercaban corriendo como una manada de hambrientos lobos blandiendo los parangs.
Un instante más, y aquella hermosa cabeza caería rodando al suelo, y aquel hermoso cuerpo se revolcaría en su propia sangre.
Pero el grito angustioso de la muchacha no se había perdido en el vacío.
Dos hombres, el uno vestido a la europea y el otro a la china, que se habían refugiado en un café próximo, lo habían visto todo, y con gran riesgo de su vida se lanzaron en ayuda de la joven.
El primero era un hombre como de treinta años, de facciones atrevidas, reveladoras de un valor a toda prueba. Parecía pertenecer a esa hermosa e inteligente raza producto del cruzamiento de la sangre europea con la de los indígenas filipinos, porque era de piel un poco morena, de reflejos rosados, con los ojos grandes, negros y de forma de almendra, el pelo negrísimo y ensortijado, los dientes de una blancura deslumbradora, y el cuerpo robusto y dotado de esa agilidad que distingue a los isleños de Filipinas.
El otro, que parecía ser media docena de años más viejo, tenía la piel pálida y amarilla, los ojos ligeramente oblicuos y de extraños reflejos, la frente alta y espaciosa, surcada de precoces arrugas, los labios finos y sutiles, y la barba aguda y surcada de unos pocos pelos. Llevaba la cabeza rapada a la moda china, con una larga trenza que le partía del occipucio y le cala sobre la espalda, también conforme a la costumbre de su nación. Era más alto, robusto y musculoso que su compañero. A juzgar por las apariencias, debía de ser un hombre de fuerzas hercúleas y de energía poco común en la gente de su raza.
Aquéllos dos valientes se arrojaron en socorro de la joven, que se había agarrado a la portezulea de la silla de manos y escondido la cabeza entre los brazos como para evitar el golpe de los agresores.
Sacó el mestizo un revólver y rompió un verdadero fuego graneado contra ellos, mientras que su compañero, que también había empuñado el suyo, se lo guardó rápidamente, al mismo tiempo que una sonrisa cruel se dibujaba en sus labios.
—¡La muchacha blanca! —exclamó con acento desdeñoso.
Pero los tiros del mestizo habían bastado para salvar la situación. Un moro, el que iba a la cabeza, cayó con la frente atravesada; tras él un segundo, y después un tercero. Los otros torcieron su camino y se entraron por el Jardín Botánico lanzando aullidos feroces.
Pero se acerca el fin de la tragedia. A las voces de alarma, soldados y gente armada acuden, de todas partes. Un tagalo, otro valiente, afronta a la terrible banda armado de una especie de horquilla de madera de largo mango y con los dientes cubiertos de púas, llamada man catcher, que es el mejor arma para contener a los fanáticos juramentados.
El último de ellos, detenido de repente por la horquilla de dicho instrumento, que le aprisionó el cuello entre las púas que lleva en los dientes, cayó de hinojos, al mismo tiempo que el fuego infernal de fusilería de dos docenas de soldados que acudieron desde el fuerte de Santiago y se apostaron entre los árboles del Jardín Botánico, derribaba a los otros moros, cuyos cadáveres quedaron ahí hacinados en montón informe.
El pueblo de Manila, aterrado momentos antes por la furia sanguinaria de aquellos hombres feroces, pudo ya echarse a la calle para contar sus víctimas.
Entretanto, la muchacha morena tan milagrosamente salvada de una muerte desastrosa, repuesta de su estupor había alzado los ojos para contemplar al hombre a quien debía la vida, el cual estaba todavía delante de ella con los brazos cruzados sobre el pecho y en actitud triste. Al verle se le escapó un grito y se apoyó en el palanquín como si le faltaran fuerzas para, sostenerse.
—¡Vos! ¡Tú, Romero! —balbuceó.
—¡Sí; yo! —contestó el mestizo tristemente—. No pensabas hallarme aquí; ¿verdad, Teresita? Ya lo ves, es el destino que me pone siempre a tu paso.
—¡Tu Romero! ¡Te debo la vida! —exclamó la joven tendiéndole la mano, que llevaba adornada con valiosas sortijas.
Apoderóse vivamente de ella el mestizo, y se la llevó al corazón; pero la soltó de repente.
—¿A qué? —murmuró con voz sorda—. Todo debe acabar entre nosotros.
—¡No, Romero! —murmuró la joven como ofendida— ¡no digas eso!
—Ya sabes que soy un mestizo; No corre por mis venas sangre española pura. Soy un proscripto; peor todavía: un hombre condenado, a quien sus compatriotas tendrían una satisfacción en ver muerto. Aquí es un crimen hablar de libertad; aquí es un crimen amar a su patria…; tu padre me lo ha demostrado. ¡Adiós! ¡Quizás no volvamos a vernos! ¡Me voy adonde se pelea y se muere!
Al decir esto, el mestizo dio un paso atrás como para alejarse; pero la joven española le detuvo sujetándole por entre ambas manos.
—¡Romero! —dijo con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Romero… tú no puedes dejarme así…, no debes hacerlo…, porque yo sigo queriéndote!
Dibujóse en los labios del interpelado una amarga sonrisa.
—Tú me quieres, lo sé —dijo—. Pero ¿y tu padre, que me ha condenado al destierro y que me odia y me desprecia? ¿A qué luchar cuando no hay esperanza? ¿A qué vivir y padecer todavía más? Mis hermanos mueren por la libertad de esta tierra y yo voy también a morir a su lado.
—¡No, Romero!
—¡Así lo quiere el destino! Partiré: lo he jurado, Teresita.
—Y tú, que me quieres; tú, que tanto has padecido por mí, ¿te pondrás enfrente de mis hermanos y de mi padre?
—¡Tu padre! —dijo el mestizo con voz sorda.
—¡Es verdad, Romero; perdona! —murmuró la jovencita reprimiendo un sollozo.
—Adiós, Teresita —dijo Romero haciendo un penosísimo esfuerzo—. Pueden advertir que he vuelto y prenderme, y entonces no estaré vivo mañana. Si muero en las trincheras de Cavite o de Bulacán mi último pensamiento y mi última palabra serán para ti.
—¿Y te irás?
—Mañana al amanecer.
—¿Y no nos volveremos a ver?
—Quizás, si me respeta la muerte; pero, no lo creo, porque procuraré que me maten.
—Es preciso que yo vuelva a verte. ¡No me niegues esta favor, que quizás sea el último, Romero! —dijo Teresita llorando.
—Tengo el tiempo tasado.
—¡Lo quiero, Romero!
—¡Pues sea!
—Esta noche.
—¿Dónde?
—En el pabellón del jardín: allí te esperaré con Manuelita.
—¡Tu padre me matará!
—¡A media noche estará durmiendo! ¡Concédeme esa última entrevista, Romero!
—Bueno; iré.
—Cuento con tu palabra.
—La cumpliré, Teresita.
La joven española se secó rápidamente las lágrimas con un pañuelo de encaje, se cubrió con la manta que había dejado caer sobre la espalda y saltó ligera como un pájaro en el palanquín.
Los cuatro tagalos, que habían vuelto, se lo echaron a cuestas, y desaparecieron entre los árboles del Jardín Botánico.
El mestizo permaneció inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho y con los ojos clavados en la silla que se alejaba.
Parecía haberlo olvidado todo: el tremendo peligro que pocos momentos antes había corrido, el no menor de ser descubierto y preso, a su compañero de los ojos oblicuos y hasta el lugar en que se encontraba.
—¿Qué destino me espera? —murmuró al fin lanzando un profundo suspiro—. ¡Un mestizo! ¡Cómo si no corriera por mis venas la sangre de estos soberbios dominadores! ¡Me desprecian a mí, a mis hermanos, a mi raza, mientras la insurrección ruge sobre su cabeza!
Miró en torno suyo como buscando a su compañero, y le descubrió al fin entre la turba que se había reunido alrededor de los cadáveres de los juramentados; pero también notó que sus ojos oblicuos le observaban atentamente. Al sorprender aquella mirada aguda y penetrante como la hoja de un puñal, se estremeció.
—¡Me espiaba! —murmuró.
Se acercó al grupo, y poniendo la mano en el hombro de su compañero, el cual se había apresurado a apartar de él los ojos, dirigiéndolos sobre los cadáveres de los moros, le dijo:
—¡Vamos, Hang-Tu!
El chino le siguió diciendo:
—Están bien muertos, Romero.
—Lo creo —contestó éste esforzándose en sonreír.
—¡Es lástima que hayan muerto tan pronto! Habrían podido acabar con cien blancos más.
—Pero también hubieran matado apersonas de otras razas: cuando están desencadenadas esas fieras, a nadie respetan.
—Por eso disparaste sobre ellos; ¿verdad, Romero? —dijo Hang-Tu con fina ironía.
—No; fue por salvar a una niña.
—¡A una blanca! —le contestó Hang-Tu con desprecio.
—A una niña, te digo. ¿Vamos a hacer también la guerra a las mujeres?
—No; pero ésa merecía haber muerto.
—¿Ésa?
—Al menos hubiera sido una desgracia para su padre.
—¡Ah! ¿Tú la reconociste?
—Sí, Romero; y por eso no disparé contra los moros. Muerta ella, la patria o la insurrección mejor dicho hubiera contado con tu grande alma y con tu robusto brazo.