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Los dramas de la esclavitud

Capítulo 1: La bahía de López


—¡TEN CUIDADO, MUCHACHO, y abre bien los ojos!

—Pero, ¿a qué venimos aquí, maestro Hurtado?

—¡Quién lo sabe, Vasco!

—¿Te ha dicho algo el capitán?

—Sí y no.

—No comprendo ese enigma, maestro.

—Ni te hace falta; y calla, que mientras hablamos como papagayos, no observamos el banco. ¿No oyes cerca la resaca?

—Un golpe de timón y salimos adelante, maestro. Está esto tan oscuro, que en la cala de la Guadiana, a medianoche, se ve mejor que aquí.

—Lo creo, Vasco. ¡Uf! ¡Qué olor a pólvora se siente aquí!

—¡Y a cuerda de verdugo, maestro mío!

—Tu, ríete. ¡Quién sabe si dentro de un cuarto de hora te encontrarás colgado de una verga y haciendo trenzados con las piernas!

—¿Lo cree usted así, Hurtado?

—¡Que si lo creo! ¡Mil diablos! ¿No sabes que el Kentucky ha sorprendido al brasileño?

—No, Hurtado. ¿Y los castigaron a todos?

—Como a ladrones. Los corsarios no bromean, y cuando apresan una nave negrera, castigan a la tripulación con verdadera crueldad.

—Pues ya sabemos que el capitán Cabral no nos hará más la competencia.

—No; le colgaron de una verga del Kentucky, así como a toda su tripulación. Se dice que nadie ha visto un fandango tan animado como el que aquellos negreros bailaron.

—¡Me da frío de oírte! ¡Veintisiete hombres bailando la danza de la muerte!

—¡Pues abre bien los ojos si no quieres bailarla tú también! ¡Por los cien mil cuernos del demonio! ¿Qué es lo que se ve allí?

El maestro se levantó violentamente, haciendo oscilar la chalupa, escupió el tabaco que masticaba y dirigió los ojos hacia el Sur, arrugando la frente.

—Es la punta de Fetiche —dijo Vasco.

—La veo.

—¿Y en ella nos espera Ombango?

—Sí; le he avisado por medio de los negros costeros.

—¿Estará dispuesto el cargo?

—Así lo espero. Ese farsante de rey sabe muy bien que no se puede pasar una semana en esta costa… El cabo López es muy frecuentado por los negreros, y los cruceros lo saben muy bien.

—Pero yo no veo ninguna señal de peligro.

—Pues no tendría nada de particular que nos amenazara uno, y grande. Los espías de Ombango han visto un buque enemigo, y por eso el capitán Alváez nos ha mandado como exploradores, en lugar de entrar en la bahía a velas desplegadas.

—¿Será tal vez el Kentucky?

—¡Quién sabe! Ingleses, franceses o americanos, todos los cruceros son iguales en su procedimiento de ahorcar a los negreros y devolver los negros a su país.

—¿Y así creen librarlos?

—Sí, Vasco —contestó el maestro, riendo—. No saben que el negro vendido como esclavo quedará siempre esclavo, aunque lo devuelvan a su país. Pero basta, muchachos; no hagáis ruido, que hay peligro. ¡Adelante, pero con prudencia!

—¿Vamos a llegar a la misma punta?

—Sí, muchacho. Allí debemos esperar la señal.

—He aquí la luna, que aparece en el horizonte.

—¡Mejor, Vasco! ¡Y ahora, adelante!

La chalupa, al impulso de diez remos hábilmente manejados, cortó rápidamente las aguas, dirigiéndose hacia un promontorio que avanzaba audazmente sobre el océano.

La chalupa, que con mil precauciones bajaba por el trozo de costa africana comprendida entre el Ogooué, el gran río últimamente descubierto, y el Nazareth, que forma uno de sus canales de descarga, acercándose a la amplia bahía formada por los cabos López y Fetiche, era una esbelta ballenera, toda pintada de negro para mejor confundirla con las sombras de la noche, estrecha y con la proa aguda y sutil como el cuerpo de un pez.

La tripulaban doce hombres armados con carabina y cuchillo, doce tipos de verdaderos marineros, de perfil enérgico y piel bronceada y curtida por el sol ecuatorial y los vientos del océano.

Diez de ellos manejaban los remos procurando no hacer ruido, con los ojos fijos en el horizonte, como si temieran un grave peligro. En su rostro se adivinaba una viva ansiedad y algo de vago temor. Al oír el fragor de las olas rompiéndose contra la costa, arrugaban la frente, como si temieran que de un momento a otro apareciese un enemigo.

Los otros dos, que estaban sentados a popa, parecía que participaban de la ansiedad y zozobra de sus compañeros. Uno de ellos, joven de unos veinticinco años, de piel tostada y ojos negros aterciopelados, como los tienen en general los portugueses y los españoles, llevaba la barra del timón; el otro, una especie de gigante, casi de dos metros de estatura, de músculos poderosos, pecho amplio, barba espesa y rizosa, cabellos largos y revueltos y mirada viva, casi feroz, observaba atentamente todos los puntos del horizonte, y señalaba a los remeros y al timonel la dirección que debían de seguir, empleando un acento autoritario que no admitía réplica.

Este gigante, que debía de poseer una fuerza prodigiosa y un puño capaz de romper una cabeza como si se tratara de un puchero de barro, era el contramaestre Hurtado; el otro, el que cuidaba del timón, era Vasco, un suboficial de marina.

—¿Se ve algo? —preguntó éste volviéndose hacia el gigante, que inspeccionaba cuidadosamente las rocas del cabo Fetiche.

—No —respondió el contramaestre después de algunos instantes—. Parece que la bahía está totalmente desierta.

—Entonces, por ahora no tenemos que temer a la cuerda.

—¡No hables de cuerda, Vasco! Dicen que trae suerte, pero yo creo lo contrario.

—¡Alto! —se oyó murmurar a proa.

—¿Qué sucede? —exclamó Hurtado, levantándose.

—Que estamos sobre el banco.

—Pues echad el ancla, y al agua.

—¿No llegamos a la punta? —preguntó Vasco.

—No me fío; podríamos caer en una emboscada,

—¡Ya está, maestro! —dijo una voz a proa.

—¿Se echó el ancla?

—Y ha agarrado perfectamente.

—Pues al agua, muchachos, y cuidado con las piernas, o alguno volverá cojo a bordo. Ya sabéis que los tiburones abundan en estos parajes, y no desdeñan la carne blanca cuando les falta la negra.

El gigante empuñó el cuchillo que llevaba a la cintura y se arrojó al agua, sumergiéndose hasta el pecho: sus compañeros, después de haber retirado los remos, hicieron lo mismo, y el pequeño grupo, en medio del más profundo silencio, caminó por el banco de arena, contra el cual se rompían las olas del Atlántico, y se dirigieron hacia el cabo Fetiche, cuyas negras rocas se recortaban sobre el agua, iluminadas por los pálidos rayos de la luna.

Después de andar unos cincuenta pasos, Hurtado se alzó cuanto pudo sobre un montón de rocas socavadas por la eterna acción de las mareas, y dirigió alrededor una ansiosa mirada.

—¿Nada? —le preguntó Vasco, que estaba a su lado.

—O soy completamente ciego, o el cabo está desierto —murmuró el gigante.

Se volvió hacia la izquierda y miró a lo largo de la costa.

A gran distancia descubrió un punto negro, apenas visible, que se destacaba sobre el agua.

—¡Perfectamente! —murmuró—. La Guadiana está allí, y verá la señal. ¡Adelante, muchachos, y mano a los fusiles!

El grupo de expedicionarios traspuso los últimos bancos que se alzaban gradualmente, y después de luchar contra la resaca, logró llegar a la cima.

Desde allí los marineros lanzaron una larga mirada a la vertiente opuesta. Una vasta bahía se abría entre el cabo Fetiche y el cabo López, que se alzaba más gigantesco y escarpado que el primero, hasta morir en el océano en un espantoso corte.

El espacio de agua comprendido entre los dos cabos estaba agitadísimo. Largas ondas, que iban engrosando cada vez más, se rompían al fin, con espantosos mugidos, salpicando la multitud de bancos de arena que formaban una especie de barrera difícil de franquear.

La costa, que formaba un inmenso semicírculo irregular, aparecía cubierta de espesos bosques de mangles, entre los cuales se descubría un espacio libre que parecía invitar tranquilamente a pasar por él.

Hurtado recorrió la costa con una rápida mirada, y al fin descubrió una construcción que se levantaba a uno de los lados de aquella abertura. Mirando con más atención, descubrió un punto luminoso que parecía brillar en el interior de aquella especie de choza.

—¡El barracón! —exclamó frotándose alegremente las manos—. ¡Aquella luz me indica que los costeros de Ombango velan y nos aguardan!

Después observó con extrema atención y con cierta inquietud el horizonte occidental.

—¿Ves tú algo, Vasco? —preguntó al oficial, que había mirado con el anteojo.

—Nada, maestro —respondió el joven.

—¿Estás seguro? Ya sabes que los cruceros navegan con los fanales apagados.

—No veo nada.

—¡Demonio! —murmuró el contramaestre mesándose los cabellos—. ¿Dónde diablos se habrá escondido esa maldita embarcación?

—Tal vez se haya refugiado en cualquiera otra bahía. Ya sabéis que los cruceros no son muchos, y que deben de guardar más de seis mil cuatrocientos kilómetros de costa.

—Sé muy bien que no son más de sesenta, y que la costa africana tiene una extensión inmensa. Pero, en fin, hagamos señales, y así sabremos si debemos temer algún peligro.

—¡Una palabra, maestro! —exclamó un marinero.

—Habla, Balboa.

—¿Estará tal vez entre el Ogooué y el Nazareth?

—Los costeros de Ombango lo hubieran visto.

—Es que ahora están por el Gabón.

—No importa. ¡Pronto, recoged leña, y hagamos la señal!

Los marineros se desparramaron por la costa, y haciendo acopio de leña, formaron tres montones separados quince pasos uno del otro.

Después de lanzar una nueva ojeada de desconfianza por Occidente, como si de aquel lado temiera el peligro, o sea, la aparición del crucero, Hurtado prendió fuego a los tres montones de leña.

Bien pronto se levantaron las llamas coronadas por un penacho de humo negro, tiñendo de rojos matices las rocas de la costa.

El contramaestre, que había sacado del bolsillo un antiguo reloj de colosales dimensiones, contó cinco minutos, y tomando un leño encendido lo agitó en sus manos.

Los marineros, en tanto, escondidos entre las rocas, no separaban los ojos de la choza que poco antes había descubierto Hurtado. Parecían todos impacientes, y de cuando en cuando miraban hacia atrás, como si temieran una sorpresa.

Al cabo de un rato se vio a varias sombras arrastrarse por las rocas, y después brillaron en la oscuridad rápidas luces que aparecían y desaparecían.

—¡Muy bien! —murmuró Hurtado—. Los costeros nos esperaban.

—¿Vendrán los pombeiros? —preguntó Vasco.

—De seguro; y si no vinieran, haría señales a la Guadiana. Todas las precauciones son pocas en estos tiempos, y sobre todo en estos sitios.

—¡Ya están ahí! —exclamaron los marineros.

Una barca se dirigía rápidamente hacia los puntos que ocupaban aquellos hombres, y no obstante ir movida sólo por dos remos, adelantaba terreno con extraordinaria velocidad. Maniobró muy hábilmente y sorteó sin peligro alguno los muchos bancos de arena que se ocultaban en la bahía de López, yendo a situarse al pie mismo del promontorio.

—¿Quién vive? —gritó el contramaestre, apuntando con la carabina.

—¡Pombeiros de Ombango! —le respondieron desde la barca.

—¡Adelante!

Dos negros de alta estatura, llevando por todo traje sendos taparrabos de algodón a rayas, saltaron a las rocas y se acercaron a Hurtado, que seguía apuntando con su carabina.

—¡Ah! ¿Sois vosotros, niños míos? —les preguntó al verlos cerca—. Según eso, ¿se velaba en el barracón?

—Sí; los esperábamos, maestro Hurtado —contestó uno de los negros.

—¿Y cómo está Ombango?

—Más gordo cada día.

—De lo cual me alegro —contestó irónicamente el maestro—. ¿Están ya dispuestos los esclavos?

—Sí; están escondidos en el bosque.

—Buena carga, ¿eh?

—Quinientos negros.

—¿Habéis visto algún crucero?

—Sí; hace tres días estuvo uno rondando por la bahía.

—¿Tenéis la seguridad de que no se ha escondido entre el Nazareth y el Ogooué?

—Nuestros espías vigilan las orillas de los dos ríos, y no los han visto.

—Tal vez se hayan alejado.

—Estamos ciertos de ello; pero si estimáis vuestro pellejo, no perdáis tiempo. Ombango está inquieto y deseando dejar la costa.

—Y yo más que él —respondió Hurtado—. Conque corred y decid a vuestro rey que nos despache pronto. ¡Aquí huele a pólvora, y queremos irnos cuanto antes!

—Os advierto que Ombango tiene mucha sed, y no dispone de una sola botella.

—Yo tengo para él muchas. ¡No quedará disgustado el muy bribón! ¡Ea, andad, que dentro de media hora estará aquí el Guadiana!

Los dos negros saltaron desde las rocas a su embarcación, cogieron los remos y se alejaron rápidamente.

Hurtado examinó con calma el horizonte por la parte occidental, utilizando un catalejo que llevaba en bandolera, y después de mover tres o cuatro veces la cabeza, como hombre que no está seguro de una cosa, dijo volviéndose hacia los marineros:

—¡Dadme el espejo!

Los marineros le entregaron el objeto pedido.

El contramaestre miró la luna, que casi estaba encima de él, y volvió hacia ella el espejo, haciendo que los rayos del astro nocturno se reflejaran en el cristal.

Después de algunos minutos, se vio a gran distancia un rayo de luz, que poco a poco esparció en torno una miríada de puntos luminosos.

—¡Adelante, Guadiana! —murmuró Hurtado reprimiendo un suspiro—. ¡Creo que por esta vez la cuerda está lejos de mi cuello!