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Los corsarios de las Bermudas

Capítulo 1: La caza a la corbeta


EL SOL IBA al ocaso entre grises nubarrones, que, hinchados por el viento de poniente, se habían ido extendiendo poco a poco sobre el Atlántico.

Las olas, que reflejaban los últimos fulgores del día, murmuraban, corriendo libremente la extensión inmensa que existe entre las costas americanas y las cuatrocientas Bermudas, islotes colocados en torno de la Gran Bermuda, que es la única isla habitada de aquel gran montón de tierras perdidas en medio del grande Océano oriental.

Dos naves, cubiertas de velas hasta los topes, avanzaban dulcemente empujadas por las olas, que batiendo contra ellas a babor, las alzaban con mesurado murmullo, que sonaba cual la gran poesía de los mares.

El viento de lebeche, bastante fresco, hinchaba las telas, silbando entre centenares y centenares de jarcias y cables y poleas.

Una de dichas naves era una espléndida corbeta, larga y sutil, pero de mucho porte, puesto que de sus bordas salían veinticuatro bocas de cañón, mientras que en el puente y en el ancho castillo de popa había dispuestos en barbeta cuatro gruesas piezas de caza.

Estaba, como hemos dicho, cubierta de velas de un extremo a otro. Las mismas bonetas habían sido desplegadas y tendidas las banderas.

La otra era, en cambio, una barca gruesa, ancha, pesada, de aforo muy inferior a la corbeta que la precedía, con poquísimas piezas de artillería colocadas todas en cubierta.

Ambas naves llevaban, sin embargo, un número considerable de tripulantes, cual si fuesen buques de guerra.

En la corbeta, en lo alto del palo mayor, ondeaba una bandera roja, señal de fuego permanente, a cada hora, a cada instante, contra todos y contra todo; en la barca una bandera listada, blanca y azul y sin estrellas, porque los Estados Unidos no se habían coligado todavía, ni tenían fijas las orgullosas estrellas de la confederación.

Era la hora de la cena.

En la cubierta de la corbeta, ciento cincuenta hombres, de distintas razas, tal vez antiguos filibusteros refugiados en las Bermudas después de la desaparición de los que un tiempo y durante muchos años combatieron ferozmente contra la dominación española en el Golfo de México y hasta en las costas del Perú y del istmo de Panamá, estaban devorando, de pie, la cena, con el envidiable apetito de la gente de mar, que la de tierra ha admirado siempre.

A piernas anchas para mantener el equilibrio que las oleadas del Atlántico, batiendo de cuando en cuando contra los flancos del buque habrían deshecho, y con el plato colocado encima de la gorra, tragaban ávidamente el rancho de bacalao, soñando en la guardia franca.

De pronto parte un grito del palo mayor que les hace estremecer a todos:

—¡Vela a estribor!

Ciento cincuenta voces preguntaban en seguida:

—¿Inglesa?

El gaviero instalado en la cruz del palo mayor calla un momento, pero su voz cae luego más imperiosa sobre la chusma:

—¡Dos velas a sotavento! ¡Nos dan caza!…

En un instante, los platos y el contenido vuelan al mar. Cien hombres se arrojan furiosamente a las paredes del buque, donde están apoyados numerosos arcabuces de larguísima caña, y no pocas carabinas rayadas, de procedencia inglesa, y se arman.

Los otros, en cambio, se arrojan a las baterías, dispuestos a hacer retumbar las veinticuatro piezas de la corbeta.

El segundo de a bordo, un buen mozo de unos treinta años, con poblada barba negra que cubre casi por completo su semblante y dos ojos que despiden rayos, no ha apartado la pipa de sus labios ni interrumpido su paseo por el pequeño puente.

Se ha concretado a volver la cabeza y fijar un momento la vista al lejano horizonte, que iba rápidamente oscureciendo.

Transcurrieron dos o tres minutos y la voz del gaviero repitió desde lo alto:

—¡Nos cazan!… Son dos…

El segundo interrumpió su paseo, se quitó la pipa de la boca, y después de echar al aire una bocanada de humo, preguntó con acento perfectamente tranquilo:

—¿Estás bien seguro de ello, «Petifoque»?

—Sí, míster Howard.

—¿Son fragatas, o buques de alto bordo?

—Aunque anochece con rapidez, paréceme que mejor se trata de dos naves de alto bordo, que de fragatas o corbetas.

—¡Ah, demonio! —balbució míster Howard—. La cosa cambia de aspecto. Es necesario advertir al comandante.

Luego, alzando la voz, gritó:

—¡«Cabeza de Piedra»!…

Un hombre de macizas formas, que podía rivalizar en cuanto a desarrollo físico con un gorila africano, con la barba manchada y erizada como las de ciertas bestias salvajes y la cabeza enormemente gruesa, abandonó dos buenas piezas de caza que había en el castillo de proa, y bajando al combés, exclamó:

—Aquí estoy, míster Howard.

Parecía un verdadero oso gris, tanto por sus formas como por sus pesados movimientos. Pero, ay de aquél que se hubiese tropezado con aquel viejo hijo de la vieja América, la tierra de las piedras y las testas cuadradas de la Bretaña, la tierra aquella que diera siempre a Francia los mejores marinos, quienes al embarcarse, tanto para ir a la pesca del bacalao, como para afrontar al enemigo, dicen: «Navegar, navegar siempre, lo mismo da encima que debajo de las olas».

Y no desembarcan hasta que los achaques o la edad les obligan a tomar tierra en sus dunas de arena eternamente batidas por las formidables olas de la Mancha o del mar de Vizcaya.

Nuestro hombre atravesó la cubierta sin darse mucha prisa, balanceándose cómicamente y subió al puente de mando, quitándose antes de la boca un gran pedazo de tabaco que estaba mascando con cierta voluptuosidad.

—¿Qué se ofrece, mi teniente? —preguntó después de hacerle un saludo militar.

—¿Qué le parece a usted, maestro? —preguntó mirándole con atención míster Howard.

—¿Qué? —preguntó tranquilamente el oso de Bretaña, plantándose sólidamente sobre las macizas piernas, para soportar mejor las oleadas que se sucedían sin interrupción, sacudiendo rabiosamente la corbeta.

—Estas dos naves, que parece nos vienen dando caza.

—Creo, mi teniente, que tenemos veinticuatro buenas piezas y cuatro cañones de plaza colocados en los puentes —contestó el bretón.

—¿Y si fuesen buques de alto bordo?

—Seguramente el asunto sería un poco más difícil, mi teniente, pero tenemos a bordo ciento cincuenta hombres que no temieron nunca a Dios ni al diablo cuanto tuvieron sobre sus cabezas a un valiente como sir William.

—Bien; pero ¿y la barca?

—¡Ah! ella es el punto débil —contestó el bretón—. Verdad es, sin embargo, que con sus ocho piezas reunidas algo podrían hacer; ¡pero la pólvora es tan necesaria a los sitiadores de Boston!

—Conservaremos la nuestra. Tenemos unos dos mil quintales.

—Los cuales, en caso de un combate, constituirán un peligro grave.

—Ya lo sé. Ve a llamar al comandante.

—Estará de mal humor. Desde que el hombre que manda la barca llegó a las Bermudas, el comandante está siempre de mal talante. ¡Ojalá el mar se hubiese tragado a aquel americano!

—Calla. Tú no conoces los secretos de sir William.

—¡Bah! Debe mediar ahí alguna mujer. Que el demonio se las lleve a todas.

En aquel momento, por tercera vez, la voz del gaviero cayó sonora, vibrante, desde la cruz del palo mayor.

—¡Nos estrechan!

«Cabeza de Piedra» lanzó al espacio una mirada escudriñadora.

La luz huía rápidamente y las tinieblas caían en el Océano. Las olas habían tomado el color de tinta.

El bretón alzó los hombros.

—Nos estrechan —dijo—. Es ocasión propicia para acudir al abordaje. Antes de que se levante de nuevo el sol, quién sabe lo que habrá preparado el comandante.

—Ve, «Cabeza de Piedra» —dijo el teniente—. Charlas como las comadres del barrio de Batz.

—Es mi barrio —contestó el bretón, con una sonrisa mezclada con un suspiro —. Siempre en el mar, encima o bajo las olas, y Batz no se encuentra en el mar…

Bajó la escalera con su pesado paso de oso, colocó el trozo de tabaco en el sombrero, ocultándolo debajo del forro, tal vez agujereado adrede, y se dirigió al cuadro, que los muchachos acababan de iluminar.

—¡Diablo seco! —murmuró—. El comandante no estará de fijo de buen humor. Se diría que después de nuestra salida de las Bermudas le han hechizado. Ahí media una mujer, estoy seguro de ello: Mary. ¡Cuántas veces oí brotar de sus labios este nombre! Mary… ¡qué bruja infernal será! Pero a los veinte años recuerdo que me hice a la mar para no romperme los sesos con aquellas brujas, y no me fue mal. Viento duro, luz, sol y azul infinito, que vale más que todos los ojos azules de las muchachas de nuestra pétrea tierra. ¡Bah!… ¡Pobre juventud!…

Bajó la escalera con su pesado paso de oso, que hacía crujir los peldaños, y entró en el cuadro, siempre murmurando y haciendo muecas, según tenía por costumbre.

Salvada la segunda escalera, se detuvo un instante, rascándose, con cierta dificultad, la espesa y casi plateada cabellera.

—¡Por el barrio de Batz! —murmuró—. Estoy seguro de que le encontraré de mal humor.

Avanzó por el pasillo pisando fuertemente y arrastrando sus pies de elefante como para anunciar antes su visita, y empujó luego una puerta.

Un saloncito elegantísimo, a cuyas ventanas, que servían de troneras, había colgadas cortinas de seda azul guarnecidas con encajes de Bruselas, iluminado por un alto candelabro de plata de seis bujías, se ofreció a sus miradas.

En el centro, entre sofás de seda con flores rojas y amarillas, sentado a una mesita de ébano con incrustaciones de nácar y marfil, había un hermoso joven de veintiséis a veintisiete años, de estatura más bien alto que bajo, pálido rostro, ojos azules y barba y cabellos rubios.

En vez de ostentar en su cabeza la blanca peluca, según era costumbre en aquella época, llevaba sueltos los cabellos, que caían sobre sus hombros, como cincuenta años antes, y ligeramente ondulados; y esto le daba un aspecto extraño y gracioso a un tiempo.

Vestía elegantemente, como un caballero de la corte de Versalles o de Westminster. Casaca de paño finísimo de color azul con anchos alamares de oro, pantalón de piel, botas de montar y un tricornio galoneado en la cabeza.

Estaba bebiendo: tenía ante sí una botella y un vaso, que brillaban a la luz de las bujías.

Al ver entrar al contramaestre de la corbeta, el joven, que parecía sumergido en dulcísimo ensueño, experimentó como un ligero sobresalto.

—¡Tú, «Cabeza de Piedra»! —exclamó—. ¿Qué quieres? ¡Qué no pueda yo descansar un momento!… ¿No está en el puente míster Howard?

El contramaestre le lanzó una mirada de compasión y sacudió la cabeza.

Luego dijo:

—Él es quien me envía, sir William.

—¿Es que hay fuego a bordo?

—¡Ah! no, sir.

—¿Entonces…?

—El fuego está precisamente a punto de caernos encima.

—¿En mi corbeta? ¡Ah!

—¡Por el barrio de Batz! El asunto es más grave de lo que usted se figura, capitán; se lo digo yo.

—Habla, «Cabeza de Piedra».

—Hay dos buques que tratan de cercarnos.

—¿Sólo dos?

—Pero no se sabe todavía si son dos fragatas de alto bordo, capitán. La oscuridad nos ha impedido distinguirlas oportunamente.

El comandante tomó un vaso que tenía delante y lo vació lentamente.

Luego preguntó:

—¿Estás bien seguro de que son dos, «Cabeza de Piedra»?

—Ya sabe usted que «Petifoque» tiene la vista larga.

—Prosigue.

—He terminado. Nos dan caza.

Sir William se levantó, dio una vuelta en torno de la mesa, atormentando con la mano izquierda el correaje del pesado sable de abordaje. Luego, deteniéndose de improviso, preguntó:

—¿Son americanos o ingleses?

—¡Por el barrio de Batz!… Los yanquis no tienen buques de alto bordo. Ustedes lo saben mejor que yo. Por lo mismo, es de suponer que dichos buques son realmente ingleses, destacados de alguna escuadra de las Antillas.

—Tienes razón, «Cabeza de Piedra». ¿De manera que toda mi gente está intranquila?

—Encontrarse entre dos buques de alto bordo no debe ser ciertamente nada agradable, mi comandante, por bien armada que esté la corbeta y montada por los últimos corsarios de las Bermudas, que nada tuvieron nunca que envidiar a los del Golfo de México.

—¿Y qué dice míster Howard?

—Ha ordenado simplemente a sus hombres que se preparen para el combate. Su lugarteniente es todo un hombre, se lo aseguro yo.

—Si no lo hubiese sido, no le habría embarcado —contestó el comandante, sonriendo.

Se apoyó en la mesa, cruzándose de brazos, y tras una breve reflexión, preguntó:

—¿Qué haría en mi lugar mi contramaestre, que goza fama de ser un viejo tiburón del Atlántico?

—¡Por el barrio de Batz! Cuidaría de escapar antes que amaneciese —contestó el bretón.

—¿Intentando un rumbo falso?

—Sí, mi comandante.

—¿Y si no lo consiguiese?

—Entonces acudiremos al abordaje como manada de perros rabiosos.

—Veintiocho piezas tal vez contra ciento, y ciento cincuenta hombres atacados por ambas partes, tal vez contra quinientos, sería un juego harto peligroso y por mi parte no tengo por ahora el menor deseo de morir, porque he de ir a Boston —dijo el corsario—. Hay la barca que nos sigue: ése es el escollo. ¡Bah! la hundiremos.

—¡Con sus cien quintales de pólvora! —exclamó el bretón, abriendo los ojos—. Ya sabe usted que los americanos tienen extrema necesidad de municiones.

—Por ahora se contentarán con las que hay encerradas en nuestra bodega. Yo no tengo el poder de Dios. A bordo hay navajas, y no pocas, ¿verdad?

—¿Navajas?… ¿Quiere usted segar con ellas el cuello a los ingleses?

—Además, hay a bordo muchas cajas de vestidos de mujer que tomamos a aquella nave procedente de Belfast y destinados a las lindas cubanas; las hay también llenas de sombreros para señoritas y sombrillas, guantes y abanicos. Con ello tenemos bastante para poner a raya a las dos naves que intentan cazarnos.

—¡Con las navajas, con las faldas, con las sombrillas y con los abanicos! —exclamó el bretón—. ¿Bromea usted, sir William?

El comandante llenó de nuevo el vaso, lo vació con estudiada lentitud y luego prorrumpió en alegre carcajada.

—Será una bellísima broma que me hará ahorrar pólvora, balas y hombres —dijo después—. La barca que se vaya.

—¿Se habrá vuelto loco por la misteriosa Mary? —balbució «Cabeza de Piedra», mirándole con espanto—. ¡Qué lástima!… Un joven audaz, un pez perro formidable como él…

El corsario dejó el vaso, dio otra vuelta en torno de la mesa, y luego, deteniéndose ante el bretón, que no había salido de su asombro todavía, le dijo:

—Haz afilar todas tus navajas y haz caer las barbas y bigotes de todos nuestros hombres. Si necesitas polvos, poseo unas cuantas cajas, que pongo a tu disposición. Luego harás abrir todas las cajas que tomamos al inglés y vestirás a mis hombres como tantas ladies. No olvides los quitasoles, ni los guantes, ni los abanicos, ni los sombreros. Quiero que antes que amanezca esté mi buque cargado de lindas o feas señoritas.

—¡Por el barrio…!

—Deja en paz a Batz y su campanario —repuso el corsario—. ¡Ah! ¡La barca! Mandarás cuatro o cinco lanchas para que conduzcan a su tripulación a nuestra corbeta, luego destrozarás uno de sus bordes y que se llene de agua y se vaya a fondo.

—¿Junto con la pólvora?

—No tendremos tiempo suficiente para trasladarla, mi querido tiburón. Si los ingleses nos sorprendieran al romper el alba, mi broma podría resultar pesada. Por otra parte, hay muchos bigotes y demasiadas barbas que rapar, y, a decir verdad, ocho horas no son muchas que digamos.

—¿Y usted cree, comandante, que a golpes de navaja va a evitar un desastroso combate? —preguntó el bretón.

—Seguramente.

—¡Oh, oh! ¡Ca!…

—¿Lo dudas?

—Casi.

—Tú posees una antigua pipa que aprecias mucho, porque dicen que es de verdadera espuma del Asia Menor.

—La compró mi abuelo en Esmirna hace ciento cincuenta años.

—Muy bien —dijo el comandante —. Si salgo victorioso de mi empresa, me regalarás ese antiguo recuerdo de familia de lobos marinos, y si pierdo, te daré cien guineas, que irás a recoger al fondo del mar después de la batalla, porque el baroncito William MacLellan morirá en el puente de mando, pero no se rendirá. Ve, «Cabeza de Piedra». Dirás a mi segundo que antes que salga el sol mi nave ha de estar llena de ladies y la barca ha de haber desaparecido.

El bretón quedó un instante inmóvil, como atontado, hasta que al fin se decidió a marcharse con su pesado paso, que marcaba, como todos los viejos lobos marinos, ora el balanceo, ora el cabeceo.

Sir William, apenas estuvo solo, volvió a sentarse ante la mesa, apoyando la cabeza en la diestra y atormentando nerviosamente con los dedos sus largos cabellos.

—Mary —murmuró—. ¡Su esposa! ¡Jamás, jamás!… El infame, que lleva también en sus venas la sangre de mi padre, me la ha robado, pero se la volveré a tomar. En Escocia dicen que soy un bastardo; mi hermano dice que lo soy, por ser hijo de otra mujer que no se llamaba lady Anna de los duques de Lorne. ¿Qué culpa tengo yo si mi padre se enamoró de otra mujer que no era inglesa, y con quien no podía casar? Un marqués de Halifax no soy, es verdad. Jorge IV me ha creado noble, y no obstante, escocés, me veo obligado a hacer armas contra Inglaterra. Suceda lo que suceda, yo obtendré de nuevo a Mary, o me matarán dentro de los muros de Boston.

Se llenó el vaso por tercera vez y miró el fondo largo rato.

—Ahí están sus ojos azules brillando en el fondo, sobre la eterna mancha de sangre. ¿Es la sangre de los marqueses de Halifax y de los Lorne, mezclada a la mía? El porvenir me lo dirá. Bebo los ojos y la sangre juntos.

Vació de un sorbo el vaso, se arregló los blondos cabellos ante una gran luna de Venecia que adornaba una de las paredes del salón, tomó de una mesita un par de pistolas, que guardó en el cinto, y subió con presteza la escalera que conducía al puente, murmurando:

—Vamos a ver si los barberos trabajan.