EL VIERNES 24 mayo de 18…, a las tres de la tarde, en el gran salón del Club Femenino, y bajo la inspección del infrascrito notario, se procederá al sorteo de la lotería organizada por cuenta de miss Annie Clayfert, llamada la Soberana del Campo de Oro, que por su belleza no tiene igual entre todas las jóvenes de San Francisco de California.
Por expreso deseo de miss Annie Clayfert, el favorecido por la suerte podrá renunciar al premio si no fuese de su agrado, recibiendo, en cambio, la suma de veinte mil dólares.
¡El viernes 24 de mayo, a las tres de la tarde, todos al gran salón del Club Femenino, donde miss Annie se presentará al público en todo el esplendor di su radiante belleza!
John Davis,
Notario de San Francisco.
Este extraño aviso, fijado en todas las principales fachadas de la reina del Océano Pacífico y en el tronco de los árboles de los jardines públicos, había causado extraordinaria sensación, aun cuando no fuese completamente nuevo el caso de jóvenes casaderas que se pusieran a subasta como un simple objeto del Monte de Piedad.
A decir verdad, semejantes anuncios se han hecho algo raros en aquella grande y populosa ciudad de la Unión Americana del Norte; pero todavía en 1867 eran bastante frecuentes, y muchos matrimonios se efectuaban de este modo.
Sabido es que los americanos no quieren perder el tiempo y que no gustan de la hipocresía inútil. Allí se prefieren los procedimientos rápidos en todos los negocios, incluso en el matrimonio, que para aquellos buenos trabajadores es un negocio como otro cualquiera.
Años atrás no era raro el caso de una miss sin un céntimo o un guapo mozo sin un cuarto que pensaran subastarse, tanto para salir de la miseria del momento como para obtener una buena posición.
Aquellas loterías o subastas solían dar buen resultado. ¿Quién no recuerda a miss Allen, que se puso a subasta en la ciudad de Chicago en 1879, y que fue adjudicada en medio millón, corriendo el peligro de ser esposa de un plantador de las Antillas, negro como el tío Tom y feo como un mono, que había pujado hasta 400 000 pesetas? Fue salvada en el último momento por un blanco, caballeresco y riquísimo, a quien disgustaba que aquella bellísima joven acabase en manos de un negro.
Dio el medio millón por ella, y el matrimonio fue feliz. Pero lo que habla puesto en movimiento a la juventud californiana no era el aviso de la próxima extracción de aquella lotería, sino la persona que recurría a aquel extraño medio para obtener una dote y un marido, que podía ser feo, viejo o jorobado.
Todos conocían a miss Annie Clayfert, joven algo excéntrica, de maravillosa belleza, que cabalgaba por mañana y tarde a través de las más populosas calles de San Francisco, haciéndose admirar por la riqueza y extravagancia de sus tocados y por su incomparable gracia de amazona.
Hasta pocas semanas antes de aparecer aquellos anuncios todos la creían riquísima.
Se decía que su padre poseía minas de oro en el Arizona, y por eso la habían bautizado con el nombre de Soberana del Campo de Oro; el lujo que hasta entonces había desplegado la joven parecía justificar aquellas suposiciones.
Había habitado en uno de los más espléndidos palacios situados en la parte céntrica de la ciudad: había tenido gran número de criados, caballos de gran precio, un pequeño yacht de todo lujo…; y después, en un día lo había vendido todo y se había retirado a la ciudad móvil, a uno de aquellos lindos, pero modestos, carros que forman el suburbio de Cartown, no conservando más que una vieja criada negra y su caballo favorito.
¿Qué le había ocurrido? ¿Qué desgracia había herido a la Soberana del Campo de Oro para precipitarla de la riqueza a la miseria? ¿Qué catástrofe imprevista había destruido las minas que poseía y explotaba su padre en los lejanos territorios del Arizona?
Nadie había podido averiguarlo, porque la joven no se lo había dicho a nadie.
Cuatro días después de haber dejado el palacio y de liquidar cuanto poseía, las paredes de la ciudad estaban cubiertas con aquellos anuncios, y veinte mil billetes, a cinco dólares cada uno, habían sido puestos a la venta y agotados completamente en menos de veinticuatro horas.
Toda la juventud de San Francisco había comprado con verdadero furor, disputándose encarnizadamente los últimos billetes, que se habían cotizado a cincuenta dólares cada uno.
Algunos negros (y no había pocos en San Francisco) los habían comprado también con la esperanza de tener por esposa a aquella bellísima joven que todos admiraban, y hasta se decía que uno de ellos habla adquirido gran cantidad de billetes, gastando en ello algunos miles de dólares.
¿Quién iba a ser el afortunado esposo de la Soberana del Campo de Oro? Esto es lo que todos se preguntaban ansiosamente, porque los admiradores de la joven se contaban por centenares.
En la tarde del 24 de mayo, una enorme y variada multitud se apiñaba en el amplio salón del Club Femenino, puesto a disposición de Annie Clayfert por la presidenta, a fin de que el sorteo pudiera efectuarse en un local cerrado.
La juventud californiana acudió en gran número, y no ella sola; hasta viejos y célibes que poseían una bonita fortuna y esperaban secretamente poner mano en aquella espléndida belleza, acudieron también.
Y no todos eran blancos. También había negros, con sus grandes ojazos de porcelana, lanudos cabellos y los dedos cargados de vistosos anillos; y hasta chinos de lampiñas mejillas, larga coleta caída por la espalda y amplios vestidos de seda teñidos de brillantes colores.
Todos se apretaban y se empujaban para llegar cerca de la plataforma levantada al extremo del salón, en la cual debía aparecer la Soberana del Campo de Oro.
¡Caso extraño! Aquel día todos aquellos americanos no hablaban de Bolsa ni de negocios. Contra costumbre, no se oía preguntar el precio del azúcar, de la harina ni del vino, principales artículos en que consiste la exportación californiana.
Decimos «caso extraño», porque los americanos hasta en sus manifestaciones más vehementes, no se olvidan de sus negocios.
Pueden encontrarse en un funeral, en una boda, en una revista, en cualquier ceremonia, y, sin embargo, se oye siempre hablar de las cotizaciones de Bolsa, de los precios de los géneros alimenticios, entre ellos los de los puercos salados de Chicago.
Si fuera posible dormir y al propio tiempo hablar de negocios, puede afirmarse que aquellos bravos americanos lo harían.
Aquel día, sin embargo, la curiosidad era la vencedora de todo. Nadie hablaba más que de la Soberana del Campo de Oro y de la lotería, apostando con furor a que saldría un número alto o bajo, a que el vencedor sería un americano o un negro, o a que tendría el bigote blanco o la barba negra, etcétera…
Ya la sala estaba completamente llena y la impaciencia comenzaba a apoderarse de aquellos hombres, ordinariamente calmosos, cuando en la plataforma apareció un hombrecillo grueso, casi calvo, cuidadosamente afeitado y vestido de rigurosa etiqueta, seguido por dos negros que llevaban una enorme esfera de alambre casi llena con los números de los billetes.
—¡El notario! ¡El notario! —gritaron de todas partes.
El hombrecillo se quitó el sombrero de copa para saludar al respetable público, y luego dijo:
—Sí, señores; yo soy el notario John Davis, encargado de vigilar la extracción del número para impedir que se cometa cualquier fraude. Represento a la ley, y espero que nadie dudará de mí.
—¡Hurra por John Davis! —gritaron los jóvenes.
El notario con un ademán, reclamó silencio, y después añadió:
—Debo repetiros las condiciones en que miss Clayfert se ha puesto en subasta, aunque figuran en los billetes de la lotería lanzados a la venta.
—¡Las conocemos! —respondieron cien voces.
—Lo sé; pero es una formalidad necesaria —dijo el notario—. Escuchadme, pues. Del acta notarial que está en mi poder resulta:
«1º Que miss Annie Clayfert pertenecerá al poseedor del billete que tenga el número favorecido por la suerte, quienquiera que sea blanco, negro o amarillo, joven o viejo.
2º Que miss Annie Clayfert será su esposa legítima seis meses después del sorteo.
3º Que durante ese tiempo ella tendrá plena libertad de marcharse a cualquier Estado de la Unión Americana, concediendo al futuro marido el derecho de seguirla para poder fiscalizar sus actos.
4º Que el importe de la lotería corresponde exclusivamente a miss Annie Clayfert, la cual podrá disponer de él de la manera que le parezca, sin que el futuro esposo pueda tener sobre dicha suma intervención de ninguna clase.
5º Que en el caso de que el favorecido por la suerte rechazase el premio vivo y prefiriese ponerlo a subasta, no podrá recibir más que veinte mil dólares. Lo demás que se obtenga corresponderá exclusivamente a miss Annie Clayfert».
—Y ahora, señores —exclamó el notario—, he concluido.
—¡Qué salga miss Annie! —gritaron centenares de voces—. ¡Queremos verla!
Un tapiz de damasco que cubría una puerta se levantó en aquel momento, y la Soberana del Campo de Oro, serena y sonriente, se adelantó hasta la mitad de la plataforma, arrancando a los espectadores un grito de admiración.
Miss Annie gozaba realmente de una maravillosa belleza. Era de alta estatura, esbelta: vestía con suma elegancia traje de amazona, de seda azul con bordados de plata y adornos de gran valor.
Su cara era un óvalo perfecto, de tinte ligeramente sonrosado; los ojos, de color azul intenso, brillaban bajo cejas de un arco magnífico; tenía una boca deliciosa, con los labios rojos como el coral, y los cabellos eran rubios como el oro.
Saludó al público con la fusta que llevaba en la mano y le dirigió una graciosa sonrisa, mientras de todas partes salían ¡hurras! estruendosos, acompañados de aplausos.
—¡Hípp! ¡Hurrá por miss Annie! ¡Hurrá por la Soberana del Campo de Oro! ¡hurrá!
Miss Annie daba las gracias inclinando la cabeza.
Parecía estar tranquilísima y nada preocupada por la idea de que la suerte podía darle por esposo un solterón viejo o cualquier honrado plantador negro, o, lo que sería aún peor, algún chino espantoso.
Los hurras y los aplausos duraron un buen cuarto de hora, o sea hasta que el notario hizo sonar fuertemente la campanilla anunciando que él iba a proceder a la extracción del número.
A los gritos ensordecedores sucedió repentinamente y como por encanto un profundo silencio. Se hubiera dicho que las tres o cuatro mil personas que se apiñaban en aquella sala ni siquiera respiraban.
Miss Annie había permanecido tranquila, con los ojos fijos en la esfera que contenía los números; pero su hermoso rostro se puso en aquel momento ligeramente pálido y una leve arruga se dibujó en su frente.
El notario hizo girar la esfera ocho o diez veces, introdujo después una mano a través de la portezuela y tomó un número al azar.
Un vivo movimiento de curiosidad y hasta de ansiedad se produjo. Varios jóvenes se habían encaramado sobre sus asientos para ver mejor.
Miss Annie, inmóvil como una estatua, seguía con los ojos fijos en la esfera. Estaba palidísima.
En medio del profundo silencio que reinaba en la sala, tan profundo que se hubiera oído el vuelo de una mosca, el notario abrió la papeleta, y luego, con voz estridente, gritó:
—¡El ochocientos sesenta y uno!
Un grito de triunfo partió del fondo de la sala, entre las últimas filas de espectadores, seguido casi en el acto de un rugido de rabia y desesperación que salió de la primera fila.
Este segundo grito había sido lanzado por un hombre que estaba en pie sobre una silla a pocos pasos del estrado.
Todos los ojos se fijaron en él, creyendo los espectadores haberse engañado sobre el verdadero tono de aquel grito, e imaginando que aquel joven era el afortunado vencedor.
Era un guapo mozo de veintiocho a treinta años, de estatura más bien alta que baja, con bigote castaño, ojos negrísimos, rasgados en forma de almendra, y con la tez algo bronceada. Iba vestido con extrema elegancia, llevaba una gardenia en el ojal de la americana, y tenía las manos enguantadas.
Hasta miss Annie volvió la vista hacia aquel joven, y un rápido estremecimiento la conmovió.
—¡Él! —murmuró, recobrando en el acto sus sonrosados colores.
El desconocido vaciló y tuvo que apoyarse en la pared inmediata, pálido como un muerto.
Al propio tiempo, en el fondo de la sala, las filas de los espectadores dejaban paso a un hombre que llevaba en alto un billete de aquella lotería, y que gritaba con todas sus fuerzas:
—¡Paso, paso! ¡El ochocientos sesenta y uno!
También era un joven, casi de la misma edad que el otro, tal vez algo más joven, pero desgarbado, de líneas angulosas, con los cabellos rubios y los ojos de color indefinible, entre el gris y el tinte del acero.
En cuanto a su indumentaria, no hacía, por cierto, muy buena figura. Llevaba una chaqueta descolorida por el uso, pantalones demasiado anchos para sus secas piernas y cortos en exceso, y un cuello que en otro tiempo pudo ser blanco, pero en aquel instante no lo era, a pesar de llevar una corbata muy grande de seda rosa descolorida.
—¡Plaza al vencedor! —gritaban los espectadores de las últimas filas.
—¿Es ése el que ha triunfado? —se preguntaban por todas partes, mirando al afortunado.
Unos protestaban, otros reían, y algunos miraban con desprecio a aquel muchacho, que hacía tan mezquina figura junto a la radiante belleza de la joven.
—¡Pobre miss Annie! —decían algunos—. ¡No podía tocarle un marido más feo!
—¡Obliguémosle a que la ponga a subasta! —gritaban otros—. ¡No podemos permitir que caiga en semejantes manos!
El joven pareció que no oía aquellas voces amenazadoras.
Atravesó las filas y se acercó al estrado enseñando el billete, y gritando:
—¡El ochocientos sesenta y uno!
El notario se inclinó hacia él, tomó el billete, lo miró atentamente, y luego dijo:
—Este señor ha vencido; miss Annie Clayfert le pertenece.
La joven no había hecho el menor movimiento ni pronunciado una sola palabra; parecía petrificada.
En la sala brotaban por todas partes gritos de rabia e imprecaciones.
—¡Ponía a subasta, rubito!
—¡Ese bocado no es para ti!
—¡A la puja, a la puja!
El joven, que no había dicho nada, se dirigió a miss Annie, que le miraba con una especie de terror, y le dijo:
—Miss, según los términos del acta notarial firmada por usted, el favorecido por la suerte debe ser dentro de seis meses su marido, y yo me consideraría orgulloso de tener por esposa a la mujer más bella de toda California. Sin embargo, no considerándome digno de tanto honor, por no ser yo guapo, y, además, por no tener fortuna, pues soy un pobre diablo, si no hay nada que a ello se oponga, acepto los veinte mil dólares y la dejo a usted libre. Usted, hermosa como es, podrá encontrar un joven más digno que yo, y, además, rico.
—¿Así, pues, la pone usted a la puja? —preguntó el notario.
—Desde luego, si miss Annie no se opone.
—¡Gracias, señor! —dijo la joven sonriendo—. Dígame su nombre.
—Harry Blunt, un pobre hombre, escritor de profesión, que se desayuna dos o tres meses de los doce del año.
El público, que poco antes se había declarado en abierta hostilidad contra el joven, prorrumpió en un hurra estrepitoso.
—¡Bravo, Harry! ¡Eres un buen muchacho! ¡Hip y hurra por Harry Blunt!
—Esta noche, a las ocho, pase usted por mi estudio a recoger los veinte mil dólares que le corresponden —dijo el notario.
—¡Y que me servirán para realizar mi antiguo ensueño de ir a buscar aventuras en el territorio indio! —gritó Harry con acento de triunfo.
—¡La puja! ¡Comience la puja! —vociferaban los espectadores.
Reclamó silencio el notario, y después, elevando la voz, dijo:
—Miss Annie Clayfert se pone a subasta por veinte mil dólares. ¡Adelante con las ofertas!
Apenas había pronunciado aquellas palabras, cuando se oyó una voz sonora que gritó:
—¡Veinticinco mil dólares!
Era el otro joven moreno, el que había lanzado el rugido de rabia cuando oyó al notario anunciar el número 861.
Ya no estaba pálido y se mantenía erguido sobre la silla, con los ojos inflamados y fijos en la joven.
—¡Treinta mil! —gritó un viejo de unos sesenta años que parecía un pastor anglicano.
—¡Treinta y cinco mil! —respondió el joven.
Durante cuatro o cinco minutos las ofertas se multiplicaron, subiendo hasta cuarenta mil dólares. Varios jóvenes habían tomado parte en la puja, hasta que el joven moreno subió de un solo golpe otros diez mil. Entonces reinó un profundo silencio en la sala.
La Soberanía del Campo de Oro era una mujer de sin par belleza; pero 250 000 pesetas representaban una hermosísima suma. Aquella cifra había enfriado el entusiasmo de los circunstantes.
Ya parecía que ninguno iba a atreverse a aumentarla, cuando una voz tonante y desagradable rompió de improviso aquel silencio, gritando en mal inglés:
—¡Ofrezco sesenta mil dólares!
Aquello produjo el efecto de un rayo; todos se volvieron para ver quién era el loco que subía el precio, ya enorme, a trescientas mil pesetas.
Un grito de estupor, seguido pronto de una serie de exclamaciones, partió de todas las bocas; luego se produjo en la multitud un movimiento de borrasca. Todos se apartaban de aquel postor de última hora, haciendo gestos de indignación, como si huyeran de un apestado.
La propia miss Annie había hecho un gesto de desagrado, y había lanzado al joven una mirada de pánico, como diciéndole:
—¡Sálvame usted!