UN TRUENO ESPANTOSO, que parecía que iba a derrumbarlo todo, seguido de un relámpago deslumbrador, había hecho conmover las inseguras bóvedas de la antigua pagoda Tang-Ki.
La campana, suspendida en lo alto de la pirámide, que ni el tiempo ni los huracanes habían destruido todavía, a pesar de que contaba ya con más de seis siglos de existencia, produjo un sonido broncíneo, semejante al lamento de un moribundo.
Siguieron después mil extraños rumores, como si una muchedumbre de almas en pena se complaciese en recorrer las desiertas galerías del Monasterio de los bonzos. Retemblaban las paredes, oscilaban, las gigantescas linternas que aún pendían de las bóvedas, golpeaban las pesadas puertas de madera de teca, abriéndose y cerrándose con estrépito.
Gemían los armazones de las pirámides con incesante lamento, mientras ráfagas impetuosas de viento entraban, por las puertas abiertas de la pagoda, arrojando al interior montones de hojas arrebatadas a los bosques vecinos, las cuales rodaban por el pavimento brillante, con un rumor que daba escalofríos.
Sai-Sing se había acurrucado a los pies de Thuy Tinh, el dios marino de los tonkineses, cuya estatua, aún blanca, se erguía en medio de la pagoda agigantándose en la oscuridad. Vivo terror se había dibujado en las graciosas facciones de la muchacha y su rostro de color casi alabastrino, se había tornado lívido.
—Tengo miedo —murmuró, envolviéndose apretadamente en su amplio manto de seda blanca—. ¿Oyes, Man-Sciú?
Una forma humana, que estaba echada en tierra junto a la estatua del Espíritu Marino, se levantó, dejando oír una carcajada burlona.
—¿La Perla del Río Rojo tiene miedo? —preguntó con voz estridente—. ¿Para qué, entonces, me hizo venir? ¿Habrá olvidado ya el juramento de vengar el secuestro del valeroso Lin-Kai?
Un relámpago cegador, seguido inmediatamente por un trueno que hace retemblar la antigua pagoda hasta en sus cimientos, había iluminado el color lívido, cadavérico, la inmensa nave del monasterio.
Apareció Man-Sciú en plena luz, en pie delante del ídolo marino, terrible como el huracán que en aquellos momentos rugía fuera.
Si la Perla del Río Rojo era conocida en las tribus tonkinesas por su maravillosa belleza, también lo era Man-Sciú por su horrible fealdad, que le había valido el apodo de la bruja de los bosques. Más que mujer parecía un monstruo capaz de infundir pavor al más sereno. Pequeña, ligera, las piernas torcidas que apenas cubrían las tres camisas de algodón de diversos colores y diferente longitud; con una cabeza enorme rodeada por una áspera cabellera que acaso jamás había conocido el peine; con una boca grande y sin dientes, y con unos ojos negros que brillaban como carbones. No era ciertamente agradable y se comprendía, al verla, el terror que infundía en las aldeas vecinas.
Al resplandor del relámpago la vieja bruja tendió la diestra descarnada hacia la puerta abierta de par en par, y dijo con voz silbante:
—Vendrán, Perla del Río Rojo, y alcanzarás tu venganza, como yo la mía. ¿Qué te da miedo? ¿El huracán, acaso? Ya hace tres días que el gran arco negro apareció y esto, ya sabes que en nuestro país es indicio seguro de tifón.
—¿No oyes esos alaridos, vieja Man-Sciú?
—¿Y qué indican? Es el viento que muge en los subterráneos y que se mete por las galerías.
—¿Y aquel sonido de campana?
—El rayo la hirió.
—Me pareció el último estertor de un moribundo.
—Cuando agonizaba por el filtro rojo que le suministraron los dos jefes de los «Banderas Negras» y «Amarillas», ¿no es verdad, Sai-Sing?
—Calla, Man-Sciú; me das miedo —murmuró la joven refugiándose junto a la estatua del Espíritu Marino.
—¡Miedo, tú, la muchacha más valiente del Tonkín! —exclamó la vieja—. ¿Tú, que, cuando los chinos escalaban la montaña, numerosos como la langosta que devasta nuestros campos, incendiando nuestras aldeas y llevándose prisioneros a los habitantes, empuñaste la valerosa cimitarra de tu padre, igual que un guerrero, y guiaste a los nuestros de victoria en victoria? ¿Tú, que cuando los malditos guerreros, los «Banderas Negras», que Son Tinh, dios de la montaña, confunda para siempre y que trague el infierno, nos asaltaron, subiste al junco de Lin-Kai y los arrojaste de los confines del Río Rojo ahogándose centenares y centenares en el mar? ¿Qué viniste, pues, a hacer aquí? ¿Olvidaste el amor del desgraciado Lin-Kai? ¿Olvidaste ya que él, enloquecido por el filtro atroz de los «Banderas Negras», acaso ya no pueda recuperar nunca la razón? ¿Y que se encuentra en manos de Sun-Pao y de Kin-Lung?
Al oír aquellas palabras, Sai-Sing se alzó con un salto de tigre joven, con las facciones horriblemente contraídas por una risa espantosa. Sus ojos hermosos se encendieron de improviso con súbita llamarada, y por aquel rostro, fresco como una rosa, pasó un, estremecimiento.
—¡Sun-Pao y Kin-Lung! —exclamó con odio—. ¡Malditos sean! Se llevó una mano al corazón como si comprimiera un dolor secreto, después se dejó caer bruscamente en las gradas de la estatua, como si le hubiesen abandonado de pronto las fuerzas, y murmuró lastimeramente:
—No, no me he olvidado de Lin-Kai.
La vieja permaneció algunos minutos silenciosa, oyendo los rugidos del viento y el retumbar de los rayos, y después continuó con voz lenta como hablando consigo misma:
—Sí, vendrán, porque ambos juraron que sería suya la Perla del Río Rojo y se la disputarán con encarnizamiento que costará a los «Banderas Negras» y «Amarillas» torrentes de sangre. Sun-Pao es valeroso. Kin-Lung es fuerte como un toro y se odiarán como odian los tigres a los caimanes; pero si supieran la verdad tendrían que amarse. La vieja Man-Sciú no hará traición al secreto del tha-ybu más que en último momento, cuando haya sido vengada.
Aquellas palabras, aunque pronunciadas en voz baja y en medio del fragor del huracán, no pasaron inadvertidas a los oídos de la Perla del Río Rojo.
—¿De qué secreto hablas, Man-Sciú? —preguntó.
La vieja sonrió o, mejor dicho, hizo una mueca y después añadió con voz sorda:
—No llegó aún el momento de hablar, Perla del Río Rojo. Sólo la vieja Man-Sciú conservará el secreto, bien guardado en el fondo del corazón, porque pertenece al tha-ybu.
—Dime, por lo menos, por qué odias a los dos jefes de los «Banderas Negras» y «Amarillas». Yo tengo un motivo. ¿Y tú? Me robaron a Lin-Kai, le hicieron beber el veneno rojo que hace enloquecer y se lo llevaron lejos… Pero ¿y tú…?
La vieja se levantó frente a la joven. Su rostro se arrugó más aún y sus ojuelos negros como carbones brillaron como sí dentro ardiese una llama.
—Mi odio es igual al tuyo —dijo apretando los dientes—. Si no fuese así, ¿habría Man-Sciú unido su suerte a la tuya? ¿Habría enviado un hijo a las órdenes de los jefes de los «Banderas Negras» y «Amarillas» para espiar los proyectos de ambos? ¿Los habría colocado uno frente al otro?
—Explícame tu odio.
Man-Sciú, en vez de contestar, se colocó en pie frente a la amplia puerta de la pagoda abierta y por la cual entraban, impulsados por el viento irresistible, bocanadas de agua y montones de hojas y de ramas, arrancadas a los bosques vecinos por la furia del huracán. La tempestad parecía en aquellos momentos redoblar su furia. Fuera, los relámpagos se sucedían, sin interrupción, iluminando siniestramente la noche y estallaban los truenos con creciente fragor, como si mil piezas de artillería hubieran sido disparadas al mismo tiempo entre los negros nubarrones que cubrían el cielo.
Los bosques que rodeaban la pagoda rugían tumultuosamente. Las hojas inmensas de los plátanos caían tronchadas como si, de vez en cuando, una hoz gigantesca hiriese la hermosa planta. Los árboles dragones oscilaban con sus troncos delgados y elásticos, tocando al suelo; las arecas caían arrastrando tras sí numerosos montones de lianas y de festones de pimientos silvestres. Sólo la teca, de tronco enorme, de madera incombustible y dura como hierro, desafiaba el huracán, que no podía arrancar al coloso la menor vibración.
Por los aires, revueltos por la tormenta, rodaban ramas, racimos de plátanos y de arecas, piñas y hasta algunas frutas enormes, que los tonkineses llaman myte, y a veces, pesan cien libras, y que fueron con razón llamadas las mayores del mundo.
La vieja, inclinó la cabeza y murmuró con inquietud:
—¿Podrá venir? Sin embargo, me ha mandado a decir que le espere y que se adelantará algunas horas a los jefes de los «Banderas Negras» y «Amarillas». Sai-Sing ha encendido sus corazones y vendrán a disputársela. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Cómo se va a reír la vieja Man-Sciú!
Volvió cerca de la estatua del ídolo marino, pegándose a las paredes de la pagoda para resistir mejor los poderosos embates del viento y se colocó al lado de la Perla del Río Rojo.
—¿Viene? —preguntó la joven tonkinesa, con ansiedad.
—Aún no —contestó Man-Sciú—. Es peligroso atravesar el bosque cuando sopla el vendaval, y se expone el que lo hace a quedar sepultado bajo un tronco. Se habrá refugiado en alguna choza y esperará a que el temporal amaine. Siempre ha de llegar a tiempo, puedes estar segura, Perla del Río Rojo. El mar estará muy revuelto y probablemente los juncos de los dos capitanes no habrán podido llegar a las bocas del Sieng.
Se envolvió en el manto de gruesa y oscura tela que la cubría enteramente y después, con los ojos muy abiertos, mirando fijamente ante sí, continuó con voz estridente:
—Hasta hoy ignoraste por qué Man-Sciú odia a muerte a los jefes de los «Banderas Negras» y «Amarillas»; por qué te había pedido que uniésemos nuestras suertes, y por qué te había ofrecido ayudar a que rescatases al valeroso Lin-Kai. ¿Sabes, ante todo, por qué te robaron al hombre que te amaba y que había jurado hacerte feliz?
—Porque Sun-Pao y Kin-Lung tenían celos de su popularidad y de su valor, y para vengarse por haberles derrotado y arrojado otra vez a los mares con su invencible cimitarra.
—Estás equivocada —replicó Man-Sciú.
—¿Qué dices?
—Que otra causa impulsó a los dos hombres a arrebatarte a tu prometido.
—¿Cuál, Man-Sciú? —preguntó la Perla del Río Rojo temblando.
—Cuando tú, junto a Lin-Kai, combatías desesperadamente contra los piratas que devastaban las tierras de nuestra Patria, los ojos de Sun-Pao y de Kin-Lung se fijaron en tu rostro. La fama de tu belleza y de tu valor había atravesado los mares y había llegado a las islas habitadas por los «Banderas Negras» y «Amarillas», y un deseo irresistible de verte y de conquistarte se apoderó del corazón de los dos formidables jefes.
—¿Cómo lo sabes, Man-Sciú? —preguntó la joven son asombro.
—Sé esto y mucho más —contestó la vieja—. Para apoderarse de ti, aquellos piratas se atrevieron a desembarcar en nuestro suelo llevándolo todo a sangre y fuego, y no únicamente por el deseo de alcanzar botín. Cuando te vieron al frente de los montañeses de tu padre y de las bandas de Lin-Kai combatir como una diosa de la guerra, y derrotar sus hordas, su pasión, en vez de convertirse en odio, aumentó más aún y hoy Sun-Pao y Kin-Lung, para poseerte, están dispuestos a renovar su tentativa.
—Pero ahora vienen como amigos y sus lanzu me han jurado por Buda que no tendré nada que temer.
—Y fingirás aceptar sus ofrecimientos si quieres salvar a Lin-Kai.
—¿Y tendré que escoger entre uno u otro?
—Uno u otro.
—¿Ignoran, pues, que les odio y que sé que dieron el filtro rojo a Lin-Kai, al hombre que amé inmensamente y que lloraré mientras viva?
—Creen que lo ignoras.
—¡Miserables! —exclamó Sai-Sing con voz terrible.
—Lin-Kai era un rival peligroso; sabían que en otro tiempo había conquistado por completo el corazón de la Perla del Río Rojo y te lo robaron y le hicieron beber el filtro que, después de proporcionar dolores espantosos, embrutece y envilece por completo.
—¡Infames! —exclamó la Perla, mientras sus ojos se cubrían de lágrimas—. ¡Y se atreven a venir! ¡Adiós, Man-Sciú! Voy a buscar a mis montañeses.
—¿Qué quiere hacer la Perla del Río Rojo? Diste palabra de recibirles en esta pagoda.
—Voy a preparar a los miserables una emboscada para destrozarlos.
—¡Muchacha! —exclamó la vieja—. ¿Olvidas que Lin-Kai se encuentra en sus manos? Si matas a los dos jefes, seguramente mañana matarán también al hombre que amaste y que siempre lloras.
Sai-Sing, que se había levantado, volvió a caer otra vez sobre las gradas de la estatua del Espíritu Marino, prorrumpiendo en un sordo gemido.
—¿Qué hacer, Man-Sciú? —preguntó.
—Ante todo, esperar a Ong.
—¿Y después?
—Dejar que lleguen los dos jefes.
—¿Y a cuál debo escoger?
—Por ahora, a ninguno. Confiarás la decisión a su tha-ybu y les obligarás a que te lleven a sus islas. Cuando estemos allí te diré lo que tienes que hacer.
—¡Yo, a las islas!
—Allí condujeron a Lin-Kai —dijo la vieja—; allí debes ir, si quieres salvarle.
Después, acercándose, y colocando sus labios muy cerca del oído de Sai-Sing, le murmuró algunas palabras. La muchacha hizo con la cabeza un signo afirmativo.
—Sí —dijo después—. Recuperaré a Lin-Kai y tendré las cabezas de los dos jefes. Lo juro por Buda y por este Espíritu Marino que me mira.
En aquel momento, en lontananza, se oyó un disparo de fusil con el estruendo de los truenos.
Man-Sciú se puso en pie.
—Es Ong que llega —dijo—. Mi hijo cumplió su palabra.
Se dirigió a la puerta, resguardándose detrás de una estatua de Guanyin, la diosa de la misericordia, y miró hacia el bosque.
Los relámpagos, que se sucedían sin cesar, sin darse tregua, permitían ver, como si ardiesen mil antorchas, la explanada, en la cual se alzaba la antigua pagoda.
Un hombre, montado en un caballo pequeño, que chorreaba agua y espuma a un tiempo, salió del bosque y se dirigió velozmente hacia el templo.
Cuando estuvo cerca de la escalinata saltó a tierra sin usar los estribos de madera y entró prestamente, dejando un reguero de agua.
Ong se asemejaba a su madre, sin ser tan feo. Era un hombrecillo de cinco pies escasos, con la cabeza grande, piel de color azafranado, ojillos negrísimos cortados oblicuamente, labios prominentes y nariz chata, sin ser tan aplastada como la de los negros.
El cuerpo, sin embargo, estaba proporcionado, tenía espalda cuadrada y brazos musculosos que revelaban una fuerza poco común.
Tan pronto como entró en la pagoda, arrojó el manto de tela, empapado en agua, enseñando su almilla de grandes mangas de tela, pero de color amarillento, sujeta al cuerpo por un cinturón de piel de mono, del que pendía un largo cuchillo de punta redonda, que suelen llevar los tonkineses y que no dejan ni cuando están durmiendo.
—Aquí estoy, madre —dijo—. Veinte veces corrí el peligro de quedar aplastado por los árboles que el viento abatía a mí paso o de ser herido por el rayo; sin embargo, como ves, he venido, confiando en la protección de Buda y del Espíritu Marino.
—Eres un mozo valiente —repuso la vieja con voz cariñosa y mirándole con orgullo—. Eres digno hijo de tu padre, del fuerte Cantubí.
Al oír nombrar a su padre, el rostro de Ong se impregnó, de pronto, de dolor profundo.
—¿Por qué me hablas siempre de aquel hombre que no conocí nunca y que, sin embargo, tú lloras siempre, madre? —preguntó con tono de reproche—. ¿Quieres abrir continuamente tu herida?
—Tienes razón —dijo la vieja.
Le cogió por una mano y le condujo hasta la estatua del Espíritu Marino. Al ver a la Perla del Río Rojo, Ong se puso palidísimo y después cayó de rodillas ante ella, diciendo con voz conmovida:
—Aquí está tu esclavo, Sai-Sing. Cumplí mi promesa. ¿Estás contenta?
—¿Por qué viniste con este tiempo horrible, Ong? —preguntó la muchacha con voz armoniosa—. Pudiste haber quedado enterrado en medio de los bosques.
—Por la Perla del Río Rojo hubiera atravesado las montañas, los desiertos y los mares —dijo el tonkinés suspirando—. ¿Quién no haría igual por ver sonreír a la joven más bella de nuestra tierra?
—¿Le viste? —preguntó Sai-Sing, apretándole fuertemente la mano.
—Sí.
—¿Vive aún?
—No se atreven a matarle porque creen que ignoras todavía que son los verdaderos autores del secuestro: temen tu odio.
—¡Háblame! ¡Háblame de él! —gritó la doncella.
Ong miró a su madre, como para preguntarla si debía hablar.
—Cuéntalo todo —dijo la vieja—. La Perla del Río Rojo es fuerte como un guerrero de nuestras montañas.
—El filtro rojo de los «Banderas Negras» le ha enloquecido —dijo Ong con voz vacilante.
—¿Quién, se lo hizo beber? —preguntó Sai-Sing con angustia.
—Sun-Pao.
—¿Y Kin-Lung?
—Sujetaba fuertemente a tu prometido.
—¿Y después?
—Lin-Kai comenzó al principio a sonreír, una vez hubo bebido el frasco. Me encontraba yo entre aquellos bandidos que habían formado círculo alrededor del desgraciado. Las sonrisas fueron convirtiéndose poco a poco en gemidos. Después vi en su rostro expresar los sentimientos más espantosos. Rugía como una fiera por el dolor que a cada momento era más intolerable, llenando el bosque de horribles clamores y se retorcía sor el suelo, mordiendo la hierba y bañándola con espuma sanguinolenta. Jamás había visto, hasta entonces, sufrir tanto a ningún hombre. Aquellas convulsiones fueron menos fuertes, después cesaron por completo y el desgraciado joven quedó tieso, rígido, como un cadáver. Parecía que le habían matado, pero al día siguiente le vi sentado en lo alto de una roca, con la cabeza apoyada en las manos y la mirada baja. Estaba loco, completamente loco, y estoy seguro de que no se acordaba de ti, y ya sabes cuánto te amaba aquel valiente.
Sai-Sing había escuchado aquella conmovedora narración, con las manos apretando el corazón, muda, anhelante, pálida como una muerta. Cuando Ong acabó, un torrente de llanto cubrió sus últimas palabras.
—¡Miserables! ¡Miserables! —exclamó la joven con sollozos desgarradores.
La vieja se levantó y, poniéndola una mano sobre el hombro, la dijo con voz estridente:
—Le vengaremos, Perla del Río Rojo, y yo te proporcionaré el filtro que curará la locura de Lin-Kai.
Se volvió a Ong que miraba a la doncella con ojos llorosos y le preguntó:
—¿Vienen?
—Sí; zarparon de las islas anoche y llegaron a la bocana del río hace una hora.
—¿Cómo pudiste adelantarles?
—Abandonando las islas primero que ellos en una canoa, antes que la tempestad se desencadenase. Tien, al que dije que tenía grandes deseos de llegar cuanto antes a mi pueblo, me proporcionó un caballo y he galopado sin descanso.
—¿Y vienen a ofrecer su mano a la Perla del Río Rojo?
—Ya sabes que la aman. Y, además, ¿no vinieron sus lanzu?
—Sí; ayer les dimos cita aquí. ¿Se odian los dos capitanes?
—A muerte.
—¿Y se la disputarán a golpes de cimitarra?
—Los dos se hicieron acompañar por los guerreros más valerosos de las tribus respectivas y combatirán entre sí, si Sai-Sing se decide por uno o por otro.
—¡Que se exterminen entre sí aquellos bandidos! —gritó la vieja—. Pero después, en las islas; aquí, no. ¿Sospechan algo de ti?
—No, madre. Para ellos soy un «Bandera Negra».
—¡Y se atreven a venir aquí, después de haber hecho beber el filtro a Lin-Kai!
—¡Ten prudencia, madre! Son capaces de todo y tiemblo por la Perla del Río Rojo.
—Sai-Sing sabe lo que debe hacer. Continúa aquí mientras voy al encuentro de los jefes. Les guiaré yo a la pagoda.
Se arrimó a Sai-Sing, que sollozaba, y la dijo:
—Ten cuidado de no dejar escapar el más leve gesto que pueda traicionarte. Si tuvieran la menor sospecha de que sabías que ellos fueron los secuestradores de Lin-Kai, perderías la única ocasión que tienes de salvar al hombre que amas. Ponte en guardia. De todos modos, no te dejaré y ellos temen los maleficios de la vieja Man-Sciú.
Dicho esto salió, mientras Ong se sentaba al lado de la doncella.