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La Montaña de Luz

Capítulo 1: El asalto de la pantera


UNA MUY CALUROSA tarde de julio de 1843, un enorme elefante, que podía competir por su estatura gigantesca con sus congéneres del África central, trepaba fatigosamente los últimos escalones del inmenso altiplano de Panna, uno de los más salvajes y al mismo tiempo más pintorescos de la India central.

Como todos los paquidermos indostánicos, que solamente los ricos y potentados pueden mantener, llevaba sobre su dorso una amplia gualdrapa azul, con bordes rojos, largos colgantes en las enormes orejas, una placa de metal dorado protegiéndole la frente, y anchas cinchas destinadas a sostener el howdah, esa especie de casilla que puede contener unas seis personas cómodamente ubicadas.

Tres hombres montaban al coloso: primero su mahout, o sea conductor, que se mantenía a caballo sobre el robusto pescuezo del animal, con las piernas ocultas bajo las gigantescas orejas, empuñando un pequeño arpón con punta de acero, más atrás, en el interior del howdah, viajaban los pasajeros, que por sus ropas parecían pertenecer a una elevada casta.

Mientras el primero desafiaba los rayos solares con indiferencia completa, los otros dos estaban cómodamente ubicados en sendos cojines de seda dentro de la especie de torrecilla, cubierta por arriba con un toldillo de percal azul y dorado.

El mayor de los dos hombres era un hermoso representante de la raza indostánica, de unos cuarenta años, alto, delgado, musculoso, de anchos hombros y cuyo rostro, tostado por el sol de la India, encuadraba una larga y rizosa barba negra. Sus ojos, de color negro brillante, se distinguían por su viveza y movilidad.

Vestía un amplio dhoti de seda amarilla con adornos rojos, que caía en amplios pliegues, ajustándose en torno a su cintura por medio de una faja roja recamada en oro. Tenía la cabeza envuelta en un pañuelo de daka, especie de tela de algodón que tiene la suavidad y los reflejos de la seda y una trasparencia admirable.

Su compañero, en cambio, no demostraba más de treinta años, y no tenía en absoluto aquel aire señorial que distingue en la India a las castas dominantes.

Era un hombre de baja estatura, con miembros delgadísimos, piel muy bronceada y líneas irregulares que le hacían instantáneamente antipático a la vista. Su rostro estaba surcado por una larga cicatriz que le tornaba más desagradable aún. Además, sus ojos, inquietos y pequeños, parecían esconderse bajo los párpados, como si no quisieran afrontar la luz del Sol, y ofrecían un no sé qué de falso y sospechoso.

Aunque iba vestido como su compañero, no era difícil adivinar que era un miembro de una casta inferior.

Reclinado como un felino en un ángulo del howdah, masticaba con visible satisfacción un trozo de betel, mixtura que se compone de una especie de nuez, hojas de areca, y un poco de cal viva, y que produce una abundante salivación color de rosa fuerte.

Ninguno de los tres hablaba, ni siquiera el mahout, que dejaba marchar elefante sin irritarle con la aijada y sin dirigirle siquiera una de esas amables palabras que los colosos indostanos han aprendido a apreciar.

Sólo de cuando en cuando alargaba una mano para pasarla untada de grasa por la enorme cabeza del paquidermo, impidiendo así que la rugosa piel se escaldase bajo el calor intensísimo del Sol.

El indio de la barba parecía adormecido. De no haberse producido a veces un ligero movimiento en su ceño, hubiera sido fácil creer que el sueño le dominaba. Su cuerpo mantenía una absoluta inmovilidad.

En cuanto al otro, parecía completamente absorto en masticar su betel y en lanzar fuera del howdah frecuentes salivazos como sanguinolentos.

Entre tanto el paquidermo redoblaba sus esfuerzos para trepar aquellas erizadas pendientes. Bufaba, jadeaba con fuerza, agitaba la trompa aspirando ruidosamente el aire y probaba con mucho cuidado la tierra que pisaba, por temor de rodar.

Los ghats de Panna son muy difíciles de recorrer, no sólo por sus pendientes violentísimas, sino por la mala conservación de los senderos, de los cuales sólo merece el nombre de camino el que se dirige hacia la carretera de Marwa Ghat, única transitable en el país, y eso no siempre.

Todo el terreno asciende en forma de escalinata gigantesca, que comienza en el Ken, uno de los principales ríos del Bundelkhand oriental, que nace en el rango de Kaimur, y que derrama sus aguas en el Yamuna después de recorrer ciento cincuenta kilómetros.

Los bosques se cuentan a millares en el país, ricos todos en altísimos árboles, como los inmensos árboles de teca, que elevan sus ramas a una altura de sesenta o más metros, colosales plátanos, enormes mahwa, mangiferas y tulipíferos que se alzan sobre un césped tupidísimo esmaltado de flores doradas y purpureas.

A pesar de la enorme cantidad de obstáculos que se interponían bajo sus colosales patas, el elefante continuaba ascendiendo intrépidamente y multiplicaba sus esfuerzos, ansioso por llegar a las florestas que cubrían la parte superior del altiplano, donde podría gozar de un poco de sombra.

Ya había alcanzado los primeros árboles, cuando se paró bruscamente, lanzando un sordo gruñido y mostrándose inquieto.

El mahout, sorprendido por aquella repentina parada, alzó el arpón, diciendo:

—Adelante, Bangavady…

El elefante, en lugar de obedecer aquella orden, dio algunos pasos hacia atrás, arrollando prudentemente la trompa entre sus largos colmillos.

El indio de la barba, sobresaltado por aquel movimiento repentino, que imprimió una violenta sacudida al howdah, abrió los ojos, diciendo:

—¿Qué ocurre, Bandhara?

—No lo sé… —contestó el mahout—. Parece que Bangavady ha olfateado algún peligro y por eso se niega a avanzar.

—¿Serán los dacoitas? —inquirió el otro hombre escupiendo el betel que masticaba—. Ya estamos en el país de esos bribones…

—¿Te refieres a la secta de envenenadores? —le preguntó su compañero.

—Sí, Indri…

—¿Y piensas que habitan estos lugares, Dhundia?

—Viven en los bosques y altiplanos del Bundelkhand.

—Pero ya no debemos estar lejos de Panna.

—No importa. Esos criminales a menudo se emboscan en los sitios más transitados para cometer sus fechorías. ¡En guardia, Indri! Para ellos es un mérito asesinar a los desdichados que caen en sus manos

—Tenemos nuestras carabinas y nos defenderemos —contestó el indio de la barba—. Nunca hay temido a nadie.

—Excepción hecha del maharajá de Baroda —dijo Dhundia con acento levemente burlón.

—¡Calla! —contesto Indri con acento imperioso—. Tú has recibido la orden de acompañarme, y no de...

—Y de aconsejarte.

—¡Sea; pero calla ahora! Bangavady ha olfateado un enemigo; no discutamos y pensemos en armarnos.

El indio se agachó, sacando una magnífica carabina con caño arabescado, incrustada con plata y madreperla.

—Bandhara —dijo, dirigiéndose hacia el mahout, que escrutaba atentamente la entrada del bosque, separada de ellos unos cincuenta pasos—. Apresura a Bangavady.

—Probaré, señor.

—¿Crees que el peligro provenga de hombres o de animales?

—En estas regiones no son raros ni tigres ni panteras, amo.

—Sin embargo mi amigo Toby habita estos altiplanos y no debería haber dejado muchas fieras con vida —murmuró Indri.

Luego se volvió hacia su acompañante:

—¿Estás pronto, Dhundia?

—Mi carabina y mi pistola están cargadas.

—Veamos quien osa cerrar el paso a mi elefante.

Bandhara, como verdadero mahout que conocía a su animal, había comenzado a acariciar a Bangavady, susurrándole al oído palabras cariñosas, a las que el inteligente paquidermo parecía considerar hasta el extremo.

El elefante desenvolvió la trompa y comenzó a menear la cabeza; luego bufó repetidas veces, y por fin reinició el camino, pisando con extremadas precauciones y mirando a diestra y siniestra y berreando suavemente.

Si Bangavady, uno de los mejores elefantes del maharajá de Baroda, habituado a combatir en los anfiteatros de aquel poderoso príncipe y a enfrentar al mismo tigre en sus ataques, se mostraba tan lleno de precauciones, era porque había olfateado algo realmente peligroso.

Indri, erguido, en la parte delantera del howdah, con la carabina en la diestra, observaba el margen de la foresta formado por árboles de pipal de enormes troncos y hojas espesísimas, en las cuales se enredaban los kalam, hierbas duras y fuertes que alcanzan una altura de quince pies y que sirven de admirable refugio a las fieras.

Aunque estaba seguro de hallarse ante un peligro inminente, el indio conservaba una sangre fría admirable. Su compañero tampoco demostraba el más mínimo temor, y se había metido en la boca un nuevo trozo de betel, sin tomarse siquiera el trabajo de armar la carabina.

Casi al llegar junto al primer grupo de kalam, el elefante se paró de nuevo, alzando nuevamente la trompa.

—Adelante… —le dijo el mahout después de haber mirado a Indri.

En vez de obedecerle, el elefante se plantó sólidamente sobre sus cuatro patas, y lanzó un sonoro berrido.

—¿Ves algo? —inquirió Indri.

—No, señor.

—¿No se han movido los kalam?

—Están perfectamente inmóviles.

—¿Qué clase de animal puede hallarse allí emboscado? Trata de sentir su olor, Bandhara…

El mahout se inclinó sobre la cabeza del elefante y olfateó en derredor.

—Nada —dijo por fin.

—Si se trata de un tigre el viento nos habría traído su olor salvaje e inconfundible… —murmuró Indri—. ¿Qué dices tú, Dhundia?

—Que Bangavady comienza a fastidiarme.

—Haz un disparo entre la maleza…

Dhundia tomó la carabina con bastante mala voluntad, apuntó al azar y disparó entre las altas hierbas.

La detonación acababa de extinguirse cuando en medio de los kalam se alzó un grito ronco, sofocado.

—¡El rugido de una pantera, amo! —exclamó alarmado el mahout.

—Sí… Bangavady no se había equivocado.

—Nunca hubiera supuesto qué encontraríamos panteras aquí —dijo Dhundia, que parecía haber perdido gran parte de su sangre fría.

—Hay más de las que puedes imaginar. Y ya que se supone que venimos para exterminar a las bestias, feroces, nada mejor que comenzar aquí mismo —le contestó Indri.

—Servirá para ocultar mejor nuestros planes —añadió Dhundia.

—Y disminuir la vigilancia del rajá de Panna. Pero acabemos la conversación y pensemos en la fiera que nos amenaza.

—Amo —dijo en aquel momento el mahout—, deme usted una pica.

—Sí, y obliga al elefante.

—No será necesario. Bangavady va a echar a andar.

Después de haber olfateado nuevamente el aire, el elefante se puso nuevamente en camino abriéndose paso entre altísimas hierbas que le llegaban hasta el pecho.

—Dhundia —dijo Indri—. ¿Has vuelto a cargar tu carabina?

—Estoy preparado para hacer fuego nuevamente.

—Yo estoy seguro de mis disparos.

—Yo también. Mi pulso no tiembla, y…

Un nuevo aullido, ronco, espantoso, resonó entre los kalam interrumpiendo al indio. Luego otro grito semejante le contestó desde otra dirección.

—Son dos —exclamó Indri sin perder su calma—. ¡Ah, si Toby estuviera aquí! Pero pronto lo hallaremos y en Panna se hablará de nosotros.

Bangavady continuaba introduciéndose en la espesura, dando siempre muestras de su profunda inquietud, resoplando ruidosamente y sacudiendo la enorme cabeza. Los elefantes aunque dotados de una fuerza tan prodigiosa que con la trompa derriban árboles, y cuya piel es tan gruesa que no la penetra la bala de un fusil, temen mucho al tigre y a la pantera.

Aunque estén amaestrados en ese género de caza, en ocasiones vuelven la espalda al feroz enemigo, poniendo en gravísimo peligro a los hombres que se encuentran en el howdah.

Bangavady era un elefante valeroso y había hecho su entrenamiento en las junglas de Baroda, matando con sus formidables patas muchos tigres, pero se mostraba cauteloso, y no avanzaba sin alargar su trompa, que retiraba de pronto, poniéndole a salvo entre los colmillos.

—No está muy seguro de sí mismo —comentó Indri, que había notado la excitación del elefante—. Este comportamiento me asombra profundamente. ¿No te parece, Dhundia, que existiría otro peligro?

—No sé qué decir —respondió el indio, que parecía estar de pésimo humor.

—Esas panteras deben de hallarse muy hambrientas.

—Las rampas de Panna no están deshabitadas, y en vez de buscarnos a nosotros, han podido proporcionarse otro alimento.

—¡Atención, Dhundia!

Una forma oscura se había lanzado fuera del kalam, volviendo luego a emboscarse.

Era una de las dos panteras, que posiblemente antes de empeñar lucha quería medir la distancia que la separaba de sus enemigos.

—Sangre fría y ojo seguro —recomendó Indri.

La fiera se había vuelto a ocultar, pero se oía con breves intervalos su ronco rugido.

—Debe sentirse muy hambrienta para osar atacarnos… —agregó el indio—. No creo que esté dispuesta a dejarnos sin haber llevado una presa consigo.

Indri conocía demasiado a las panteras de los altiplanos de la India para equivocarse.

Esas fieras, que son notablemente numerosas en el Indostán, China y Malasia, resultan tan peligrosas o más que el propio tigre. Son algo más pequeñas, pero tienen músculos igualmente poderosos y una agilidad a toda prueba.

Tienen la cabeza algo más gruesa y un poco alargada; el cuerpo, robusto; las patas, cortas y fuertes; y la piel, de color rojo leonado que obscurece por la espalda. Mientras que por el vientre va emblanqueciendo, manchándose a trechos con lunares negruzcos en forma de media luna.

Excelentes trepadoras y muy ágiles en sus saltos, casi siempre consiguen caer sobre sus presas, dejándose deslizar generalmente desde las ramas bajas de los árboles y desapareciendo luego con la víctima escogida entre sus fauces.

No temen al hombre ni al elefante, y se atreven al mismo tempo con entrambos, mostrándose en este caso menos indecisas y más resueltas que los tigres.

Indri, que había matado a más de una, tenía pues mucha razón al mantenerse en guardia, tomando precauciones para no ser sorprendido.

Bangavady, habiendo advertido el sitio donde se ocultaba la pantera en cuestión, reinició valerosamente la marcha, azuzado por el mahout, que no le escatimaba ni golpes de arpón ni palabras afectuosas. Pero el enorme paquidermo continuaba temblando y lanzaba formidables berridos.

No se sentía seguro, y no osaba apartar las hierbas con la trompa, por miedo de desgarrársela con las zarpas de la sanguinaria fiera.

Indri y Dhundia, inclinados con sus carabinas en las manos, miraban los macizos de kalam con la esperanza de descubrir a la fiera y librarse de ella con una buena descarga.

Repentinamente Bangavady se detuvo, apuntando hacia la espesura con sus largos colmillos y poniéndose en guardia.

—Atención… ¡La pantera está por atacar! —gritó el mahout, que conocía las reacciones de su elefante.

Acababa de pronunciar esas palabras, cuando vieron que las hierbas se separaban violentamente, y una gigantesca pantera se dejó caer sobre el testuz del elefante.

De inmediato Indri hizo fuego, mientras que el mahout asestó un furioso golpe de pica contra la fiera.

Aunque doblemente herida, la pantera no abandonó su presa. Dando un zarpazo en la piel del paquidermo la desgarró en dos sangrientos jirones; después dio un segundo salto para eludir el disparo de Dhundia, pasando por encima del howdah y cayendo entre las altas hierbas.

Bangavady, como verdadero elefante amaestrado para aquellas cacerías, giró rápidamente sobre sí mismo, apuntando sus colmillos hacia la bestia.

Indri, viendo que la pantera estaba tomando impulso para volver a saltar, arrojó la carabina descargada para tomar una nueva.

Si bien su movimiento había sido veloz, la fiera consiguió caer sobre el dorso del elefante, mostrando su garganta ensangrentada a los ocupantes del howdah.

En aquel mismo instante Dhundia se había agachado para tomar una pica y estaba a punto de incorporarse. La fiera, viendo bajo sus zarpas la cabeza del indio, estiró una garra.

—¡No te muevas, Dhundia! —gritó Indri.

El indio, que había comprendido el peligro, se dejó caer al fondo del howdah.

Aquel momento fue suficiente: Indri disparó su carabina por segunda vez, hiriendo a quemarropa la cabeza de la pantera.

Bangavady, sintiéndola caer, se volvió sobre sí mismo con la celeridad del relámpago, y con su pata derecha la destrozó contra la rocosa tierra.

—¡Está muerta! —gritó el mahout.

Al mismo tiempo entre los kalam resonó un grito humano desesperado, y luego se escuchó el aullido de la segunda pantera, ese aullido breve y ronco que lanza cuando se deja caer sobre la presa, destrozándola con sus zarpas de acero.