UNA HERMOSA MAÑANA del mes de Mayo de 1858, uno de esos grandes furgones que utilizan los colonos del Cabo de Buena Esperanza y los bóeres del Orange y del Transvaal, verdaderas casas ambulantes, que sirven de albergue durante la noche, se detenía en las orillas de un riachuelo tributario del Orange.
Iba tirado por un par de bueyes guiados por dos robustos negros armados de largas trallas y seguidos por dos hombres blancos, montados en magníficos caballos de pura raza.
Uno de los europeos era un anciano que frisaría en los sesenta años, de cabellos blanquísimos, la barba muy larga, la piel algo bronceada, y defendidos los ojos con gafas negras para resguardarse de los reflejos del sol africano.
Su compañero era un joven rubio, de tez rosada, ojos azules, bastante robusto, a juzgar por sus formas y la anchura de sus hombros, y con barbas no menos crecidas que las de su compañero. Vestían ambos como los colonos del Cabo de Buena Esperanza. Llevaban sombreros de fieltro de alas muy anchas, cazadora y pantalones de gruesa tela azul, polainas muy altas con doble fila de botones y zapatos con espuelas de acero.
Iban armados de cortas y pesadas carabinas, verdaderas armas para la caza de los grandes animales y llevaban pendientes del cinto sendos cuchillos de un pie de largo, asaz puntiagudos.
—¿Nos detenemos aquí, William? —preguntó el viejo, al ver que el carro se detenía.
—Sí, doctor —respondió el joven—. Debemos esperar al jefe de los Griquas, de quien espero saber dónde podremos encontrar esa famosa jirafa blanca.
—¿Sabéis, William, que si conseguís encontrarla, el director del Jardín Zoológico de Berlín os pagará una gruesa suma?
—Sí, veinte mil marcos —respondió el joven sonriendo—. Me lo ha dicho el cónsul alemán del Cabo. Bonita suma; os aseguro, doctor, que haré lo posible por ganarla. No soy más que un pobre cazador sin bienes de fortuna y sin plata depositada en los Bancos del Cabo.
—Y yo estoy dispuesto a ayudaros. Apenas me escribisteis hablándome de ese rarísimo animal, dejé a Dresde sin perder momento para venir a reunirme con vos. ¡Una jirafa blanca! Vale la pena de hacerle emprender un viaje a un naturalista, con tanto mayor motivo si se lo suplicaba el director del Jardín Zoológico de Berlín, mi caro doctor Von Bluck. ¡Oh! Ya encontraremos esa famosa jirafa, si es que realmente existe.
—Si no tuviese la prueba de su existencia, no os hubiera escrito, doctor Skomberg.
—Me tenéis que decir aún dónde ha sido vista y por quién.
—Esperaba que hubiésemos llegado a los lugares donde se encuentra el precioso animal.
—¡Precioso decís!
—Puesto que vale veinte mil marcos, bien se le puede llamar así.
—Es verdad, mi joven amigo —dijo el doctor—. Contadme entonces…
—Después de haber almorzado, doctor. Tengo un hambre canina.
—Y yo de hipopótamo. El aire del África austral me prueba mucho.
—Pues me alegro. ¡Hola! Flok, y tú, Kambusi, preparad nuestro almuerzo, mientras los bueyes pacen por su cuenta.
Los dos negros, que habían desuncido los bueyes, dejándoles en plena libertad, izaron un pequeño toldo de lona blanca, sostenida por cuatro estacas entrelazadas, y descargaron del carro una caja que debía servir de mesa al joven cazador y al doctor sajón.
Algunos minutos después, los dos blancos almorzaban una pierna de antílope y una botella de cerveza, que los dos negros habían puesto a refrescar en agua.
—Mi excelente amigo —dijo el doctor, entre dos bocados—, creo no haber probado jamás tan delicioso almuerzo en Dresde. Nuestros mejores restaurantes nada valen en comparación de un piscolabis hecho en la frontera de la colonia del Cabo.
—No me lo digáis a mí, que desde hace siete años, como, ceno y duermo en estas tierras.
—Pronto comenzasteis vuestra carrera como cazador africano.
—A los veinte años —dijo el joven.
—¿Qué capricho pudo lanzaros tan joven, desde Baviera al Cabo de Buena Esperanza?
—La miseria, doctor. Derroché locamente mi patrimonio y una mañana al despertar, me encontré con sólo mil doscientos marcos en el bolsillo. ¿Qué hacer? La vida se me había hecho molesta y sentí no poseer los conocimientos necesarios para entrar como empleado o viajante en alguna casa de comercio. Con el poco dinero que me quedaba, me embarqué para el Cabo. Se decía que los colonos se hacían allí rápidamente ricos. Fue una desilusión. Entonces me lancé al desierto y me hice cazador, viviendo unas veces entre negros y otras entre los bóeres. ¿Queréis que os sea franco? Nunca me encontré tan bien, y ahora, por nada renunciaría ya a esta vida libre y llena de emociones.
—Y os habéis hecho famoso, querido amigo. En el Cabo se habla mucho de las cacerías que emprende William Becker.
—Exageran, doctor.
—No, mi bravo amigo. Lo dicen los bóeres, que son famosos cazadores, y por lo tanto, debe ser verdad.
—No me habéis visto aún puesto a prueba.
—No faltarán ocasiones —dijo el doctor—. Pero ¿y nuestra jirafa blanca? Ya la había olvidado: decidme, pues, mi excelente amigo, cuándo ha sido vista.
—Os lo voy a contar —dijo el joven cazador.
Vació un vaso de cerveza, encendió la pipa, y después, tendiéndose cómodamente en tierra, prosiguió diciendo:
—Seis meses hace que me hallaba cazando elefantes en las orillas del Koimkibo, un río que atraviesa casi todo el país de los Nàmáquas, cuando algunos cazadores negros vinieron a decirme que habían visto una jirafa toda blanca, que guiaba una numerosa manada de compañeras. La cosa me pareció tan extraordinaria, que no di fe a aquella afirmación. Creí que los negros me habían venido con aquel infundio para sacarme algún dinero. Viendo que no daba crédito a sus palabras, se ofrecieron a enseñármela, a cambio de cuarenta cartuchos de pólvora y una botella de aguardiente. Pronto pude comprobar, que la estupenda nueva era verdad, pues tres días después, en los bosques de Uguk, pude verla por mis ojos.
—¿Estáis seguro de no haberos equivocado, William? —preguntó el doctor.
—La he visto a doscientos metros de mí. Era de alzada gigantesca, toda blanca, como si fuese de nieve, y guiaba una manada de veinticinco o treinta jirafas. Hice fuego y erré el tiro. Más adelante la vi en la llanura de Huini y después en la de Obib, donde perdí sus huellas, al cabo de cuatro meses de obstinada persecución.
—¿Y dónde la vamos a encontrar ahora?
—Os he dicho que espero al jefe de los Griquas. Algunos de sus hombres la han visto hace dos semanas.
—¿Dónde?
—Esto es lo que nos habrá de decir.
—¡Qué fortuna si pudiésemos apoderarnos de tan raro fenómeno! ¡Una jirafa blanca! ¡Un animal que todos los Jardines Zoológicos del mundo envidiarían al de Berlín! —exclamó el doctor.
—La cogeremos, aunque tengamos que seguirla a través de toda el África meridional.
Se disponían ya a levantarse al objeto de poner en orden las cajas que ocupaban gran parte del inmenso carro, cuando los dos negros que vigilaban los bueyes comenzaron a gritar:
—¡Señores!, ¡gente armada!
Los dos alemanes se apresuraron a coger sus carabinas y se lanzaron fuera de la tienda.
En la orilla opuesta del río, en medio de las mimosas que cubrían las márgenes, se veían cuatro negros armados de arcos y azagayas; eran todos altísimos, robustos y llevaban sobre las caderas un tonelete de tela basta y en la cabeza un capote de plumas de avestruz.
Viendo aparecer a los dos blancos, agitaron sus azagayas y luego levantaron en alto un ramo de mimosa, lo cual significaba señal de paz.
—¿Quiénes sois? —preguntó el cazador.
—Hombre del jefe de los Griquas —respondió uno de los cuatro negros.
—¿Dónde está vuestro jefe?
—Está para llegar; preparaos a recibir a nuestro poderoso señor.
—Id a avisarle que le estamos esperando.
—¿Es, entonces, un poderoso monarca? —preguntó el doctor cuando los negros se hubieron alejado.
El joven prorrumpió en una carcajada homérica.
—Todos estos jefes se dan tono de valer más que el Gran Sultán, cuando no pasan de ser unos miserables pordioseros, siempre a vueltas con el hambre. Pronto habéis de ver a ese gran jefe.
—Oigo que tocan unos cuernos.
—Es la respuesta del poderoso jefe —dijo William, echándose a reír.
Se oían, en la otra orilla del río, unos mugidos que parecían emitidos por una manada de búfalos y se iban acercando apresuradamente, acompañados de unos golpes sordos que no tenían nada de agradable.
Poco después, se dejaron ver de nuevo en la orilla opuesta los cuatro negros, seguidos inmediatamente de otros cuatro que soplaban desesperadamente en unos cuernos monstruosos, y otros dos que percutían unos tambores excavados en un tronco de árbol.
Detrás venía el famoso monarca, a horcajadas sobre un vigoroso negro destinado a servirle de caballo.
El poderoso jefe de los Griquas era un viejo de cincuenta a sesenta años, con los cabellos todos blancos, la piel pingosa y escamosa, los ojos legañosos, echado a perder por los vicios y las orgías sobre base de aguardiente.
Llevaba en la cabeza un casco de bombero todo abollado y sobre los hombros una piel de leopardo. Se cubría de medio cuerpo abajo, con unas sayas de mujer, aceitosas, descoloridas, rasgadas en la parte inferior y adornadas con cuentas de vidrio.
Empuñaba fieramente en su diestra una azagaya y en la izquierda llevaba una botella que de vez en cuando acercaba a los labios.
El borrachín necesitaba reforzarse durante el viaje con algún trago de aguardiente o de tafia.
Detrás de él iba su ministro que llevaba como único distintivo un cuerno de rinoceronte colgado del cuello.
—¿Es éste el terrible jefe? —pregunto el doctor, que miraba curiosamente al viejo negro, sentado sobre los robustos hombros de su portante.
—Sí —respondió William, riendo.
—¡Estrafalario tipo, a fe mía! No dejaría de hacer buena figura en un serrallo de monas.
—¡Hombres blancos! —gritó en aquel momento el primer ministro, con voz ronca—. ¡Tributad los honores al poderoso jefe de los Griquas, señor de mil aldeas y amo de las llanuras y los bosques! ¡Ha matado a mil enemigos y tiembla ante él toda el África austral!
—¡Mentecato! —murmuró el cazador—. Tus mil aldeas se reducen a cincuenta chozas de paja. Doctor, saludemos a esos mendigos.
Y en su consecuencia los dos alemanes levantaron en alto sus carabinas y dispararon. El jefe devolvió el saludo agitando su azagaya, y en seguida la pobre comitiva se metió en el río, cuyas aguas estaban muy bajas y ganó la orilla opuesta.
—¡Salud a los hombres blancos! —dijo el jefe, dejándose caer a tierra.
—¡Salud al gran jefe de los Griquas! —respondió William.
—Os esperábamos en nuestra tienda para ofreceros unas copas.
—Los hombres blancos son buenos —añadió el jefe, haciendo un torpe saludo—. No son avaros y regalan siempre que beber a sus amigos negros. ¡Tengo sed, mucha, mucha sed! Me bebería cien galones de aguardiente en veinticuatro horas.
—¡Vitriolo te daría yo! —murmuró William—. ¡Eso te refrescaría el gaznate, viejo bribón!
Llegados bajo la tienda se sentaron sobre algunas cajas que los criados habían traído, y William destapó una botella de ron, llenando tres grandes copas.
La escolta quedaba fuera, devorando ávidamente una cesta de galletas que les habían regalado los dos blancos.
—Veo que mi joven amigo, el gran cazador, no ha faltado a la palabra —dijo el jefe de los Griquas, después de haber vaciado de un solo trago su copa—. Temí que no me esperase.
—El gran cazador no falta nunca a las promesas que hace —respondió William.
—Entonces, échame más bebida.
—Después, mi viejo amigo —respondió el joven cazador—. Has bebido ya demasiado y si continuaras no podría saber lo que deseo de ti.
—Mi lengua está seca como la piel del rinoceronte.
—Más tarde la bañarás con las botellas de tafia que quiero regalarte.
—¿Me darás seis botellas? —exclamó el negro con alegría.
—Tú lo has dicho.
—Añadirás alguna otra cosita. Tu viejo amigo, el poderoso jefe de los Griquas, no tiene ya el pañuelo encarnado que antes le servía de bandera.
—Te daré otro.
—Ni hilo, con que zurcir el manto real.
—Lo tendrás.
—Tampoco tiene…
—Basta ya, o te echo de la tienda y levanto el campo —exclamó el cazador con impaciencia—. Dime dónde has visto la jirafa blanca.
—¿Te corre mucha prisa?
—Deseo tener su cola —respondió el cazador.
—¿Para qué?
—Para hacer un talismán.
—¿Muy precioso?
—No, eso no —se apresuró a decir William—. ¿Dónde se encuentra esta jirafa?
—La he visto la semana pasada, es decir, la han visto mis hombres, en las llanuras de Garugara.
—¿Estaba sola?
—No, guiaba una manada de veinticinco o treinta jirafas —respondió el negro.
—¿Puedo fiarme de ti?
—Lo juro por mis fetiches.
—Si dices la verdad y la mato, te regalo la carne y otras seis botellas de tafia.
—No he mentido.
—¿No la habrá matado nadie en este intermedio?
—Bien sabes que no deja que se le acerque nadie. Todos la han seguido, sin resultado. Y después ¿quieres que te lo diga? Todos le tienen miedo.
—¿Por qué?
—Esa bestia debe tener algún maleficio en su cuerpo.
—Eso mismo me sospechaba yo —dijo irónicamente William—. He oído decir que el hombre que la mate, tiene que morir al cabo de una semana.
El negro hizo un gesto de espanto.
—Advertiré el peligro a mis guerreros.
—Harás bien.
—Y tú, ¿no tienes miedo?:
—Yo soy un hombre blanco.
—Es verdad —dijo el negro—. Un blanco puede matar sin peligro a un animal blanco.
—¿Cuánto distan de aquí las llanuras de Garugara?
—Tres jornadas de marcha.
—Doctor —dijo William—, pronto levantaremos nuestro campo.
—Cuando queráis, mi joven amigo.
—E iremos a hacer salir del cubil a esa maravillosa bestia.
Le fueron regaladas al negro las seis botellas, añadiendo a ellas un pañuelo encarnado, que debía servirle para una nueva bandera; un poco de hilo y agujas, y después, sin más cumplidos, fue despedido.
El jefe, por su parte, una vez obtenidos los regalos, no pensaba más que en volverse a su aldea para vaciar las botellas en compañía del primer ministro y de sus mujeres.
Saludó a los dos generosos blancos expresando su deseo de volverles a ver después que hubiesen muerto a la jirafa. Montó de nuevo en su cabalgadura humana y regresó al río con su escolta y su orquesta, desapareciendo entre los árboles.
Apenas se había perdido de vista, cuando los dos alemanes continuaban su viaje, emprendiendo el camino hacia el Norte.