—¿QUÉ PODEMOS HACER?
—¡Aguarda un momento! ¿Estás nervioso por estrenar la carabina?
—Deseo enormemente descubrir a uno de esos monstruosos animales en completa libertad. Hasta ahora sólo he tenido oportunidad de verlos encerrados en los zoológicos de Europa.
—¡Te aseguro que son formidables!
—En compañía de un cazador tan bueno como tú, no tengo miedo; además, por muy hábiles que sean esas enormes masas, creo que no podrán aventajar la ligereza de mis piernas.
—No lo creas, Antão. Aún no hace dos semanas que un pobre obrero del Grand-Popo, que vino aquí con intención de cazar a esos animales, fue despedazado.
—¿Cómo si se tratase de una galleta?
—¿Crees que miento?
—¡Lo dudo, Alfredo, lo dudo!
—¿Sí? Pues debo añadir que aquel obrero era un siervo de la factoría del señor Zeinger, aquel alemán tan estupendo al que fuimos a visitar el pasado domingo.
—¡Entonces es que el tal obrero debía de ser tan torpe como un topo gris del país de los ashantis!
—Todo lo contrario, amigo mío. Se trataba de un negro tan grande y ágil como un mono; pero el animal, al que había herido, se abalanzó sobre el desdichado cazador, y antes que pudiera huir lo hizo pedazos.
—¿Crees que esta anécdota sirva para aumentar mi valor?
—¿Acaso deseas regresar a mi factoría?
—Sí; pero llevando con nosotros un hipopótamo. No he venido a África para que las alimañas de esta costa me devoren vivo, sino para conocer bien el país y, de paso, cazar alguno de esos colosales animales.
—Y también para establecer una factoría portuguesa.
—No, aún no, Alfredo. Mis negocios con Brasil me han hecho lo suficientemente rico para permitirme…
—¡Cállate!
—¿Es un hipopótamo?
—¡No, calla!
Los dos hombres que así hablaban se encontraban rodeados de una exuberante vegetación tropical, que los protegía de los últimos, pero todavía cálidos, rayos solares. Se hallaban en la ribera de un riachuelo, de unos trescientos o cuatrocientos pasos de ancho y salpicado de isletas ocultas por altas hierbas y grupos de plátanos, con largas hojas de color verde reluciente.
Aquél al que hemos oído llamar con el nombre de Alfredo se detuvo de repente. Se inclinó sobre las hierbas y las cañas que cruzaban en todas direcciones sus ramas y sus raíces, sumergidas en el fondo del río. Lanzó a su alrededor una aguda mirada. Su acompañante, que ignoraba aun lo que sucedía, descolgó de su hombro una corta y pesada carabina, una de esas armas que se usan para la caza de grandes animales.
El primero durante unos momentos permaneció inmóvil, alerta a cualquier sonido; escuchaba con gran atención, sin dejar de mirar con avidez hacia todos lados: ya a las islas, ya a la orilla opuesta, cubierta por frondosos árboles. En seguida miró a Antão y le dijo:
—Seguramente me habré equivocado.
—¿Qué crees que era?
—Me pareció un grito que me recordaba a cierto hombre…
—¿Acaso murió en este río?
—¡Ojalá hubiera muerto!
—Pero oye: ¿de qué estás hablándome?
—Estoy hablando de un hombre que viene preocupándome desde hace cuatro años. Me da miedo.
—¡A ti! —exclamó Antão, lleno de sorpresa—. ¡Estás de broma, Alfredo! ¡Un hombre que, como tú, en América se ha batido como un león, y que hoy se considera el más valiente cazador de la Costa de Marfil, no puede tener miedo!
—Pues te digo que temo a ese hombre, y siempre presiento una traición. Por eso he dejado a mi criado Gamani vigilando en medio del bosque, y a mi portafusiles en la factoría.
—¿De quién se trata?
—Es un negro.
—Es fácil: ¡se busca y se le mata!
—Está lejos.
—¡Se va en pos de él!
—Es poderoso, Antão.
—¡Se escoge a un grupo de hombres valientes y se le ataca!
—¿En Dahomey?
—¡Caramba! ¡Ése es un nombre que me da escalofríos! ¡Maldito país de bárbaros asquerosos! ¡Me gustaría conocer esa historia que tan preocupado te tiene!
—Te la contaré después. Ahora pensemos en los hipopótamos. Creo que me confundí con relación a aquel grito. Nada sucederá en mi factoría durante nuestra ausencia.
—Además ya están allí tus hombres para proteger a tu hermanito y tus riquezas.
—¡Calla! ¡Hemos llegado!
Alfredo, mientras hablaba, no había dejado de andar, siguiendo siempre la orilla derecha del río. Se detuvo ante un gran árbol de algodón que se inclinaba sobre las aguas, y en cuyo tronco se advertían algunos profundos cortes hechos poco tiempo atrás.
El cazador lo observó con fijeza para convencerse de que no se engañaba. Luego se infiltró por entre los cañaverales que se entrecruzaban en la orilla. Cogió el extremo de una cuerda que estaba unida a una gruesa raíz y tiró con fuerza de ella.
De repente, a través de aquella confusión de ramas, hojas y raíces, se vio avanzar una de aquellas pesadas canoas —construidas con troncos de árboles y ahuecadas por el fuego y a fuerza de hachazos—, cuyos dos extremos terminan en agudas puntas.
Alfredo se abalanzó dentro, incitando a su compañero a seguirle. Agarró dos remos de anchas palas, y la embarcación inició la marcha hacia una isleta cubierta por una extraordinaria vegetación y que se hallaba en medio del río.
En pocos momentos llegó a ella. Embarrancó la embarcación en un bajo fondo de arena que rodeaba como un cinturón toda la pequeña isla, lo que impedía la entrada hacia el interior.
—¿Tomamos un baño? —inquirió Antão.
—Apenas hay dos palmos de agua —contestó Alfredo.
—¿Estarán a salvo nuestras piernas? He oído decir que en el Ouémé hay cocodrilos.
—Es cierto; pero no se atreven a acometer a los hombres blancos, además ahora están durmiendo. ¡Al agua, amigo!
—Un momento. ¿No destruirán los hipopótamos nuestra canoa?
—Seguramente lo harán si erramos nuestros disparos; pero ya tendremos cuidado en dar en el blanco. ¡Al agua!
Los dos amigos cogieron las carabinas y, saltando de la barca, hollaron el banco de arena.
Alfredo no se había engañado: en aquel bajo fondo había tan poca agua, que apenas les llegaba a las rodillas.
En un momento atravesaron el banco y llegaron a la isla, a través del follaje que la ocultaba.
Aquel trozo de tierra colocado en el centro del Ouémé —uno de los ríos más importantes de la Costa de Marfil, y que desemboca en el pantano de Porto Novo — no tenía más de cincuenta metros de circunferencia, y era tan bajo que una leve marea era suficiente para cubrirlo por completo.
En aquella tierra húmeda, fertilizada por los vegetales que eran llevados allí en la estación de las lluvias, crecían bambúes muy altos, de largas hojas verdes, magníficos; arbustos acuáticos, e incluso tupidos macizos de plátanos silvestres, que orgullosos extendían sus anchas y largas hojas, de las que algunas llegaban a alcanzar los cuatro metros.
Gran cantidad de papagayos grises se habían asentado en aquella floresta, y con alegría gritaban en señal de saludo a los últimos rayos del sol.
Los dos hombres recorrieron la isla para asegurarse de que no había por allí ninguna de esas pequeñas serpientes que los naturalistas denominan bitis nasicorni, las cuales son abundantes en tales islas, y cuya picadura es mortal. Pronto se escondieron bajo la fresca sombra de un grupo de plátanos.
—Ya sólo faltan los hipopótamos —dijo Antão—. He observado con atención en el río y en las orillas, y te aseguro que no he descubierto ni un cocodrilo.
—Aún falta media hora para la puesta del sol —contestó el cazador—. En cuanto se haya ido el sol, ya lo verás.
—¿Aquí?
—Seguro. Vendrán a comer en estos vegetales.
—¿Es cierto?
—Gamani los ha visto acudir aquí tres noches seguidas.
—¿Durante el día no se ven?
—De día duermen en el fondo del río. Son prudentes, amigo. Haz como yo: enciende un cigarrillo y fúmalo con tranquilidad.
El cazador sacó la petaca de su bolsillo, alargó un cigarrillo a su acompañante, y él encendió otro. Después se recostó sobre la hierba, colocándose la carabina en medio de las rodillas.
Aquellos dos hombres no se atrevían a entrar en las islas del Ouémé para esperar los enormes hipopótamos. Ambos eran de distintas naciones, y así lo daban a entender a primera vista. A pesar de ello, los dos tenían la piel morena y los cabellos y ojos negros, rasgos pertenecientes a la raza latina.
El que respondía al nombre de Alfredo, según parece, conocía mejor aquellos lugares salvajes, y era cazador más atrevido. Era uno de esos tipos tan frecuentes en las regiones meridionales de Italia y en las costas de Albania.
Tendría unos cuarenta años, más o menos, una estatura bastante superior a la normal, nervioso, de potentes músculos, de enérgico y hermoso perfil. Lucía barba negra, ojos relampagueantes y vivos; y su cutis estaba tostado por el ardiente sol de las regiones ecuatoriales.
Llevaba un traje de dril blanco, ceñido a la cintura por una faja de lana roja, tal como suelen llevarla los pescadores napolitanos; sobre ella se liaba una cartuchera. Sus espesos cabellos, a los que el clima de la Costa de Marfil había puesto ya algunas canas, los protegía un pañuelo blanco que se ataba a la nuca.
Su amigo Antão, ya por el nombre, ya por el aspecto que presentaba, se adivinaba que pertenecía a la raza blanca de los climas meridionales. Era un portugués de unos veinticuatro o veinticinco años, de escasa estatura, pero de cuerpo musculoso y fuerte, con cutis aceitunado, grandes ojos negros, cejas espesas y cabello rizoso, semejante al de los negros.
Se cubría la cabeza con un casco de corcho cubierto de dril blanco; se trataba del sombrero indispensable que suele usarse en aquellas regiones. En vez de americana o chaqueta llevaba una ligera blusa de franela azul, rodeada de vivos blancos en el cuello y en las bocamangas. Una magnífica cartuchera de piel roja ceñía su cintura. Además llevaba un calzón de pana verde y polainas de cuero castaño bordadas con plata.
Los dos iban armados con estupendas carabinas de caza; las dos de cañón corto y pesado, suficientes para vencer un potente elefante con un solo balazo bien disparado. También llevaban cuchillos de caza, en vainas de cuero que se remataban en agudas puntas de acero.
Mientras se hallaban fumando tranquilamente, sin hablar, el sol se ponía con rapidez por detrás de los bosques.
La luz mermaba lentamente, y la oscuridad avanzaba silenciosa, ocupando ya todos los rincones de la selva. Los papagayos grises, tras haber lanzado sus últimos y más estrepitosos gritos de adiós al día, empezaban a enmudecer. El águila pescadora daba su último vuelo sobre las aguas fangosas del río, y regresaba a su nido colocado en la rama superior del grandioso baobab. El cercopiteco diana, que hasta aquel momento había estado recreándose por las ramas de los sicómoros, tras haberse hartado de sus frutos, dejó de emitir su sutil «hu-ul-hu-ul», el cual se podía oír a unos cuantos kilómetros de distancia. Todo empezaba a sumirse en el reposo de la noche, en tanto que las primeras aves nocturnas comenzaban a mecerse en los aires.
Enormes bandadas de pipistrelos se alejaban de las ramas en que habían estado durante el día con la cabeza hundida bajo el ala y las plumas erizadas; corrían por todos los lugares, conducidas por un zorro voladore o un Epomops franqueti, un murciélago de la fruta horroroso, cuyas alas tienen un metro, su cuerpo treinta centímetros, y la cabeza parecida a la de un perro de presa; posee el animal unos grandes ojos saltones y al pelo largo y grisáceo, más largo por la espalda y la cola que por el resto del cuerpo.
Broncos mugidos, fuertes resoplidos, agudos aullidos y algo parecido a carcajadas estridentes fueron la señal de que las fieras se alejaban de su cubil para empezar la caza nocturna.
Alfredo permanecía inmóvil, como hombre calmoso, acostumbrado a aquellos conciertos, más alarmantes por el ruido que causaban que temibles por su verdadero peligro. Su joven amigo, por el contrario, que hacía poco había llegado a aquellas tierras, no dejaba de moverse, inquieto. Nervioso como estaba, no cesaba de acariciar el gatillo de su carabina, y su mirada, excitada, recorría nerviosamente ambas orillas del río.
—¡Caramba! —murmuró—. ¡Esto es un zoológico!
—Sí; pero los animales no están encerrados en jaulas, y no les sería nada difícil comerte si te dejases.
—¿Y has abandonado a Gamani completamente solo en medio de la selva? Mañana de seguro que ya no le encontramos.
—Gamani es valiente, y sabe que ninguna de esas fieras es capaz de subirse a los árboles. Así es que se hallará a salvo sobre las ramas de un sicómoro. Ya verás cómo mañana le encontramos sano y salvo.
—Pero los leopardos pueden saltar muy alto, Alfredo.
—Es cierto. Pero Gamani tiene una estupenda carabina, y sabe utilizarla bien. Además…
—¿Qué?
Sin responder, el cazador se levantó de repente, presa de gran emoción. Con un brazo extendido hacia su amigo, como para incitarle a no moverse, permanecía alerta.
—¿Oyes algo? —le preguntó al cabo de un instante con la voz un tanto alterada.
—Yo, nada…, absolutamente nada —contestó el portugués, sorprendido.
—¡Creí haber oído un lejano estampido!
—¿Dónde?
—Hacia mi factoría.
—Te has engañado, Alfredo.
—¡Ojalá! ¡Tengo miedo de aquel hombre!
—Pero ¿quién es ese hombre? ¿Explícate ya?
—Sí; pero… ¡Mira allí!
—¿Ves algo?
—¿No has oído nada?
—¿Cómo una potente respiración?
—Eso es, Antão.
—Y parece como si el agua se moviese hacia la orilla del río.
—¡Es la presa que estamos esperando!
—¿Un hipopótamo?
—¡Prepara la carabina! ¡Fíjate cómo se acerca a la cita! ¡No me engañé al llevarte aquí! ¿Lo ves?
Antão, el portugués, guardó silencio porque la pregunta de su amigo no precisaba respuesta. Lo que hizo fue prepararse para la aventura inmediata recostándose entre las hierbas y armando con sorprendente tranquilidad la magnífica arma de fuego que portaba.