EL GRAN RÍO XI JIANG, que surca a lo largo de doscientas leguas las provincias meridionales del gigantesco imperio chino, se divide, cerca de su desembocadura, en numerosos canales que forman una infinidad de islas, algunas de las cuales poseen una frondosa vegetación y cuyos habitantes se agrupan en populosas ciudades; otras, en cambio, permanecen totalmente estériles, pantanosas, desiertas.
Después de la guerra anglo-china de 1840, más conocida con el nombre de Guerra del Opio, un cierto número de europeos y no pocos americanos, aprovechando la autorización forzosamente concedida por el imperio chino, ocuparon algunas de aquellas islas, levantando importantes factorías. Obligados a huir al estallar la guerra de 1857, los colonos volvieron apenas firmada la paz, reconstruyeron los establecimientos destruidos por los chinos y reanudaron las relaciones comerciales con Cantón, Whampoa, Foshan, Sanshui, Schuck-Wan, Isi Nan y otras ciudades, de las cuales obtenían incalculables riquezas. En 1885, época en que comienza nuestra historia, estas colonias habían alcanzado un alto grado de esplendor.
La noche del 17 de mayo de ese año, la colonia danesa, con ocasión de la llegada de un navío de guerra, daba en los amplios jardines de la factoría una brillantísima fiesta, a la cual habían sido invitados europeos, americanos y chinos.
Un gentío extraordinario, alegre, ruidoso, se agitaba en los jardines espléndidamente iluminados con millares y millares de farolillos de colores.
Se podía ver allí a ricos chinos vestidos de gala, de una obesidad respetable y con la coleta más larga de lo corriente, con capas de seda rosa o azul recamadas en oro; mandarines soberbios y majestuosos con el distintivo de su grado sobre el casquete (ting-nao) o sobre el sombrero cónico de fieltro (pong-roi-mo), con telas de magnífica seda, estampada con dibujos de dragones, cigüeñas, lunas sonrientes y cabezas de monstruos; intelectuales de todas clases, graves, recogidos, silenciosos, con las indispensables antiparras (yen-king) de montura de cuerno; elegantes jóvenes de la aristocracia con un círculo de cabellos erizados alrededor de la trenza, sandalias altas con suela de fieltro e hinchados cintos llenos de oro para despilfarrar en las mesas de juego; y en medio de aquella ola de cabezas lisas y amarillentas como membrillos y la ola de abanicos de papel pintado, se agitaban capitanes de marina, plantadores, traficantes, armadores, banqueros; ardientes criollas lujosamente vestidas y luciendo los más bellos diamantes de Visapur; morenas españolas, rubias danesas, rígidas inglesas y elegantes francesas haciendo alarde de la última moda de París.
Muchos de los invitados bailaban al son de una ruidosa orquesta portuguesa, traída expresamente de Macao, otros se afanaban alrededor de la gran mesa, sorbiendo el té en tacitas de porcelana Ming color «cielo-después-de-la-lluvia». Más allá, en uno de los rincones más apartados del jardín, bajo un espeso bosquecillo de magnolias iluminado por farolillos de talco, un grupo de una docena de personas jugaba al whist.
El grupo estaba formado por el portugués Olvaez, el americano Krakner, el inglés Perkins, el español Barrado, cuatro daneses de la colonia, dos holandeses y dos alemanes, todos ellos adinerados, que ganaban o perdían importantes sumas sin pestañear.
—¡Ea! —exclamó el americano Krakner, empujando ante si un grueso fajo de dólares—, esta noche ni yo ni Perkins somos afortunados. Estos dos bergantes de Olvaez y Barrado deben estar bien entrenados, para tragarse mil dólares en menos de dos horas. ¿Habéis encontrado algún maestro en Macao?
—¡Eh! —dijo el portugués Olvaez, entornando los ojos a la vez que atraía hacia sí los dólares ganados—. ¿Creéis que íbamos a venir a desafiar a los más fuertes jugadores de whist sin haber tomado lecciones antes? Hemos encontrado en Macao un excelente amigo, un jugador consumado, capaz de batiros a todos vosotros.
—Permíteme dudarlo, Olvaez —respondió el americano—. Conozco un jugador capaz de hacer desaparecer cien pies bajo tierra a tu célebre maestro. ¿Acaso has olvidado al capitán Giorgio Ligusa?
—Precisamente digo que he encontrado a tan consumado jugador, porque he encontrado al capitán Ligusa, de quien soy amigo.
—¡Ah! ¿Fue el capitán a daros lecciones? ¿Dónde lo habéis encontrado?
—En Macao, adonde había ido con objeto de cazar no sé qué pájaro que faltaba en su colección.
—¡Qué bribón! ¿Con que se permite recalar en Macao sin notificarlo a los amigos? Pero aquel maldito Korsan no le habrá abandonado.
—Es natural. Después de la famosa zambullida de la Ciudad flotante no se ha visto al capitán Giorgio sin Korsan, ni a Korsan sin el capitán.
—¡Toma! —exclamó el inglés Perkins—. ¿Un chapuzón…?
—Tú sabes más cosas, Olvaez —dijo el americano—. Explícanoslas.
—No me haré rogar —replicó el portugués—. Todos vosotros sabéis que el capitán Giorgio posee una magnífica colección de aves exóticas chinas. Tuvo noticia de que un chino de la Ciudad flotante poseía un extraño pájaro; se disfrazó de barquero y se trasladó hasta allí. El americano Korsan, que tiene tres o cuatro avechuchas embalsamadas, se empeñó por su parte en comprar él el dichoso pájaro, y corrió a la Ciudad flotante; pero, como es normal en él, se mezcló en una pelea y recibió un puñetazo con potencia suficiente como para enviarlo, medio aturdido, al río. La fortuna quiso que en aquel momento llegase el capitán, el cual hizo retroceder a los chinos, y se lanzó al agua, salvando a Korsan de una muerte segura. Desde aquel día, James Korsan se convirtió en la sombra, en el amigo inseparable del capitán Giorgio.
—¡Qué bergante está hecho ese Korsan! —exclamó el americano Krakner, en medio de una carcajada.
—¡Siempre tiene que hacer alguna de las suyas!
—Ese diablo de hombre odia ferozmente a los chinos —dijo Olvaez—. No puede resistir la tentación de tirarles de la coleta.
—Entonces no vendrá el capitán —dijo el español Barrado.
—¿Por qué? —interrogaron al mismo tiempo los jugadores.
—Porque si viene traerá con él a Korsan, y éste es capaz de meterse en cualquier lío por arrancar alguna coleta.
Todos los jugadores prorrumpieron en una ruidosa carcajada.
—El capitán vendrá igualmente —dijo un danés—. Me lo ha dicho él mismo. Vamos, amigos, continuemos la partida.
Transcurrió media hora, durante la cual el americano Krakner y el inglés Perkins perdieron otros mil dólares, embolsados de nuevo por el portugués Olvaez y el español Barrado. Los jugadores iban a empezar una tercera partida, cuando un clamor ensordecedor se escuchó cerca de la orilla del río.
—¿Todavía más invitados? —interrogó el americano barajando las cartas—. ¡Oh! Hay dos personas inspeccionando las mesas de juego… ¡Ah!, es el capitán seguido por ese feroz compatriota mío llamado Korsan.
—¡Cierto! —exclamó el español Barrado—. Verdaderamente son inseparables.
En efecto, el capitán Giorgio, el rey del whist, o también, el hombre de la sombra viviente, se acercaba con pasos rápidos, seguido de su inseparable compañero James Korsan, el cual se volvía a cada paso para observar con curiosidad la ola de sombreros de bambú y las largas coletas de los bailarines chinos.
Giorgio Ligusa, capitán de la marina mercante, era un genovés, de unos treinta años, de estatura elevada, gesto duro, enérgico, bronceado por el sol de los Trópicos, de ojos negrísimos, relampagueantes, espeso bigote y cabellera rizada. Había dado la vuelta al mundo veinte veces, y en la vigesimoprimera vuelta, naufragó en la costa meridional de Corea, perdiendo navío y carga. A duras penas pudo salvarse junto con un muchacho polaco, y permaneció prisionero, durante dos largos años, de una banda de piratas; pero una noche de tempestad huyó con su compañero, alcanzando la costa china. Anduvo de ciudad en ciudad, disfrazado unas veces de barquero, otras de comerciante o buhonero, hasta llegar a Cantón donde, después de hacerse con un poco de dinero, se dedicó al comercio. Unas afortunadas especulaciones con té y otros productos le proporcionaron, en poco tiempo, una importante fortuna.
Amante de la buena vida, buen cazador, buen jugador, un poco hombre de ciencia, buen geógrafo, era el hombre más popular de los hongs o factorías, y los colonos andaban a la greña, disputándose su amistad.
El otro, James Korsan, era un americano de Nueva York, de unos treinta años también, grueso, con hombros poderosos, piernas larguísimas, manos que casi parecían mazas de fragua, enorme cabeza poblada por un espeso bosque de rubios cabellos, y una nariz roja como una amapola, una auténtica nariz de bebedor de whisky.
Era un hombre brutal como un rinoceronte y dotado de una fuerza hercúlea, de los que en América eran motejados de «mitad caballo y mitad cocodrilo». Inmensamente rico, había abandonado el comercio y dedicaba todo su tiempo a reñir con los cargadores de los hongs o con los barqueros, llevándose como trofeo, casi siempre, alguna coleta. Era, en suma, el terror de los chinos, los cuales le huían como a una bestia feroz. En los hongs, se le llamaba «Gargantúa», o también «el tragón», por la extraordinaria capacidad de su estómago y por su desenfrenada pasión por el beef steak y el whisky. También se le conocía como la sombra viviente del capitán, ya que no se separaba casi nunca de éste.
Los dos amigos, que parecían tener cierta prisa, no tardaron en llegar hasta el bosquecillo de magnolias. Doce manos se tendieron a su alrededor.
—Me parece imposible estaros viendo —dijo Krakner—. ¿Qué habéis hecho para llegar tan ruidosamente?
—Traemos novedades, señores —respondió el capitán después de vaciar una copa de porto.
—¡Oh, oh! —exclamaron los jugadores.
—Dentro de diez minutos llegarán unos viajeros que todos conocéis. ¿No sabéis nada?
—Absolutamente nada —dijo Olvaez—. Dínoslo tú, ¿quiénes son?
—Me dirigía con mi sombra a esta isla, cuando he encontrado al señor Bourdenais que se dirigía en su k’waiting (especie de barca, muy parecida a la góndola veneciana) hacia el hong francés. Me ha dicho que Cordonazo y Rodney han llegado.
—¡El viajero Cordonazo! —exclamaron los jugadores.
—Sí, el señor Bourdenais iba a recogerlo a un buque mercante procedente de Saigón —añadió el capitán.
Los jugadores se levantaron dejando las cartas. Ninguno ignoraba que Cordonazo y Rodney, boliviano el uno, inglés el otro, habían partido un año antes hacía Indochina con el intento de hallar la cimitarra de un dios asiático. La noticia de su llegada les había agitado vivamente.
—Pero ¿estáis seguros de que han vuelto? —interrogó Krakner, que no pensaba continuar jugando.
—Segurísimo. Dentro de diez minutos estarán aquí.
—Capitán Giorgio, ¿crees que habrán encontrado lo que buscaban? —preguntó un danés.
—Tengo mis dudas. En la última carta que escribieron desde Saigón no mencionaban la cimitarra.
—Pero ¿qué arma buscaban? —inquirió algún jugador.
—La Cimitarra de Buda.
—¿La Cimitarra de Buda?
—¿No habéis oído hablar de ella?
—Nunca —respondieron a coro los jugadores.
—Pues todos los chinos han hablado y aún hablan de ella.
—¿Es un arma valiosa? —preguntó Olvaez.
—Mi amigo Giorgio debe conocer la historia de esa arma —dijo Korsan, que entre palabra y palabra continuaba dirigiendo significativas miradas sobre las rasuradas cabezas de los chinos.
—Explícate pues, capitán —gritó Krakner.
—Que hable, que hable —pidieron los jugadores.
El capitán se disponía a explicar la historia, cuando su atención se vio atraída por un grupo de personas que avanzaba rápidamente hacia su mesa.
Reconoció inmediatamente, en medio de aquellas personas, al boliviano Cordonazo y al inglés Rodney.
—¡Señores! —exclamó el capitán—. Los viajeros están aquí.
Los doce jugadores se levantaron como un solo hombre y corrieron al encuentro de los recién llegados, que fueron rodeados en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Viva Cordonazo! ¡Viva Rodney! —fue el grito que se alzó bajo el bosquecillo de magnolias.
Los dos viajeros, conmovidos, abrazaban a unos y estrechaban calurosamente las manos de otros.
Krakner y Olvaez les hicieron sitio en la mesa, descorcharon varias botellas de jerez y les acercaron unos vasos rebosantes del licor.
—¡A vuestra salud! —gritó el americano.
—¡A la vuestra, amigos! —respondieron los dos viajeros.
Una lluvia de preguntas siguió al brindis. Todos querían saber dónde habían ido, qué habían visto, qué les había sucedido, si habían encontrado la valiosa cimitarra…
Los viajeros, aturdidos por tantas preguntas, no sabían a quién ni a cuál responder.
—Pero ¿acaso queréis ahogarnos? —dijo el boliviano—. Un poco de calma, por favor, amigos míos.
—¡Silencio todo el mundo! —gritó Krakner—. Si los bombardeamos con nuestras preguntas de este modo, no podrán explicar la historia de la cimitarra, ni las peripecias del viaje.
—¡Silencio! ¡Silencio! —exclamaron a coro los jugadores—. Oigamos la historia de la cimitarra.
—¿Así no sabéis nada de la endemoniada cimitarra? —dijo el boliviano por cuya frente pasó como una nube.
—No —respondieron todos.
—¡Y menos aún sabemos por dónde habéis andado! —añadió Olvaez, asumiendo la responsabilidad de responder en nombre de todos los asistentes.
—Prestad atención. Entre copa y copa os explicaré nuestro viaje y algunas cosas más.