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Los misterios de la Jungla Negra

Capítulo 1: El asesinato


EL GANGES, ESTE famoso río celebrado por los indios antiguos y modernos, cuyas aguas consideran sagradas aquellos pueblos, después de surcar las nevadas montañas del Himalaya y las ricas provincias de Srinagar, de Delhi, de Oudh, de Bihar y de Bengala, a doscientas noventa millas del mar se divide en dos brazos, formando un delta gigantesco, intrincado, maravilloso y quizá único del mundo en su género.

La imponente masa de las aguas se divide y subdivide en una multitud de riachuelos, de canales y de canalitos que recortan de todos los modos posibles la inmensa extensión de tierras comprendidas entre el Hugli, el verdadero Ganges y el golfo de Bengala. A partir de aquí una infinidad de islas, islotes, bancos extienden hacia el mar y toman el nombre de Sundarbans. No hay nada más desolador, más extraño ni más espantoso que la visión de este Sundarbans. No hay ciudades, ni pueblos, ni cabañas, ni cualquier posible refugio; desde el sur hasta el norte y desde el este al oeste no se divisan más que inmensas plantaciones de bambús espinosos, apretados unos contra otros, con sus cimas moviéndose con el soplo del viento, apestadas por las exhalaciones insoportables de miles de cuerpos humanos que se pudren en las aguas envenenadas de los canales.

Es raro descubrir a un baniano despuntando por encima de aquellas cañas gigantescas: aún más raro ver a un grupo de mangueros, árboles de jack o nagas surgir entre los pantanos, o intentar oler el dulce aroma del jazmín, de la champa o de la mussaenda, asomando tímidamente entre el caos de vegetales.

Durante el día, un silencio inmenso, fúnebre, que infunde terror a los más osados, reina como soberano; por la noche, en cambio, hay un terrible estruendo de gritos, rugidos, silbidos y chillidos que hiela la sangre.

Decid al bengalí que ponga sus pies en Sundarbans y se negará; prometedle cien, doscientas, quinientas rupias, y nunca haréis variar su firme decisión. Decid al molangi que vive en Sundarbans, desafiando al cólera y a la peste, a las fiebres y al veneno de aquel aire emponzoñado, que entre en aquellas junglas, y al igual que el bengalí no lo hará. El bengalí y el molangi no se equivocan: adentrarse en aquellas junglas es ir al encuentro de la muerte.

En efecto, allí, entre aquellos amasijos de espinos y de bambúes, entre aquellos pantanos y aquellas aguas amarillas, se esconden los tigres espiando el paso de las canoas y hasta de los veleros, para echarse sobre el puente y agredir al barquero o al marinero que osara mostrarse; allí nadan y espían a la presa horribles y gigantescos cocodrilos, siempre ávidos de carne humana; allí vaga el formidable rinoceronte al que todo le molesta y le irrita hasta enloquecer; allí viven y mueren las numerosas variedades de serpientes indias, como la rudiramandali, cuya mordedura hace sudar sangre, y la pitón, que tritura a un buey entre sus anillos; y allí a veces se esconde el thug indio, esperando ansiosamente la llegada de algún hombre para estrangularlo y ofrecer su vida inmolada a su terrible divinidad. No obstante, en la noche del 16 de mayo de 1851, un fuego gigantesco ardía en los Sundarbans meridionales, precisamente a unos trescientos o cuatrocientos pasos de las tres bocas del Mangal, río fangoso que se separa del Ganges y desemboca en el golfo de Bengala.

Aquel resplandor, que destacaba vivamente sobre el fondo oscuro del cielo, produciendo un efecto fantástico, iluminaba una vasta y sólida cabaña de bambú, en cuyo suelo dormía, envuelto en un gran dhoti de chintz estampado, un indio de estatura atlética, cuyos miembros, muy desarrollados y musculosos, denotaban una fuerza poco común y una agilidad animalesca.

Era un buen ejemplar de bengalí, de unos treinta años, piel cobriza y muy brillante, recién untada de aceite de coco; tenía unos hermosos rasgos, labios carnosos pero no grandes, que dejaban entrever una dentadura admirable, nariz torneada, frente alta, jaspeada con líneas de ceniza, señal particular de los de la secta de Shivá.

El conjunto mostraba una rara energía y un valor extraordinario, cualidades de las que carecen casi siempre sus compatriotas.

Como se ha dicho, dormía, pero su sueño no era tranquilo. Gruesas gotas de sudor regaban su frente, que a veces se encogía, se ofuscaba; su ancho pecho se alzaba entonces con ímpetu, descomponiendo el dhoti que le envolvía; sus manos, pequeñas como las de una mujer, se cerraban convulsamente y corrían hacia la cabeza, quitándose el turbante y dejando al descubierto el cráneo cuidadosa mente afeitado.

De vez en cuando salían de sus labios unas palabras truncadas, frases raras, pronunciadas en un tono de voz dulce, apasionado.

Mírala —decía sonriendo—. El sol se pone... cae por detrás de los bambúes... el pavo real calla, el marabú se levanta, el chacal ruge... ¿Por qué no se me muestra?... ¿Qué he hecho yo? ¿No es éste el lugar? ¿No es aquél el mussaenda de las hojas ensangrentadas?... Ven, ven, oh dulce aparición... sufro, sabes, sufro y anhelo el instante de volverte a ver.

»¡Ah!... Aquí está, aquí está... sus ojos negros me miran, sus labios sonríen... ¡Oh, qué divina es su sonrisa! Mi visión celeste, ¿por qué permaneces muda delante de mí? ¿Por qué me miras así?... No tengas miedo de mí; soy Tremal-Naik, el cazador de tigres y de serpientes de la Jungla Negra... Habla, habla, deja que yo oiga tu dulce voz... El sol se pone, las tinieblas caen como cuervos encima de los bambúes... no desaparezcas, no quiero, ¡no!, ¡no!, ¡no!

El indio lanzó un grito agudo, y en su cara se dibujó una gran angustia.

Con el grito, un segundo indio salió corriendo de la cabaña. Era de estatura más baja y de cuerpo muy ágil, con las piernas y los brazos semejantes a bastones nudosos recubiertos de cuero. Su actitud era ferocísima, su mirada hosca, un corto languti le cubría las caderas, unos pendientes colgaban de sus orejas, todo en suma mostraba a primera vista que era un maratí, miembro de la población belicosa de la India occidental.

—Pobre amo —murmuró mirando al dormido—. ¿Quién sabe qué terrible sueño turba su descanso?

Atizó el fuego y luego se sentó junto a su amo, agitando suavemente un abanico de preciosas plumas de pavo real.

—¡Qué misterio! —susurró el hombre que dormía con voz entrecortada—. ¡Me parece estar viendo manchas de sangre!... Huye, dulce visión... te ensangrentarás. ¿Por qué todo aquello rojo? ¿Por qué aquellas ataduras? Así pues, ¿se quiere estrangular a alguien?, ¿qué misterio?

—¿Qué dice? —se preguntó el maratí, sorprendido—. Sangre, visiones, ataduras... ¡Qué sueño tan extraño!

De pronto, el hombre que dormía se estremeció; abrió de par en par los ojos chispeantes como dos diamantes negros y se sentó.

—¡No!... ¡No...! —exclamó con voz ronca—. ¡No quiero!...

El maratí le miró con ojos compasivos.

—Amo —murmuró—. ¿Qué te sucede?

El indio pareció volver en sí. Cerró los ojos, luego los abrió de nuevo, mirando fijamente el rostro del maratí.

—¡Ah, eres tú, Kammamuri! —exclamó.

—Sí, amo.

—¿Qué haces tú aquí?

—Te estoy velando y alejo a los mosquitos.

Tremal-Naik aspiró con fuerza el aire, pasándose varias veces las manos por la frente.

—¿Dónde están Hurti y Aghur? —preguntó, tras unos instantes de silencio.

—En la jungla. Ayer por la noche descubrieron las huellas de un gran tigre y esta mañana han ido a cazarlo.

—¡Ah! —dijo Tremal-Naik por lo bajo.

Arrugó la frente y un suspiro profundo, que parecía un rugido sofocado, fue a morir en sus áridos labios.

—¿Qué te sucede, amo? —preguntó Kammamuri—. Tú estás mal.

—No es verdad.

—Y no obstante, al dormir te lamentabas.

—¿Yo?

—Sí, amo, tú hablabas de extrañas visiones.

Una sonrisa amarga afloró en los labios del cazador de tigres y de serpientes.

—Sufro, Kammamuri —dijo con rabia—. Oh, sufro mucho.

—Ya lo sé, amo.

—Tú, ¿cómo lo sabes?

—Desde hace quince días yo te observo y veo en tu frente unas arrugas profundas. Estás melancólico, taciturno. Antes tú no estabas tan triste.

—Es verdad, Kammamuri.

—¿Qué dolor puede afligir a mi amo? ¿Es que quizá te has cansado de vivir en la jungla?

—No lo digas, Kammamuri. Aquí, entre estos desiertos de espinos, entre estos pantanos, en la tierra de los tigres y de las serpientes, yo he nacido y he crecido y aquí, en mi querida jungla moriré.

—¿Entonces?

—¡Es una mujer, una visión, un fantasma!

—¡Una mujer! —exclamó Kammamuri, sorprendido—. ¿Una mujer has dicho?

Tremal-Naik bajó la cabeza en señal afirmativa y apretó la frente entre sus manos, como si quisiera ahuyentar aquel tétrico pensamiento.

Durante unos minutos entre ambos reinó un silencio fúnebre, apenas roto por el murmullo del río que se rompía contra las orillas y por los gemidos del viento que acariciaba a la inmensa jungla.

—Pero ¿dónde has visto a esta mujer? —preguntó por fin Kammamuri—. ¿Por dónde?, la jungla no tiene más que a tigres como habitantes.

—La he visto en la jungla, Kammamuri —dijo Tremal-Naik con voz grave—. Era por la tarde; oh, ¡nunca olvidaré aquella tarde, Kammamuri! Yo buscaba a las serpientes en la orilla de un riachuelo, allá abajo, justo en la parte donde los bambúes son más espesos, cuando a unos veinte pasos de mí, en el medio de una espesura de mussaenda de hojas sangrientas, se me apareció una visión: una mujer bella, radiante, soberbia. Nunca pensé, Kammamuri, que pudiera existir sobre la tierra una criatura tan hermosa, ni que los dioses del cielo fueran capaces de crearla. Tenía los ojos negros y vivos. Los dientes blancos, la piel oscura, y desde sus cabellos de un color castaño oscuro, que ondeaban sobre sus hombros, llegaba un dulce perfume que embriagaba los sentidos. Ella me miró, lanzó un gemido largo, estremecedor, luego desapareció de mi vista. Me sentí incapaz de moverme y permanecí allí, con los brazos extendidos, como soñando. Cuando volví en mí y me puse a buscarla, la noche había caído sobre la jungla y no vi ni oí nada más. ¿Quién era aquella aparición? ¿Una mujer o un espíritu celeste? Todavía lo ignoro.

Tremal-Naik calló. Kammamuri notó que temblaba tan fuerte que temió que tuviera fiebre.

—Aquella visión fue fatal para mí —dijo Tremal-Naik con rabia—. Desde aquella tarde noté en mí un extraño cambio; me parecía como si fuera otro hombre y que, en mi corazón, se hubiera encendido una llama terrible. Es como si aquella aparición me hubiera embrujado. Si estoy en la jungla la veo ante mis ojos; si estoy en el río, la veo nadar frente a la proa de mi barca; pienso y mi pensamiento vuela hacia ella; duermo y en el sueño siempre se me aparece ella. Me parece que me he vuelto loco.

—Tú me asustas, amo —dijo Kammamuri, lanzando a su alrededor una mirada llena de miedo. —¿Quién era aquella bella criatura?

—Lo ignoro, Kammamuri. Pero era bella, ¡oh, sí! ¡Muy bella! — exclamó Tremal-Naik con acento apasionado.

—¿Quizá un espíritu?

—Quizá.

—¿Quizá una divinidad?

—¿Quién puede decirlo?

—¿Y no has vuelto a verla?

—Sí, la he visto muchas, muchas veces. Al día siguiente, a la misma hora, sin saber cómo, me encontré de nuevo en la orilla del riachuelo. Cuando la luna se alzó por detrás de los oscuros bosques del septentrión, aquella soberbia criatura apareció de nuevo entre la espesura de los mussaenda. «¿Quién eres? » le pregunté. «Ada» me respondió. Y desapareció, lanzando el mismo gemido. Me pareció como si se introdujera en la tierra.

—¿Ada? —exclamó Kammamuri—. ¿Qué nombre es éste?

—Un nombre que no es indio.

—¿Y no dijo nada más?

—Nada.

—Es extraño; yo no hubiera vuelto más allí.

—¡Y yo volví! Una fuerza irresistible, poderosa, me empujaba a pesar mío hacia aquel lugar; cuantas veces traté de huir me faltaron las fuerzas para hacerlo. Te he dicho que me parecía estar embrujado.

—¿Y qué es lo que sentías en su presencia?

—No lo sé, pero el corazón me latía con fuerza.

—¿Nunca habías experimentado antes esta sensación?

—Nunca —dijo Tremal-Naik.

—Y ahora, ¿todavía ves a aquella criatura?

—No, Kammamuri. La vi durante diez tardes seguidas; a la misma hora aparecía frente a mis ojos, me contemplaba muda, luego desaparecía sin hacer ruido. Una vez le hice una señal, pero no se movió; otra vez abrí los labios para hablar, y ella se puso un dedo delante de la boca, invitándome a callar.

—¿Y tú no la seguiste nunca?

—Nunca, Kammamuri, porque aquella mujer me daba miedo. Hace unos quince días se me apareció toda vestida de seda roja y me miró más rato que en otras ocasiones. Por la tarde siguiente la esperé en vano, en vano la llamé: no la vi más.

—Es una aventura extraña —murmuró Kammamuri.

—Es terrible, en cambio —dijo Tremal-Naik con voz grave—. No encuentro paz, ya no soy el hombre de antes; me siento la fiebre encima y una necesidad incontenible de volver a contemplar aquella visión que me embrujó.

—Así pues, tú amas a aquella visión.

—¿Amarla? No sé lo que significa esta palabra.

En aquel instante, muy lejos, hacia los inmensos pantanos del sur, se oyeron unos sonidos agudos. El maratí se levantó de un salto y palideció.

—¡El ramsinga! —exclamó con terror.

—¿Por qué te asustas? —preguntó Tremal-Naik.

—¿No oyes el ramsinga?

—Bueno, pero ¿qué pasa?

—Anuncia una desgracia, amo.

—Estupideces, Kammamuri.

—Nunca he oído tocar el ramsinga en la jungla, a excepción de la noche en que asesinaron al pobre Tamul.

Ante aquel recuerdo una profunda arruga surcó la frente del cazador de tigres y de serpientes.

—No te asustes —dijo él, esforzándose por parecer tranquilo—. Todos los indios saben tocar el ramsinga y tú sabes que en ocasiones hay cazadores que se atreven a poner sus pies en la tierra de los tigres y de las serpientes.

Había terminado de hablar, cuando se oyó el triste ulular de un perro y poco después un maullido que parecía como un auténtico rugido. Kammamuri tembló de pies a cabeza.

—¡Ah, amo! —exclamo—. También el perro y el tigre anuncian una desgracia.

—¡Darma!, ¡Punthy! —gritó Tremal-Naik.

Un magnífico tigre de Bengala, de estatura alta, de formas vigorosas, con la piel anaranjada y jaspeada denegro, salió de la cabaña y miró fijamente al amo con dos ojos que lanzaban terribles destellos. Detrás de él apareció poco después un perrazo negro, de larga cola, orejas puntiagudas, el cuello armado con un gran collar de hierro erizado de púas.

—¡Darma!, ¡Punthy! —repitió Tremal-Naik.

El tigre se agazapó sobre sí mismo, lanzó un ruido bronco y de un salto de quince pies fue a caer junto a su amo.

—¿Qué te pasa, Darma? —le preguntó, pasando las manos sobre el robusto lomo del animal—.Tú estás inquieta.

El perro, en vez de correr hacia el amo, se quedó inmóvil, alargó su cabeza hacia el sur, husmeó un rato el aire y ladró tristemente tres veces.

—¿Puede ser que les haya pasado alguna desgracia a Hurti y a Aghur? —murmuró el cazador de tigres y de serpientes, con inquietud.

—Lo temo, amo —dijo Kammamuri, lanzando miradas asustadas hacia la jungla—. A esta hora ya deberían estar aquí y en cambio no dan señales de vida.

—¿Has oído alguna detonación durante el día?

—Sí, una hacia el mediodía, luego nada más.

—¿De dónde venía?

—Del sur, amo.

—¿Has visto a alguna persona sospechosa merodeando por la jungla?

—No, pero Hurti me dijo que una tarde vio unas sombras que se movían cerca de las orillas de la isla Rajmangal, y Aghur me contó que había oído unos extraños ruidos procedentes del baniano sagrado.

—¡Ah!, ¡del baniano! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Has oído algo también tú?

—Quizá. ¿Qué hacemos, amo?

—Esperamos.

—Pero pueden...

—¡Calla! —dijo Tremal-Naik, apretándole un brazo con tal fuerza que le paró la sangre de las venas.

—¿Qué has oído? —murmuró el maratí, batiendo los dientes.

—Mira allá... ¿No te parece que se mueven los bambúes de la jungla?

—Es verdad, amo.

Punthy dejó oír por tercera vez su triste aullido, que fue seguido por las notas agudas del misterioso ramsinga. Tremal-Naik extrajo del cinturón de piel de tigre una gran pistola con incrustaciones de plata y la armó.

En aquel instante un indio de estatura alta, semidesnudo, armado sólo con un hacha, salió de entre los bambúes, corriendo a toda velocidad hacia la cabaña.

—¡Aghur! —exclamaron al unísono Tremal-Naik y Kammamuri.

Punthy se lanzó hacia él, ululando lúgubremente.

—¡Amo... a... mo! —gritó el indio.

Llegó como un relámpago frente a la cabaña, se tambaleó como si fuera presa de un malestar repentino, desencajó los ojos, lanzó un grito como un jadeo y cayó sobre la hierba como si fuera un árbol arrancado por el viento.

Tremal-Naik corrió hacia él. Una exclamación de sorpresa se escapó de sus labios.

El indio parecía moribundo. Tenía en su boca una espuma sanguinolenta, todo su rostro magullado y sucio de sangre, los ojos desencajados y dilatados, y jadeaba emitiendo broncos suspiros.

—¡Aghur! —exclamó Tremal-Naik—. ¿Qué te ha sucedido? ¿Dónde está Hurti?

El rostro de Aghur, al oír aquel nombre, se contrajo de espanto y con las uñas levantó la tierra con rabia.

—¡Amo... a... mo! —balbuceó con profundo terror.

—Continúa.

—Me... a... ho... go... ¡ah!, amo.

—¿Se habrá envenenado? —murmuró Kammamuri.

—No —dijo Tremal-Naik—. El pobre diablo ha galopado como un caballo y se ahoga; en unos pocos minutos se habrá recobrado.

En efecto, Aghur empezaba a volver en sí y a respirar con más libertad.

—Habla, Aghur —dijo Tremal-Naik unos minutos después—. ¿Por qué has regresado solo? ¿Por qué tanto terror? ¿Qué le ha sucedido a tu compañero?

—¡Ah, amo! —balbuceó el indio estremeciéndose—. ¡Qué desgracia!

—El ramsinga la había anunciado —murmuró Kammamuri suspirando.

—Vamos, Aghur —replicó el cazador de tigres y de serpientes.

—Si le hubieras visto, el pobre... estaba allí, echado en el suelo, rígido, con los ojos fuera de las órbitas...

—¿Quién, quién?...

—¡Hurti!

—¿Hurti está muerto?—exclamó Tremal-Naik.

—Sí, le han asesinado a los pies del baniano sagrado.

—Pero ¿quién le ha asesinado? Dímelo, voy a vengarle.

—No lo sé, amo.

—Cuéntalo todo.

—Habíamos salido a cazar un gran tigre. A seis millas de aquí levantamos la fiera, la cual, herida por la carabina de Hurti, huyó hacia el sur. Seguimos su pista durante cuatro horas y la encontramos cerca de la orilla, frente a la isla Rajmangal, pero no logramos darle muerte porque, en cuanto nos vio, se echó al agua, saliendo a los pies del gran baniano.

—Bien, ¿y después?

—Yo quería regresar, pero Hurti se negó, diciendo que el tigre estaba herido y era, por tanto, una presa fácil. Atravesamos el río a nado y llegamos a la isla Rajmangal, donde nos separamos para explorar los alrededores.

El indio se detuvo, chirriando los dientes de terror, y palideció.

—Caía la noche —volvió a hablar con voz baja—. Bajo los bosques empezaba a haber oscuridad y reinaba un silencio fúnebre que daba miedo. De pronto resonó un sonido agudo, el del ramsinga. Miré en tomo a mí y mis ojos se encontraron con los de una sombra que estaba a veinte pasos, semiescondida en unos matorrales.

—¿Una sombra? —exclamó Tremal-Naik—. ¿Una sombra, has dicho?

—Sí, amo, una sombra.

—¿Quién era? ¡Dímelo, Aghur, dímelo!

—Me pareció una mujer.

—¡Una mujer!

—Sí, estoy seguro de que era una mujer.

—¿Hermosa?

—Estaba demasiado oscuro como para que pudiera verla claramente.

Tremal-Naik se pasó una mano por la frente.

—¡Una sombra! —repitió varias veces—. ¡Una sombra allí! ¿Si fuera mi visión?... Prosigue, Aghur.

—Aquella sombra me miró durante unos instantes, luego extendió un brazo hacia mí, indicándome que me alejara enseguida. Sorprendido y asustado obedecí, pero aún no había dado cien pasos cuando un grito desgarrador llegó hasta mis oídos. Lo reconocí enseguida: ¡era la voz de Hurti!

—¿Y la sombra? —preguntó Tremal-Naik presa de una gran excitación.

—No me di la vuelta para ver si todavía estaba o había desaparecido. Me lancé a través de la jungla con la carabina en la mano y llegué bajo el gran baniano, a cuyos pies, estirado, vi al pobre Hurti. Le llamé, pero no me respondió; le toqué, aún estaba caliente, pero ¡su corazón ya no latía!

—¿Estás seguro?

—Segurísimo, amo.

—¿Dónde le habían herido?

—No vi en su cuerpo ninguna herida.

—¡Es imposible! ¿Y no viste a nadie?

—A nadie, no oí ningún ruido. Sentí miedo: me eché al río, lo atravesé perdiendo la carabina y gané nuestra jungla. Me parece que he hecho seis millas sin respirar, tan grande era mi espanto. ¡Pobre Hurti!