A la conquista de un imperio
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A la conquista de un imperio

Capítulo 1: Milord Yáñez


LA CEREMONIA RELIGIOSA que había hecho acudir a Guwahati —una de las ciudades más importantes del Assam indio— a millares, y millares de devotos seguidores de Visnú, llegados desde todos los pueblos bañados por las sagradas aguas del Brahmaputra, había terminado.

La preciosa shalágram shilá, que no era otra cosa que una caracola petrificada —del tipo de los cuernos de Ammón, de color negro—, pero que ocultaba en su interior un cabello de Visnú, el dios protector de la India, había sido llevada de nuevo a la pagoda de Umananda y, probablemente, escondida ya en un lugar secreto conocido solamente por el rajá, sus ministros y el sumo sacerdote.

Las calles se vaciaban rápidamente: pueblo, soldados, devadasis y tañedores se apresuraban a regresar a sus casas, a los cuarteles, a los templos o a las fondas para refocilarse después de tantas horas de marcha por la ciudad, siguiendo el gigantesco carro que llevaba el codiciado amuleto y, sobre todo, el divino cabello cuya posesión envidiaban todos los estados de la India al afortunado rajá de Assam.

Dos hombres, que destacaban por sus ropas, muy distintas a las que vestían los indios, bajaban lentamente por una de las calles centrales de la populosa ciudad, deteniéndose de vez en cuando para cambiar unas palabras, en particular cuando no tenían cerca hombres del pueblo ni soldados.

Uno era un hermoso tipo de europeo, sobre la cincuentena, con la barba canosa y espesa, la piel un poco bronceada, vestido de franela blanca y con un ancho fieltro en la cabeza, parecido al típico sombrero mejicano, con unas bellotitas de oro en torno a la cinta de seda.

El otro era un oriental, un extremo oriental a juzgar por el tono de su piel, que tenía unos vagos reflejos oliváceos; ojos muy negros, ardientes, barba aún negra y cabellos largos y rizados que le caían sobre los hombros.

En lugar del traje blanco, vestía éste una riquísima casaca de seda verde con alamares y botones de oro, calzones anchos de igual color y botas altas de piel amarilla con la punta levantada como las de los uzbekos; de la ancha faja de seda blanca le colgaba una magnífica cimitarra con la empuñadura incrustada de diamantes y rubíes, de inmenso valor.

Espléndidos tipos ambos, altos, vigorosos, capaces de hacer frente ellos solos a veinte indios.

—Y bien, Yáñez, ¿qué has decidido? —preguntó el hombre vestido de seda, deteniéndose por enésima vez—. Mis hombres se aburren; ya sabes que la paciencia no ha sido nunca el fuerte de los viejos tigres de Mompracem. Hace ya ocho días que estamos aquí, contemplando los templos de esta ciudad y la sucia corriente del Brahmaputra. No es así como se conquista un reino.

—Tú siempre tienes prisa —contestó el otro—. ¿No conseguirán los años calmar la sangre ardiente del Tigre de Malasia?

—Lo dudo —contestó el famoso pirata, sonriendo—. ¿Y a ti no te arrancarán tu eterna calma?

—Mi querido Sandokán, bien quisiera meterle mano hoy mismo al trono del rajá y arrancarle su corona para ponerla sobre la frente de mi hermosa Surama; pero la cosa no me parece demasiado fácil. Hasta que algún afortunado acontecimiento me permita acercarme al monarca, no podremos intentar nada.

—Ese acontecimiento se busca. ¿Se ha agotado tu imaginación?

—No creo, porque tengo una idea en la cabeza.

—¿Cuál?

—Si no damos un buen golpe, no conseguiremos jamás el favor del rajá, que detesta a los extranjeros.

—Estamos dispuestos a ayudarte. Somos treinta y cinco, con Sambigliong, y mañana llegarán también Tremal-Naik y Kammamuri. Me han telegrafiado hoy que dejaban Calcuta para reunirse con nosotros. Venga, pues, esa idea.

En lugar de contestar, Yáñez se detuvo frente a un edificio, cuyas ventanas estaban iluminadas con cestillos de alambre llenos de algodón empapado en aceite de coco, que ardían crepitando.

De la planta baja, que parecía servir de fonda, llegaba un ruido endiablado y a través de las ventanas se veían muchas personas que iban y venían, atareadas.

—Ya estamos —dijo Yáñez.

—¿Dónde?

—El primer ministro del rajá, su excelencia Kaksa Pharaum no dormirá muy fácilmente esta noche.

—¿Por qué?

—Por el ruido que hacen debajo de él. ¡Qué mala idea ha tenido de ir a vivir encima de una fonda! Puede costarle cara.

Sandokán le miró sorprendido.

—¿Tiene algo que ver esta fonda con tus planes? —preguntó.

—Luego verás. Igual que manejé a James Brooke, que no era un estúpido, voy a jugarle una mala pasada a su excelencia Kaksa Pharaum. ¿Tienes hambre, hermano?

—Una buena cena no me disgustaría.

—Te invito, pues, pero te la comerás tú solo.

—No entiendo nada.

—Desarrollo mi famosa idea. Por tanto, tú cenarás en otra mesa, y pase lo que pase no intervendrás en mis asuntos: sólo cuando hayas acabado de cenar irás a llamar a nuestros tigres y les harás pasear, como tranquilos ciudadanos que gozan del fresco nocturno, bajo las ventanas de su excelencia el primer ministro.

—¿Y si te ves en apuros?

—Llevo debajo de la faja dos buenas pistolas de dos tiros cada una y en un bolsillo mi fiel kris . Mira, escucha, come y finge ser ciego y mudo.

Dicho esto, dejó a Sandokán, atónito ante aquellas oscuras palabras, y entró resueltamente en la fonda, con una gravedad tan cómica que en otra ocasión hubiera hecho estallar de risa a su compañero, aunque su carácter no había sido nunca muy alegre.

La fonda no estaba tan frecuentada como Yáñez había creído.

Se componía de tres salitas amuebladas sin lujo, con muchas mesas y muchos bancos y gran número de servidores que corrían como locos, llevando jarras de vino de palma y de arrak y grandes fuentes de arroz y de pescados del Brahmaputra, fritos en aceite de coco y mezclados con hierbas aromáticas.

Sentados ante las mesas no habría más de media docena de indios, pero pertenecientes a las castas elevadas, a juzgar por la riqueza de sus ropas; la mayor parte eran kaltanos y rajputs llegados de las altas montañas del Dalk y del Lando para pedir alguna gracia a la preciosa caracola petrificada que ocultaba en su interior el cabello de Visnú.

La repentina entrada de aquel europeo pareció causar un pésimo efecto a los indios, porque cesaron las conversaciones de inmediato y la alegría producida por las abundantes libaciones de vino y arrak se esfumó de golpe.

El portugués, a quien no se le escapaba detalle, atravesó las dos primeras salas y, entrando en la última, fue a sentarse a una mesa ocupada por cuatro barbudos kaltanos, que llevaban en sus anchas fajas un verdadero arsenal entre pistolas, puñales y talwar , curvados y afiladísimos.

Yáñez les miró de frente, sin dignarse saludar, y se sentó tranquilamente ante ellos, gritando con voz estentórea y en un inglés detestable:

—¡Comida! ¡Milord tener mucha hambre!

Los cuatro kaltanos, a los que no debía agradar mucho la compañía de aquel extranjero, cogieron sus escudillas aún medio llenas de curry, se levantaron y cambiaron de mesa.

—Magnífico —murmuró el portugués—. Dentro de poco os haré reír o llorar.

En aquel momento pasaba un mozo de la fonda, llevando una fuente llena de pescado, destinada a otras personas. Yáñez se levantó rápido, le cogió por una oreja y le obligó a detenerse. Luego le gritó a la cara.

—Milord tener mucha hambre. ¡Poner eso ahí, bribón! Ser segunda vez que milord grita.

—¡Sahib! —exclamó confuso, y un tanto irritado, el indio—. Este pescado no es para ti.

—Llamar a mí milord, bribón —gritó Yáñez, fingiéndose irritado—. Yo ser gran inglés. ¡Pon aquí fuente! Buen perfume.

—Imposible, milord. No es para ti.

—Yo pagar y querer comer.

—Un momento sólo y te sirvo.

—Contar momentos en mi reloj, luego cortar a ti una oreja.

Se sacó de un bolsillo un magnífico cronómetro de oro, lo puso sobre la mesa, y se quedó mirando las agujas.

En aquel momento entró Sandokán, que se sentó a una mesa cerca de una ventana, que no estaba ocupada.

Como llevaba vestido oriental y tenía la piel bronceada, nadie hizo mucho caso de él. Podía pasar por un rico hindú del Lahore y de Agrar, llegado para asistir a la célebre ceremonia religiosa.

Apenas se sentó el famoso pirata malayo, tres o cuatro sirvientes le rodearon, preguntándole qué deseaba cenar.

—¡Por Júpiter! —murmuró Yáñez, encolerizado, tirando el cigarrillo que acababa de encender—. Ha entrado después que yo y todos corren a servirle. Un europeo no podrá hacer nada bueno en este país, a menos de que sea un pillo de cuidado. Pero ya veréis cómo las gasta milord… Moreland. ¡Eso es! Tomaré el nombre del hijo de Suyodhana: suena bien.

Luego añadió en voz alta:

—¡Vaya! ¡Si aquí haber bebida!

Una jarra, pedida sin duda por los cuatro kaltanos que ocupaban antes la mesa, estaba en medio de ésta, con un vaso al lado.

Yáñez, sin preocuparse de sus propietarios, la cogió y se la acercó a los labios, dando un largo sorbo.

—Verdadero arrak —dijo luego—. ¡Exquisito a fe mía!

Iba a probarlo otra vez, cuando uno de los cuatro kaltanos barbudos se acercó a la mesa, diciéndole:

—Excusa, sahib, pero esa jarra nos pertenece. Tú has apoyado en ella tus labios impuros y pagarás el contenido.

—Llamar a mí milord ante todo —dijo Yáñez, tranquilamente.

—Sea, con tal de que tú pagues el licor que yo he pedido para mí —contestó el kaltano con acento seco.

—Milord no pagar por nadie. Encontrar jarra en mi mesa y yo beber hasta que no tener más sed. Dejar tranquilo a milord.

—Aquí no estás en Calcuta ni en Bengala.

—A milord no importar nada. Yo ser grande y rico inglés.

—Razón de más para pagar lo que no te pertenece.

—Vete al diablo.

Luego, viendo pasar a otro mezo que llevaba un plato lleno de fruta cocida, lo cogió por el cuello, gritándole:

—¡Aquí! Poner aquí, delante de milord. Poner o milord estrangular.

—¡Sahib!

Yáñez, sin esperar más, le arrebató el plato, se lo puso delante y tras dar un empujón al mozo, mandándole a dar de narices contra una mesa vecina, se puso a comer, mascullando:

—Milord tener mucha hambre. ¡Indios bribones! Mandar yo aquí cipayos y cañones y ¡bum sobre todos vosotros!

Ante aquel acto de violencia, realizado por un extranjero, un murmullo amenazador brotó de los labios de los indios que cenaban en la fonda.

Los cuatro kaltanos se pusieron en pie, apoyando las manos en sus pistolones y mirándole ferozmente.

Sólo Sandokán reía silenciosamente, mientras Yáñez, siempre imperturbable, devoraba concienzudamente la fruta cocida, regándola de vez en cuando con el arrak que no había pagado, ni tenía intención de pagar.

Cuando hubo terminado, agarró casi al vuelo a un tercer mozo, arrebatándole de las manos una fuente repleta de pescado, condimentado con un magnífico curry.

—¡Todo esto para milord! —gritó—. ¡Vosotros no servir y yo coger, by God!

Esta vez un rugido de indignación se alzó en la sala.

Todos los indios que ocupaban las mesas se habían puesto en pie, como un solo hombre, irritados por aquellos continuos abusos.

—¡Fuera el inglés! ¡Fuera! —gritaron con voz amenazadora.

Un rajput de aspecto canallesco, más atrevido que los demás, se adelantó hasta la mesa ocupada por el portugués y le señaló la puerta, diciéndole:

—¡Márchate! Basta.

Yáñez, que ya estaba atacando el pescado, levantó los ojos hacia el indio, preguntándole con perfecta calma.

—¿Quién?

—¡Tú!

—¿Yo, milord?

—Milord o sahib, ¡márchate! —repitió el rajput.

—Milord no haber terminado todavía cena. Tener mucha hambre aún, querido indio.

—Vete a comer a Calcuta.

—Milord no tener ganas de moverse. Encontrar aquí cosas muy buenas, y yo milord comer aún mucho; luego todo pagar.

—¡Échale! —rugieron los kaltanos, furibundos.

El rajput alargó una mano para coger a Yáñez; pero éste le arrojó a la cara el pescado que estaba comiendo, cegándole con la salsa pimentada que lo bañaba.

Ante aquel nuevo gesto de arrogancia, que parecía un desafío, los cuatro kaltanos, cuyo arrak se había bebido Yáñez, se abalanzaron contra la mesa, aullando como endemoniados.

Sandokán se puso también en pie, metiendo las manos dentro de la faja, pero una mirada rápida de Yáñez le detuve.

El portugués era, por otra parte, hombre capaz de arreglárselas sin la ayuda de su terrible compañero.

Ante todo, arrojó sobre los kaltanos la fuente llena de curry; luego, cogiendo un escabel de bambú, lo levantó y lo hizo voltear amenazadoramente ante los rostros de sus adversarios.

El gesto fulminante, la estatura del hombre y, más que nada, esa cierta fascinación que ejercen siempre los hombres blancos sobre los de color, habían detenido el impulso de los kaltanos y de todos los demás indios, que iban a defender a sus compañeros.

—¡Salir o milord inglés matará a todos! —gritó el portugués.

Luego, viendo que sus adversarios permanecían allí, inmóviles, indecisos, dejó caer el asiento, sacó dos magníficas pistolas de doble cañón, con arabescos y montadas en plata y madreperla, y, sin más, las apuntó contra ellos, repitiendo:

—¡Salir todos!

Sandokán fue el primero en obedecer. Los demás, presa de un repentino pánico —y también para evitar a su gobierno, ya no muy bien visto por el virrey de Bengala, graves complicaciones—, no tardaron en batirse en retirada, aunque todos ellos poseían armas.

El propietario de la fonda, al oír todo aquel alboroto, acudió a toda prisa, empuñando una especie de espetón.

—¿Quién eres tú que te permites turbar los sueños de su excelencia el ministro Kaksa Pharaum, que vive encima, y que haces huir a mis parroquianos?

—Milord —contestó Yáñez, con toda tranquilidad.

—Lord o campesino te invito a salir.

—Yo no haber acabado aún mi cena. Tus boys no servir a mí y yo coger a ellos los platos. Yo pagar y tener por eso derecho a comer.

—Ve a terminar tu cena en otro sitio. Yo no sirvo a los ingleses.

—Y yo no dejar tu fonda.

—Haré llamar a la guardia de su excelencia el ministro, y te haré detener.

—Un inglés nunca tener miedo de los guardias.

—¿Sales? —rugió furioso el fondista.

—No.

El indio hizo gesto de levantar el espetón, pero en seguida retrocedió hasta el umbral de la puerta.

Yáñez, empuñando de nuevo las pistolas, que había dejado sobre la mesa, le apuntaba al pecho, diciéndole fríamente:

—Si tú dar un solo paso, yo hacer ¡bum!, y matarte.

El fondista cerró con estrépito la puerta, mientras los kaltanos y los rajputs que habían acudido también desde las otras dos salas, gritaban:

—¡No le dejemos escapar! ¡Es un loco! ¡Los guardias! ¡Los guardias!

Yáñez había estallado en una risotada.

—¡Por Júpiter! —exclamó—. Así es como se puede conseguir una cena gratis en casa de un altísimo personaje de Assam. Porque me la ofrecerá, no lo dudo. ¿Y Sandokán? ¡Se ha ido! Estupendo, ahora podemos reemprender la cena.

Tranquilo e impasible, como un verdadero inglés, se sentó de nuevo ante otra mesa sobre la que había otra sopera de curry, y comió algunas cucharadas.

Pero no había llegado a la tercera, cuando la puerta se abrió con estruendo y seis soldados con inmensos turbantes, anchas casacas flamantes, calzones muy amplios y babuchas de piel roja, entraron apuntando hacia el portugués sus carabinas.

Eran seis buenos mozos, altos como granaderos, y barbudos como bandidos de las montañas.

—Ríndase —dijo uno de ellos, que llevaba en el turbante una pluma de buitre.

—¿A quién? —preguntó Yáñez, sin dejar de comer.

—Somos guardias del primer ministro del rajá.

—¿Dónde conducir a mí, milord?

—Ante su excelencia.

—Yo no tener miedo de su excelencia.

Se puso en el cinto las pistolas, se levantó con flema, dejó sobre la mesa un puñadito de rupias para el tabernero y avanzó hacia los guardias, diciendo:

—Yo dignarme su excelencia ver a mí, gran inglés.

—Entregue las armas, milord.

—Yo no dar nunca mis pistolas: ser regalo de graciosísima reina Victoria, mi amiga, porque yo ser gran milord inglés. Yo prometer no hacer daño a ministro.

Los seis guardias se interrogaron con la mirada, no sabiendo si debían forzar a aquel hombre original a entregar las pistolas; pero después, temiendo cometer un gran disparate, por tratarse de un inglés, le invitaron sin más a seguirles hasta la presencia del ministro.

En la sala vecina se habían reunido todos los parroquianos, dispuestos a auxiliar a los guardias del ministro.

Al verle aparecer, le acogieron con una salva de imprecaciones.

—¡Hacedlo ahorcar!

—¡Echad al inglés por la ventana!

—¡Es un ladrón!

—¡Es un canalla!

—¡Es un espía!

Yáñez miró intrépidamente a aquellos energúmenos, que se hacían los valientes porque le veían entre seis carabinas, y contestó a sus invectivas con una ruidosa carcajada.

Al salir de la fonda, los guardias entraren en un portal vecino, haciendo subir al prisionero una escalinata de mármol, iluminada por un farol de metal dorado, en forma de cúpula.

—¿Aquí habitar ministro? —preguntó Yáñez.

—Sí, milord —contestó uno de los seis.

—Yo tener prisa cenar con él.

Los guardias le miraron con estupor, pero no osaron decir nada. Llegados al rellano, le introdujeron en una bellísima sala, decorada con elegancia, con muchos divancitos de seda floreada, grandes cortinas de percal azul y graciosos muebles, ligerísimos e incrustados de marfil y madreperla.

Uno de los seis indios se acercó a una placa de bronce colgada sobre una puerta y la golpeó repetidamente con un martillo de madera. Aún no se había extinguido el sonido, cuando se alzó la cortina y apareció un hombre, que fijó sus ojos en Yáñez, más con curiosidad que con enojo.

—Su excelencia el primer ministro Kaksa Pharaum —dijo uno de los soldados.

—Buenas noches —dijo Yáñez, quitándose el sombrero y extendiendo su mano derecha.

Kaksa Pharaum era un hombre de unos cincuenta años, delgado como un faquir, corto, con piel bronce oscura, la nariz aquilina y barba espesa que ocultaba la mayor parte de su rostro. Llevaba un dhoti de seda amarilla adornada con bordados rojos y un par de zapatillas de color rojo oscuro.

A pesar de que había visto la mano de Yáñez, lo ignoró.

—¿Usted fue la causa de la perturbación? —preguntó.

—Sí, excelencia —dijo Yáñez.

—¿Sabías que yo vivía encima de esa fonda?

—No, excelencia. Tenía hambre y quería comer.

—¿Todo este alboroto porque tenías hambre?

—Cuando su excelencia tiene hambre, come, estoy seguro. Es lo mismo para mi.

—Yo soy el primer ministro de Assam.

—Y yo ser milord James Moreland de Inglaterra, gran amigo de la reina Victoria, emperatriz de la India.

El rostro del ministro se iluminó.

—¿Eres un lord?

—Sí, excelencia.

—¿No lo dice al fondista?

—Les dije a todos; nadie me dio comida. No como en Inglaterra. Le damos alimentos a los indios.

—¿Así que no ha podido cenar, milord?

—Sólo pocos bocados. Yo tener aún mucha hambre, grandísima hambre. Yo escribir esta noche a virrey de Bengala no poder cumplir mi difícil misión porque assameses no dar milord de comer.

—¿Qué misión?

—Yo ser grande cazador tigres y ser aquí venido para destruir todas malas bestias que comen indios.

—¿De forma que milord ha venido para prestarnos un valioso servicio? Nuestros súbditos han cometido un error al tratarle mal, pero yo lo remediaré todo. Sígame, señor.

Hizo gesto a los guardias de que se retiraran, levantó la cortina e introdujo a Yáñez en un gracioso gabinete, iluminado por un globo de vidrio opalino, suspendido sobre una mesa ricamente servida, con platos y cubiertos de oro y de plata, llenos de manjares exquisitos.

—Iba a cenar —dijo el ministro—. Le ofrezco que me acompañe, milord; así le compensaré de la mala educación y malevolencia del fondista.

—Yo dar gracias excelencia y escribir a mi amigo virrey de Bengala tu gentil acogida.

—Se lo agradeceré.

Se sentaron y empezaron a comer con envidiable apetito, especialmente por parte de Yáñez, intercambiando de vez en cuando algún cumplido. El ministro llevó su cortesía hasta hacer servir a su invitado —una vieja cerveza inglesa, que aunque era muy ácida—. Yáñez se guardó muy bien de dejar de beber. Cuando hubieron terminado, el portugués se recostó en una cómoda butaca y, fijando los ojos en el ministro, le dijo a quemarropa y en perfecto hindi:

—Excelencia, vengo de parte del virrey de Bengala para tratar con usted un grave asunto diplomático.

Kaksa Pharaum se sobresaltó.

—Le ruego que me excuse por haber recurrido a un medio… un poco extraño para acercarme a usted y…

—Entonces no es usted británico…

—Sí, un auténtico lord inglés, primer secretario y embajador secreto de su excelencia el virrey —contestó Yáñez imperturbable—. Mañana le mostraré mis credenciales.

—Podía usted haberme pedido una audiencia, milord. No se la habría negado.

—El rajá no hubiera tardado en ser informado, y yo, por ahora, deseo hablar solamente con usted.

—¿Acaso el gobierno de las Indias tiene alguna idea sobre el Assam? —preguntó Kaksa Pharaum, asustado.

—Ninguna en absoluto, tranquilícese. Nadie piensa amenazar la independencia de este estado. No tenemos que hacer ningún reproche a Assam ni a su príncipe. Pero lo que debo decirle no debe oírlo nadie, de forma que sería mejor, para mayor seguridad, que mandara a la cama a los sirvientes.

—No les disgustará, al contrario —dijo el ministro, esforzándose por sonreír.

Se levantó y golpeó el gong que colgaba de la pared, detrás de su silla. Casi inmediatamente entró un criado.

—Que se apaguen todas las luces, menos las de mi alcoba, y que todos se acuesten —dijo el ministro en un tono que no admitía réplica—. No quiero que esta noche se me moleste por ningún motivo. Tengo trabajo.

El sirviente se inclinó y desapareció.

Kaksa Pharaum esperó a que se apagara el rumor de sus pasos, y, volviendo a sentarse, dijo a Yáñez:

—Ahora, milord, puede hablar libremente. Dentro de unos minutos toda mi gente estará roncando.