ERA LA TARDE del 4 de septiembre de 1883. El sol ecuatorial, completamente rojo, descendía rápidamente hacia las áridas y escarpadas montañas de Nuba, iluminando apenas los grandes bosques de palmeras y tamarindos y las cónicas cabañas de Mahmoudieh, mísera aldea sudanesa, situada en la margen derecha del majestuoso Bahr-el-Abiad, o Nilo Blanco, a menos de cuarenta millas al sur de Jartum.
De varias partes del horizonte acudían manadas de hermosos antílopes y de chacales, que venían a apagar su sed en las poéticas orillas del río; en el aire batían sus alas con atrevimiento bandadas de flamencos de rojas plumas y alas llameantes en sus extremos, de ibis sagrados que descendían sobre las redondeadas y flotantes hojas del loto, e hileras de grandes pelícanos, que se ocultaban entre los cañaverales, cogiendo peces.
Por el muelle y por las callejuelas de la aldea negros, árabes y turcos iban y venían con gran estrépito; los unos ocupados en descargar camellos y asnos, los otros conduciendo a los abrevaderos manadas de bueyes de jaspeada piel, y camellos, y otros aun sacando las barcas a tierra firme y desmontándolas. Por todas partes se oían canciones monótonas, acompañadas de música de tambores, que repetía el eco del bosque; salmodias de versículos del Corán, mugidos de animales, batir de remos, llamadas, saludos, y, dominando estos rumores, la voz nasal del muecín, que, desde lo alto del esbelto minarete, con la cara vuelta hacia La Meca, gritaba:
— La ilaha illa-llahu Muhammadun rasulu-llah (No hay más dios que Alá, y Mahoma es su profeta).
Apenas había terminado la plegaria del muecín, cuando una barca procedente de la orilla opuesta vino a detenerse frente a Mahmoudieh. Un oficial egipcio, que venía a proa, cambió algunas palabras con los remeros, les entregó unos cuantos pará (céntimos), saltó con ligereza a tierra y subió la pendiente ribera.
Era un hermoso joven, de veinticinco a veintiséis años, alto, de ágiles movimientos, elegante y vigoroso al mismo tiempo. Su piel era bronceada con reflejos rojizos, el rostro risueño, varonil, atrevido, ojos que brillaban con fuego salvaje e indómita fiereza, y grandes bigotes negros.
Apenas hubo puesto pie en el muelle, miró a derecha e izquierda, como buscando a alguien; luego se acercó a un soldado egipcio, que, habiendo dejado su fusil apoyado en una pared semiderruida, se dedicaba a hilar lino, exactamente lo mismo que una mujer.
—¿Has visto al teniente Notis Cayma? —le preguntó con brusquedad.
—Me parece haberle visto —respondió el soldado, tomando con rapidez el fusil y saludando.
—¿Adónde ha ido?
—Lo ignoro.
El oficial permaneció algunos momentos silencioso, mirando la corriente del río y las barcas que la surcaban, luego preguntó de nuevo:
—¿Dónde está el teniente Oóseir?
—Está allá, sentado bajo aquella zulla (toldo), fumando el narguilé.
El oficial giró sobre sus talones y se alejó, caminando con la soltura y la elegancia de los animales salvajes y con la agilidad característica de los pueblos árabes. Atravesó con dificultad las líneas de camellos, arrodillados sobre el camino, cargados de goma, marfil y maíz, y fue a detenerse ante una zulla, bajo la cual fumaba beatíficamente un bashi-bozuk.
—As-salamu alaykum, Oóseir (la paz sea contigo) —dijo el oficial.
El bashi-bozuk, que estaba de espaldas, se levantó inmediatamente, mirándole con sus ojos verdes como los de una hiena.
—¡Ah, eres tú, Abd-el-Kerim! —exclamó—. ¿Cómo es que te encuentras aquí? ¿Tienes que referirme alguna batalla habida contra ese perro de Mahdi?
—Nada de eso, Oóseir —respondió Abd-el-Kerim—. Busco al griego Notis.
—¿Tu cuñado?
—Poco a poco, amigo mío —dijo Abd-el-Kerim sonriendo—. No lo es todavía.
—Pero lo será.
—Si Alá y el Profeta quieren… ¿Has visto a Notis?
—Hace diez minutos que ha llegado y está tomando café allí, en aquel toukoul.
—Vamos a verle.
El árabe y el bashi-bozuk, se encaminaron juntos al café de la aldea.
—¿Qué tal te llevas con Elenka? —preguntó Oóseir.
—Nos llevamos bien —respondió Abd-el-Kerim con cierta frialdad.
—Eres hombre afortunado.
—No digo que no.
—La hermana de Notis es una muchacha seductora, la más hermosa de toda la Nubia y de todo el Sudán, tan admirable que tentaría aun al Profeta si viviese.
—Sí, hermosa, soberbia, quizá demasiado soberbia y demasiado terrible.
—¿Y tú la quieres mucho?
—Tanto como puede ser capaz de querer un árabe.
—Es muy poco, Abd-el-Kerim.
—A mí me parece suficiente, Oóseir.
—Te encuentro hoy un poco frío. En otras ocasiones hablabas con más entusiasmo. ¿Es que la distancia y la vida del campo harán que te olvides de ella?
—No lo creo —respondió el árabe, casi de mal humor—. Elenka ha arraigado en mi corazón. ¿Quién ha de pensar, por tanto, en romper con ella? Es una griega, pero una griega terrible.
—Debe de haberte costado mucho conquistar el corazón de una mujer que despreció el amor del bajá y del mudir (gobernador).
—Para conquistarla tuve que sufrir durante dos años, y de tal modo que creí volverme loco. Me despreció, se burló de mí atrozmente, me destrozó el corazón; luego se apiadó de mí, se mostró menos soberbia y feroz, y terminó por amarme. Había vencido a la griega, ¡pero a qué precio!
El árabe se pasó la mano por la frente y suspiró.
—Este es el café —dijo Oóseir, deteniéndose.
Habían llegado junto a una gran choza cuyos muros de adobes se hallaban derruidos, que tenía su puntiaguda techumbre cubierta de paja durísima.
Entraron. El establecimiento estaba ocupado por una veintena de personas, en parte árabes, en parte nubios, y en parte senegaleses envueltos, a pesar del calor, en blancas fardas o en amplios thawb (capas) orlados de rojo. Algunos se hallaban tendidos sobre descoloridas alfombras, fumando silenciosamente en sus chibouks de barro cocido y dorado; otros estaban sentados en bancos primitivos o sobre vasijas puestas boca abajo, y bebían merissa, especie de cerveza hecha con maíz fermentado, o sorbían con sibarítica voluptuosidad verdadero qahwah (café), que humeaba en fenjan o tazas sin asa. A un lado, sobre un angareb cubierto por un tapiz, estaba tendido un griego de mediana estatura, blanca tez, grandes ojos castaños y poblada barba, negra y rizosa. Apenas divisó a los dos oficiales, se puso en pie y fue a su encuentro.
—¡Hola, Abd-el-Kerim! —exclamó con alegría.
—¡Ah, eres tú, Notis! —dijo el árabe, estrechando con fuerza la mano que el otro le tendía.
—Temía que no vinieses a buscarme. ¡Ira de Dios! Puedo aún llamarme afortunado.
—No tenías por qué suponer que no había de venir. ¿Cuánto tiempo hace que has llegado?
—Hará una media hora que dejé la dahabiya (barca) de ese bribón de Ibrahim. ¡Ah, qué viaje tan pesado, amigo mío! Estoy asado como un carnero. ¿Qué tal, Oóseir?
—Como le puede ir a un hombre que pasa el día holgando y fumando —respondió el bashi-bozuk.
—Vosotros, en los poblados, estáis siempre bien. ¡A ver, gahwaji (cafetero), tráenos unos vasos de merissa!
El bashi-bozuk y el árabe se sentaron y despacharon uno tras otro varios vasos de cerveza que les trajo el gahwaji.
—¿Cómo es, Abd-el-Kerim —preguntó Notis—, que no me preguntas por mi hermana Elenka? ¿Acaso has olvidado a tu novia?
El árabe se estremeció ligeramente y su frente se arrugó.
—¡Ah, perdona, Notis! —respondió—. Tu presencia, la alegría de volverte a ver, han hecho que me olvide de ella. ¿Cómo está mi bella prometida?
—Te traigo, ante todo, un «montón» de saludos y una «carga» de protestas amorosas —dijo Notis riendo—. La pobre está bien, pero arde en deseos de volverte a ver, y tiene constantemente el temor de que la olvides o de que una bala te mate.
—No debe temer que yo la abandone. La amé desde la primera vez que la vi y creo que le seré siempre fiel.
—Ya sabes tú cómo son las mujeres cuando están enamoradas, y más aún si son griegas. Sienten celos de todo, hasta del sol, del aire, de la luz.
—¡Pobre Elenka! —murmuró el árabe—. Si el Profeta me conserva la vida, la haré… feliz.
Le se nubló la frente, y la viva llama que brillaba en sus ojos se extinguió.
—¿Tienes algún mal presentimiento, Abd-el-Kerim? —preguntó el griego en tono de broma.
—No, y creo que no lo tendré nunca. Soy fatalista, como todos los de mi raza, y eso basta para tranquilizarme, hasta en los trances más apurados.
—Y, cambiando de conversación, ¿qué ocurre en Hossanieh?
—Nada. Jafar Bajá no entrará en acción sin los refuerzos que debe recibir de Jartum. No tenemos artillería y bien sabes tú que sin ella no podemos hacer frente a los rebeldes.
—Temo que esos refuerzos lleguen demasiado tarde. La expedición de Hicks costó doce millones y las cajas, por tanto, están vacías. ¿Qué noticias hay del Sudán?
—Muy malas. El Mahdi es más fuerte que nunca y no sé cómo nos vamos a arreglar para vencerle.
—¡Bah! —dijo el griego, encogiéndose de hombros—. No concedo más de dos meses de vida a ese falso profeta. Déjate que lleguemos a las manos con sus hordas, y le verás derretirse como nieve al sol.
—No nos hagamos ilusiones, Notis, y no despreciemos demasiado a un insurgente que el año pasado destrozó por completo a los ocho mil egipcios de Yussif Bajá y se apoderó de El Obeid. Créeme, es un hueso duro de roer.
—Pero que se roerá con la ayuda de los cañones y de los Remingtons.
—Los egipcios temen al Mahdi y a sus terribles guerreros.
—¡Vamos! Somos muchos y estamos bien armados.
—Pero desorganizados. Quiera Alá que no seamos vencidos; si nos derrotan, ni uno volverá a Jartum, yo te lo aseguro, Notis. No concederán cuartel ni aun a los heridos.
—Tenemos por guía a Hicks Bajá, Abd-el-Kerim.
—Peor aún. Esos ingleses no son vistos con muy buenos ojos por los egipcios, la mayor parte de los cuales se acuerdan perfectamente del bombardeo de Alejandría y del heroico Orabi Bajá. Y, por otra parte, ¿qué saben los ingleses del Sudán?
—¿Y a Al-ed Din Bajá no lo cuentas?
—Al-ed Din es un comandante supeditado a las órdenes inglesas y habrá de someterse por fuerza.
—De todos modos, ya veremos.
—¿Y qué se dice de la insurrección en Jartum? —preguntó Oóseir.
—Se teme que no se consiga dominarla —respondió Notis—. Además, muchos se pasan al Mahdi, creyendo que realmente es el enviado de Dios.
—¿De veras?
—¡Sí! —dijo el griego castañeteando los dedos—. Estamos en una ciudad partidaria del rebelde, y que le conquista prosélitos en gran escala.
—Tiene suerte ese perro de Muhammad Ahmad.
—Y es un gran hombre —dijo Abd-el-Kerim.
—¡Silencio! —exclamaron de pronto algunos árabes.
—¿Qué pasa? —preguntó Notis, molestado por aquella intimación.
—¿Oís?…
Fuera, se oía sonar un címbalo y, de vez en cuando, estallaban estrepitosos aplausos acompañados de gritos de:
—¡Viva la almea!
—¿Qué sucede? —preguntó Oóseir, levantándose.
—Por lo visto, se acerca alguna almea —respondió Abd-el-Kerim—. Esperemos aquí, que de seguro vendrá a bailar.
—Debe de ser alguna almea célebre, pues la gente aplaude —observó Notis.
—Es Fátima, la más bella danzadora del Sudán —dijo un árabe.
El sonido del címbalo se oía cada vez más cerca, hasta que se detuvo ante la puerta del café. Se oyó crujir un vestido de seda, y, al instante, una mujer entró en la estancia.
Los tres oficiales se pusieron en pie, y lanzaron una exclamación de admiración y sorpresa.
La mujer que acababa de entrar era una criatura de belleza extraordinaria, irresistible, una de esas criaturas con las cuales parece que Dios ha querido dar una muestra del límite de belleza, seducción y encanto a que puede llegar una mujer. Tendría hasta veinte años, era alta, robusta, graciosa, de formas voluptuosamente redondeadas y estupendamente desarrolladas.
Su color era moreno, pero un moreno oscuro; su cabeza era soberbia; grandes ojos negros, rasgados, vivos, centelleantes, como diamantes negros, con espesas y arqueadas cejas; labios de coral, carnosos, provocativos, y dejaba ver por entre ellos los blancos dientes parecidos a purísimas perlas. Del rojo tarbush caían, flotantes y perfumados, sus cabellos, que, como denso velo, cubrían los robustos hombros sembrados de moneditas de oro.
Vestía una sencilla falda de seda azul, adornada con franjas de oro, sujeta con delicadeza bajo el pecho por un rico cinturón cuajado de estrellitas de plata, el cual descendía hasta los blancos pantaloncillos que le cubrían las piernas; un juboncillo rojo le ocultaba el turgente seno, y encerraba los desnudos y diminutos pies en babuchas de tafilete amarillo. Gran número de aretes de oro y pedrería refulgían en sus desnudos, bellísimos y redondos brazos.
—¡Oh, qué admirable almea! —exclamó Notis.
Efectivamente, aquella mujer tan hermosa era una almea árabe. Son las almeas bailarinas y cantoras esparcidas por Egipto y Sudán, y que por su cultura y estudiada gracia se consideran como lo más escogido de las mujeres egipcias. Conocen las reglas de la versificación y saben improvisar y componer canciones y bailes en armonía con las circunstancias, tomando parte en todas las reuniones en que reina la alegría y en todos los festines, donde constituyen siempre el principal ornamento. Son la delicia de las jóvenes del harén, a las cuales enseñan todos los martah o elegías que saben, les cuentan historias galantes o les dan lecciones de baile; asisten a las bodas, precediendo al acompañamiento de la novia, y van tras los cortejos fúnebres cantando martah plañideros, llorando y haciendo un duelo tal que cualquiera podría creer que lo sienten en su corazón, siendo así que únicamente lo hacen por su salario.
La almea que había entrado en el café, después de haber saludado a los circunstantes con una fascinadora sonrisa y haber distribuido varios besos con la punta de sus pequeños dedos, se envolvió en un velo azul.
Casi al mismo tiempo, entró un esclavo joven, provisto de un címbalo. Se sentó en un extremo, y, después de haber tocado por espacio de algunos minutos, exclamó:
—Nahbé la (la abeja).
La almea, que había ya comenzado a danzar dando breves pasos y haciendo flexibles contorsiones hacia los lados, ondeando con gracia el velo y sonando los aretes de oro de sus brazos, se detuvo al oír aquella exclamación y miró en torno con terror profundo.
—¡Ah! —exclamó Notis—. Es el baile de la abeja. Atiende, Abd-el-Kerim, que es cosa digna de verse.
El árabe no le oía ya. Con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre la mesa, tenía sus brillantes ojos clavados en la almea. Casi no respiraba; su cara estaba visiblemente alterada, sus labios temblaban de vez en cuando y gruesas gotas de sudor le caían de la frente.
La almea agitaba sus brazos como si tratase de rechazar una abeja que quisiera picarla; en su hermoso rostro se reflejaba gran angustia, y agitaba el tenue velo azul con gran variedad de voluptuosos movimientos. Se detenía, a veces, como fatigada, y sus ojos, que centelleaban de un modo singular, miraban a Abd-el-Kerim, el cual se estremecía como si penetrasen hasta el fondo de su alma.
La lucha contra la supuesta abeja duró hasta un cuarto de hora, animada por el incesante sonido del címbalo; luego, se detuvo la almea angustiada y extraviada, y lanzó un agudo grito de dolor. Al parecer, la abeja le había penetrado a través de los vestidos y le hacía sentir su fino aguijón.
Intentó librarse de él; luego, con ágiles movimientos, se puso a dar vertiginosas vueltas sobre sí misma, terminando por abandonarse, agotadas sus fuerzas, entre los brazos del esclavo.
Los circunstantes prorrumpieron en ruidosos aplausos.
—¡Ira de Dios! —exclamó el griego, descargando con fuerza el puño sobre la mesa—. ¡Nunca he visto mujer semejante! ¡Es tan soberbia como una hurí!
Abd-el-Kerim levantó la cabeza, crispó las manos arañando con las uñas la piel del angareb, y dirigió una torva ojeada al griego.
—¡Él! —murmuró.
La almea se había acercado a ellos con la mano tendida. Abd-el-Kerim sacó un puñado de piastras y se las entregó. La sonrisa que recibió en cambio, le desconcertó.
Notis miró a entrambos con sorpresa y sintió que una oleada de sangre le afluía a la cabeza, al notar la mirada que cambiaron, y asaltarle una sospecha.
—¿Cómo te llamas, bella almea? —preguntó con sarcasmo.
—Fátima —contestó con noble altivez la danzarina.
—¡Eres muy hermosa! —exclamó Oóseir levantándose—. Tan hermosa que quiero poner mis labios sobre los tuyos.
La almea retrocedió. Inflamaron sus ojos la ira y el desdén.
—No me toques —dijo con aire amenazador—. Hay puñales capaces de atravesar el pecho, aunque sea el de un bashi-bozuk.
Volvió bruscamente las espaldas y salió del café, seguida del esclavo. Oósier hizo ademán de lanzarse tras ella, pero dos manos de hierro le hicieron encorvarse sobre el angareb.
—No te muevas —le dijo Abd-el-Kerim con gravedad.
—¿Qué te ocurre? —preguntó el bashi-bozuk irritado.
—No te muevas, repito.
—¿Es quizá tu amante?
El griego se puso en pie con los cabellos erizados, y mirando fijamente al árabe.
—¡Tu amante! —exclamó con voz ahogada—. ¿Y Elenka? ¿Y mi hermana?
—No tengas cuidado, Notis —dijo Abd-el-Kerim con tranquilidad—. Es la primera vez que veo a esa mujer y soy incapaz de traicionar a mi prometida.
—¿Puedo creerte?
—Debes creerlo.
—Entonces, ¿qué te importa a ti que yo quiero besarla? —preguntó Oósier.
El árabe se calló, no sabiendo qué contestar.
—¿Temes que me apuñale esa almea?
—Sería capaz de hacerlo —dijo un sudanés que fumaba cerca.
—¿La conoces? —preguntó Notis con vivacidad—, ¿dónde vive?
—No sé quién es. Llegó a Mahmoudieh hace dos días, e inmediatamente se ha hecho temer. Un barquero que intentó abrazarla, recibió una puñalada y fue después echado al Bahr-el-Abiad.
—Pero esa almea ¿es una hiena?
—Acaso algo peor —repuso el sudanés.
—¿Y dónde os parece que habrá, ido ahora? —preguntó Oósier.
—He visto ahí fuera su camello. Debe de haber partido en dirección de Hossanieh, pues hablaba de ir al campamento egipcio.
Abd-el-Kerim, que había prestado gran atención a aquella respuesta, se puso en pie como impulsado por un resorte.
—Ya es de noche —dijo con voz ligeramente alterada.
—¡Qué importa! —exclamó Oósier.
—Tenemos que andar mucho antes de llegar a Hossanieh.
—¿No tenéis meharis?
—Los meharis no impiden que las fieras salgan de sus cuevas. Vamos, Notis, vámonos.
—Tienes razón, Abd-el-Kerim —dijo el griego levantándose.
Dieron un puñado de parás al gahwaji, se ciñeron las cimitarras, que habían dejado en un rincón, y estrecharon la mano al bashi-bozuk.
—Adiós, Oósier —dijo el árabe.
—Buena suerte, amigos míos —respondió el bashi-bozuk—. Que Alá y el Profeta alejen los leones y las hienas.
El árabe y el griego saludaron a los circunstantes y salieron del café.