Emilio salgari banner

El tesoro del presidente del Paraguay

Capítulo 1: Una nave misteriosa


LA NOCHE DEL DÍA 22 de enero de 1869 un buque de vapor de un porte de 450 a 500 toneladas, con arboladura de goleta y que parecía haber surgido repentinamente del mar, ejecutaba extrañas maniobras cambiando de rumbo cada doscientos o trescientos metros, a distancia de cerca de cuarenta kilómetros de la amplia desembocadura del Río de la Plata en América del Sur.

Su esbelta silueta, su proa provista de espolón, sus numerosas troneras que parecían destinadas a bocas de cañón o por lo menos a cañones de ametralladoras, su velocidad muy superior a la de los buques mercantes, y, sobre todo, sus ochenta hombres que en aquel momento ocupaban la toldilla, todos armados con fusiles, y su cañón grueso, montado en una torreta blindada que se levantaba delante del árbol de trinquete, le daban a conocer a primera vista, como uno de aquellos barcos llamados cruceros poderosos auxiliares de los buques acorazados.

Ni en el mastelero del mayor, ni en la verga de la randa, ni en el asta de popa, llevaba bandera alguna que pudiese indicar a qué nación pertenecía, y aunque la noche fuese oscura como la recámara de un cañón y navegase por parajes bastante frecuentados, donde una colisión podía de un momento a otro echarlo a pique, no llevaba ninguna de las luces prescritas por los reglamentos marítimos.

Extrañas conversaciones se cruzaban en lengua española entre los marineros, especialmente entre aquellos que vigilaban a proa, bastante lejos de los oficiales que estaban de pie en el puente de mando, ocupados en escudriñar el mar con poderosos anteojos.

—Dime, Pedro —decía un mozalbete que masticaba con visible satisfacción un gran pedazo de cigarra, volviéndose hacia un contramaestre que estaba apoyado en una pequeña ametralladora tapada con una funda de tela embreada—, ¿se atraca o seguimos navegando?

—No sé más que tú, Alfonso —respondió el interrogado—. El capitán es quien manda, y él sabe lo que hace.

—¡Buena manera de navegar! Hace dos días que al ponerse el sol nos acercamos a la costa y al salir el sol volvemos a salir mar afuera. ¿Tendrá el capitán miedo de la fiebre amarilla?

—¡Nada de fiebre amarilla! Teme algo peor.

—¿Qué otra cosa?

—A los brasileños y a sus aliados.

—¡Bah! Nuestro valeroso presidente Solano López los tiene muy ocupados para que les quede tiempo para ocuparse de nosotros.

—Y yo te digo que a ellos les interesa más ocuparse de nosotros que no del ejército del Paraguay. ¿Sabes tú qué cosa llevamos en la bodega?

—Trescientas cajas llenas de vestuario para nuestros soldados, ha dicho el capitán.

—Me parece que te equivocas.

—¿Llevamos, pues, un cargamento sospechoso?

—Ochocientos mil cartuchos y treinta mil fusiles, amigo.

—¿Para nuestros valientes soldados?

—Tú lo has dicho, Alfonso.

—¿Y el capitán no nos lo ha dicho?

—La discreción no está nunca de más en tiempos de guerra.

—¿Pero crees que los brasileños saben lo que transporta el Pilcomayo ?

—Cuando salimos de Boston para transbordar en alta mar las cajas del navío inglés, nos seguía una lancha de vapor, y cuando emprendimos el rumbo al Sur, ya la he visto volver al puerto a toda velocidad. Aquella lancha, si no lo sabes, te diré que era del cónsul del Brasil.

—¿Entonces, tú crees…?

—Digo que en el Río de la Plata nos esperan los barcos aliados y que apenas nos descubran se nos echarán todos encima.

—¡Uf! ¡Qué asunto más feo! Pero, es indudable que habremos de atracar en alguna parte.

—¡Atracar! Primero hay que entrar en el Río de la Plata y remontarlo hasta Asunción, si esta ciudad resiste todavía a los ataques de las tropas del Brasil, de la Confederación argentina y del Uruguay.

—Si nos echaran, a pique sería un golpe terrible para nuestro presidente.

—Su ruina, porque además de las armas y municiones llevarnos…

—¿Qué cosa?

—¡Chist! Habla bajo, para que nadie te oiga. Llevamos nada menos que el tesoro del presidente: siete u ocho millones en diamantes.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Lo ha dicho el capitán una noche, mientras hablaba con el agente del gobierno.

—¿Con ese señor Calderón, tan feo?

—Cállate, si no quieres ir a la barra.

—Me es antipático ese agente.

—¡Pst…! ¡Oh…! ¡Oh…! ¿Qué novedad es ésta? —murmuró el contramaestre.

—¡Máquina atrás! —había mandado el capitán—. ¡Todo el mundo a su puesto de combate…!

Los marineros se precipitaron a sus puestos, los unos a la amurada pasando los fusiles entre los petates arrollados encima de la batayola, los otros detrás del cañón grueso, de la torreta, o detrás de la ametralladora que el contramaestre Pedro había desenfundado en seguida.

Todos los ojos se clavaron con ansiedad en la vasta extensión de agua que se abría ante el espolón del Pilcomayo, pero en medio de las profundas tinieblas no se distinguía cosa alguna que tuviese apariencia de nave.

Sin embargo, el capitán, debía haber descubierto alguna cosa para dar aquella orden.

Pasaron algunos minutos, durante los cuales el crucero permaneció completamente inmóvil, y en medio de un absoluto silencio; después volvió a oírse la voz del capitán:

—¡Hola, Cardozo! ¿Lo ves?

Desde lo alto del palo mayor cayeron con lentitud estas palabras que parecían lanzadas por una voz de muchacho.

—Sí, a tres o cuatro millas a sotavento, capitán.

—¿Y las luces?

—No lleva.

—¿Navega?

—Hacia nosotros.

—¿Barco o vapor de vela?

—De vapor, capitán.

—¡No es él! ¡Muerte y condenación! ¿Habrá sido echado a pique…? Sin embargo, debía navegar en estas aguas… ¡Maese Diego!

Un hombre de cuarenta años, de alta estatura de musculatura extraordinariamente desarrollada, de piel curtida y recocida por el sol y los vientos del mar, de facciones enérgicas, se acercó por debajo de la pasarela, y esperó con la mano en la gorra.

—¿El Paraná debía cruzar? —le preguntó el capitán.

—Por estos parajes, comandante —respondió el maestro.

—¿Estás seguro?

—El agente del gobierno lo ha dicho.

—Y la señal debía ser…

—Un cohete azul.

—¿Habrá sido, capturado?

—Eso es lo que yo ignoro, comandante. Pero cuando no aparece es señal de que le ha pasado alguna desgracia o los aliados le han impedido salir a alta mar.

—Ponte a la rueda del timón, y preparado a todo.

—En cuanto mi capitán me ordene reventar al brasileño de un espolonazo, lo haré.

—Está bien; a tu puesto.

En aquel mismo momento de lo alto de la arboladura llegó la misma voz de antes:

—¡Capitán! ¡Tenemos otro barco a popa!

—¡Oh! —exclamó el capitán, mordiéndose el bigote—. ¡Se trata de pillarnos en medio! No esperaba que los brasileños nos espiasen de ese modo; pero si esperan quedarse con mi cargamento, buen chasco se llevan.

Y volviéndose hacia los dos oficiales que estaban a su lado, dijo:

—Acaso esos barcos, que seguramente pertenecen a los aliados, no nos hayan visto, pero nunca son demasiadas las precauciones. Que los fusiles y las municiones vayan a parar al fondo del mar en lugar de servir para nuestros amigos, puede pasar; pero el tesoro lo debemos salvar. Hagan ustedes traer la caja al puente.

—¿Y luego?

—Adapten ustedes el tubo al primer cilindro y esperen mis órdenes. Antes de que los barcos de los aliados nos alcancen, todo estará dispuesto.

Los dos oficiales hicieron abrir la escotilla, y por medio de una de las grúas de a bordo subieron a cubierta una enorme caja que fue colocada en la toldilla con grandes precauciones.

Los marineros quitaron la tapa y ante sus ojos asombrados apareció un tejido como de seda, recubierto de una malla de sólido torzal que terminaba en un gran anillo de metal al cual venían a anudarse todas las cuerdas.

A una orden de los oficiales se arriaron desde los palos mayor y trinquete sendas relingas, que fueron atadas al anillo.

—Ya está —dijeron los oficiales al capitán.

—¿Y el tubo?

—Ya está acoplado y no hay más que introducirlo por el orificio.

—Que llamen al agente del gobierno.

Un marinero bajó a la cámara de popa y poco después volvía acompañado de un hombre, vestido de negro completamente y que parecía acabado de despertar.

Era un hombre de treinta y cinco o treinta y seis años, alto de estatura, bastante delgado, de color pálido y la faz cuidadosamente afeitada. Sus ojos, más bien pequeños y que tenían alguna cosa de falsos, las angulosidades de su rostro, la sarcástica sonrisa, que erraba continuamente sobre sus labios sutiles, no le hacían simpático, y desde el primer momento en que puso el pie en el crucero habla despertado entre los marineros un sentimiento de viva antipatía.

—Señor —le dijo el capitán saliéndole al encuentro—, somos perseguidos, y el bergantín del capitán Avellaneda no ha comparecido.

El rostro del señor Calderón continuó perfectamente impasible, y sus labios no se abrieron para contestar.

—¿No me ha entendido usted? —interrogó el capitán.

El agente del gobierno hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Usted tiene plenos poderes del gobierno, ¿qué me aconseja?

—Cumpla usted con su deber —respondió el agente con voz pausada y seca.

—Le prevengo a usted que si me veo acosado de cerca por los barcos de los aliados, daré fuego a la santabárbara antes de que los cartuchos caigan en sus manos.

—¿Y el tesoro del presidente? —preguntó.

—Tengo todo lo necesario para salvarlo.

—Si todos nosotros volamos, también volarán los millones.

—No señor.

—Explíquese usted.

—Eso es cosa mía.

—Tengo derecho a saberlo, comandante —dijo Calderón con tono imperioso—. Yo soy el agente del gobierno.

—A usted, señor, no le compete más que decirme si debo forzar el paso o tomar el largo, y nada más —respondió el capitán con altivez.

—Pero el tesoro…

—Ya le he dicho a usted que poseo los medios necesarios para hacerlo llegar a su destino, aunque mi nave saltase o fuese echada a pique, y eso debe bastarle. Espero sus órdenes, señor.

—¿No ha aparecido la goleta de Avellaneda?

—No, y creo que no comparecerá para facilitarnos el alijo. Espero las órdenes de usted.

—Fuerce usted la entrada.

—Le advierto que si entramos en el río ya no volveremos a salir, porque es casi seguro que dejemos allí todos la piel.

—No importa.

—Y añado que, si nos vamos a pique en el río, los aliados podrán extraer las armas y las municiones.

—Basta; entonces siga usted adelante. Esas son las órdenes del gobierno —dijo secamente el agente.

—Así se hará. Siempre tendré un par de horas de tiempo para poner a salvo el tesoro.

—No le entiendo a usted, señor.

—Mejor es así.

—Tenga usted cuidado porque el presidente cuenta con esos millones.

—Ya le serán entregados.

—Pero ¿de qué modo?

—¡Maquinista! —gritó el capitán en lugar de contestar al agente—. ¡Avante! ¡Y, vosotros, muchachos, preparad los fusiles y armaos de valor! Dentro de poco hará aquí mucho calor.

—¡Señor! —dijo el agente, que se había puesto pálido.

—¿Qué desea usted? —preguntó irónicamente el capitán.

—Yo soy el agente del gobierno.

—Y yo soy el capitán del Pilcomayo, y en este momento, a bordo de mi barco mando yo, después de Dios. ¿Me ha entendido usted, señor? ¿Quiere usted que le dé un consejo? Métase usted en su camarote y no salga usted hasta que concluya el combate, porque dentro de poco hablará el cañón. Aquí no nos queda más que forzar la desembocadura del Río de la Plata y correr. Las balas caerán como granizo y los agentes del gobierno no entienden de estas cosas y no las pueden evitar. Váyase, señor, si le parece bien.

Y dicho esto volvió la espalda al señor Calderón que se mordía los labios hasta hacerse sangre y volvió a subir al puente de mando con el portavoz en la mano.

Casi al mismo tiempo una cinta de fuego se levantó en medio del mar, a dos kilómetros por la popa del Pilcomayo y subió a trescientos metros de altura esparciendo a su alrededor miríadas de chispas de colores.

Poco después otra cinta, pero apenas visible, hendía las tinieblas hacia el Oeste para apagarse en seguida.

—Está bien —dijo fríamente el capitán que había observado con viva atención aquellas señales que nada bueno pronosticaban—. Los buques responden desde la costa y se comunican mutuamente la alarma. Se me esperaba y se preparan a recibirme. ¡Ya lo veremos!

Sacó el reloj y miró: eran las dos de la madrugada.

—¡Ingeniero! —gritó—. ¡Avante a toda máquina y que Dios nos proteja!