UN SOL ARDIENTE, abrasador, se reflejaba sobre las amarillentas y tibias aguas de la profunda bahía de Port Canning, las cuales exhalaban esas fétidas miasmas que desencadenan constantemente fiebres tremendas, mortales para los europeos que no se han aclimatado, y peor aún, el cólera, tan fatal a las guarniciones inglesas de Bengala.
Ni un soplo de brisa marina mitigaba aquel calor que debía sobrepasar los cuarenta grados. Las grandes hojas de los cocoteros, de majestuoso aspecto, cuyo follaje estaba expuesto en forma de cúpula, y las de los pipal, los nim, las palmeras de Palmira y aquellas largas y delgadas del bambú, pendían tristemente, como si el sol las hubiera privado de toda existencia.
El silencio que reinaba en aquellas aguas e islas fangosas, que se extendían hacia el Golfo de Bengala, era tan profundo que producía una intensa tristeza. Parecía que en esa zona, de las más vastas y ricas posesiones inglesas en la India, todo estuviese muerto.
Sin embargo, pese a la lluvia de fuego, y a los miasmas que se alzaban de los bajíos sobre los cuales se pudrían enormes masas de vegetales, una pequeña chalupa cubierta por un toldo blanco, navegaba lentamente y con cierta precaución por entre las islas y los bancos de arena y barro.
Dos hombres la tripulaban. Uno de ellos sentado en la proa llevaba en la mano un fusil de doble caño, y otro en la popa maniobraba lentamente con un par de cortos y anchos remos.
El primero era un jovencito alto, delgado, de piel blanca, ojos azules, bigotes rubios, frente amplia, y labios rojos. Llevaba un traje blanco, en cuyas mangas ostentaba el grado de teniente y cubría su cabeza un ancho sombrero de paja.
El otro en cambio, era un hombre de cincuenta años de edad, bajo y robusto, con larga barba gris, frente arrugada, piel curtida por la intemperie, facciones duras y angulosas.
Sus ojos, de color oscuro, no se apartaban del joven, como si quisiera adivinar sus pensamientos, mientras maniobraba con toda facilidad los pesados remos.
Vestía como su compañero, pero no llevaba insignia alguna. En vez de sombrero lucía gorra de marino.
Aquellos dos hombres, que parecían tan insensibles al calor como las salamandras, continuaban avanzando en medio de las islas, islotes y bancos, pero siempre con prudencia.
—¿Ves? —exclamó de pronto el joven, dirigiéndose hacia el remero—. ¿Ves, Harry?
—Sí, señor Oliver, pero se mantienen fuera de tiro. Creo que los días pasados los asustasteis demasiado.
Una sonrisa asomó en los labios del joven teniente.
—Es el calor que los tiene alejados de las islas…
—Y también vuestro fusil. Hace una semana que no cesa de disparar contra todas las aves de la bahía.
—Es la única distracción que ofrece Port Canning, pero si vienen algunos camaradas, dejaremos en paz a las aves y cazaremos tigres. Se dice que en Rajmatla y Jamera abundan mucho.
—Es cierto, señor Oliver, pero es mejor que vuestros amigos permanezcan en el fuerte William; los tigres son peligrosos…
—No temas, viejo amigo. Los tigres son menos peligrosos de lo que cree la gente, y ardo en deseos de enfrentarme con uno. Cuando hace tres meses partimos del País de Gales, creía que por lo menos mataría uno por semana…
—Os digo, señor Oliver, que esos animales son temibles. Cuando navegaba con vuestro padre, cazamos más de uno en Ceilán, y os aseguro que son peligrosísimos.
—¡Pobre padre mío!…
—Callad, señor Oliver, o veréis a vuestro viejo contramaestre llorar como una mujer. ¡Mirad! Los ánades están levantando vuelo, apostaría una rupia contra un penny que ya conocen nuestra barca.
Una tormenta de aves de plumas azuladas y brillantes que se mantenían escondidas entre las anchas hojas flotantes de los taro, planta acuática semejante al loto, cuyo follaje forma una especie de plataforma, se habían lanzado a volar ruidosamente, alejándose en busca de un grupo de islotes desiertos.
—¿Será posible que esta noche deba regresar a Port Canning, sin haber cazado nada? —exclamó el joven.
—No desesperéis, señor Oliver —dijo Harry, que aguzaba sus miradas dirigiéndolas hacia un islote cuyas márgenes estaban cubiertas de plantas acuáticas—. Allá podréis tomar una espléndida revancha.
—¿Dónde?
—Allí…
El joven teniente volvió la mirada en la dirección indicada por Harry y descubrió sobre las ramas flotantes una fila de seres blancos, altos y completamente inmóviles.
—¿Pescadores?
—Sí, pero alados… —dijo el viejo Harry riendo.
—¿Con alas? ¡Pero, si son hombres!
—Os digo que no, señor Oliver.
—Son altos como hombres.
—Son arghilahs, o si preferís llamarlos así «pájaros ayudantes».
—Tienes razón… He visto centenares de estos pájaros pasear gravemente por las calles de Calcuta en busca de carroña, pero a esta distancia parecen más seres humanos que pájaros.
—Es fácil engañarse.
—¿Pero, qué quieres que haga con estos monstruosos devoradores de carroñas?
—No os aconsejo que los matéis, pues los indios serían capaces de vengarse.
—¿Lo dices en serio?
—Sí, señor Oliver, porque creen que en el cuerpo de estos pájaros se refugian las almas de los sacerdotes de Brahama. Pero si nos acercamos veréis que detrás de estos arghilahs se elevan numerosas y gordas ocas.
—Entonces avancemos prudentemente. Me encantan las ocas.
Harry retomó los remos, haciendo acercar lentamente el barco hacia aquel islote, y tratando de no hacer ruido.
A doscientos metros, los arghilahs eran perfectamente visibles. Eran unos treinta y con las cabezas hundidas en el monstruoso pescuezo, apoyados en una sola pata, se mantenían gravemente alineados.
Esas aves, a las que los indios llaman «filósofos», son de estatura realmente gigantesca, sobrepasando los dos metros de estatura y midiendo de un ala a otra más de cuatro metros.
Son semejantes a enormes cigüeñas, pero mucho más feas, realmente repugnantes con su inmunda cabeza desplumada, ojillos pequeños y rojizos, enorme pico en forma de embudo y buche violáceo que sirve de antecámara a un estómago que puede aventajar al del avestruz.
Su espalda se halla cubierta de plumas grisáceas y rígidas, mientras una pluma blanca y bastante larga les recubre el vientre y el pecho. Presentan el cuello casi desnudo, calloso, algo violáceo, semejante al del cóndor de los Alpes.
Sus patas son larguísimas, amarillentas, con poderosas garras.
En Bengala son muy numerosos, especialmente en las ciudades cuyas calles se ocupan de limpiar. Todo desaparece dentro de aquel monumental pico que se abre como un abismo sin fondo; desperdicios, cadáveres de animales, huesos, habiéndose encontrado en sus estómagos hasta caparazones de tortuga.
Estos pajarracos, absortos en su laboriosa digestión y medio adormecidos, parecía que aún no se habían dado cuenta de la aproximación del barco. Solamente de vez en vez alguno de ellos emitía una especie de rugido melancólico como el que lanzan los osos. De pronto alzaron la cabeza bruscamente, extendieron su largo cuello, desplegaron las desmesuradas alas, y se levantaron majestuosamente haciendo un ruido extraño y produciendo una rápida corriente de aire.
Al mismo tiempo tras de las plantas acuáticas se lanzó al aire una bandada de aves semejantes a las ocas europeas, de cuello más largo y alas ornadas de negro.
El teniente alzó de inmediato su escopeta, y disparó dos tiros, mientras Harry, decía con aire satisfecho:
—Veis que no me había engañado… Las ocas contaban con la vigilancia de los arghilahs.
Dos aves, alcanzadas en el aire por el plomo del cazador cayeron. Una fue recogida en el agua pero la otra fue a parar más allá del banco de arena, sobre un islote cubierto de vegetación.
—¡No quiero perderla! —gritó el teniente—. Me parece la mayor de las dos…
—Iremos a buscarla —contestó Harry.
Retomando los remos hizo girar la embarcación en torno al banco de arena, encallándola en el islote.
El teniente volvió a cargar la escopeta en previsión de un encuentro con cualquier animal salvaje, y saltó ágilmente a tierra. Algunos minutos después descubrió a la oca. La acababa de alzar y regresaba a la pequeña embarcación, cuando con sorpresa vio asomar debajo de un ala un paquetito asegurado con un cordel de seda.
—¿Qué es esto? —se preguntó asombrado.
Con viva curiosidad examinó aquel paquete. Era un envoltorio de tela engomada, del tipo tan utilizado por los indios, que pesaba muy pocos gramos.
En su interior era evidente que contenía un trozo de papel, o tal vez un cartón.
—¡Harry! —llamó.
El viejo marinero subió a la costa, preguntando:
—¿Qué queréis, señor Oliver?
—Tú has viajado mucho tiempo por estas regiones con mi padre. ¿No sabes si los indios acostumbran a utilizar ocas en lugar de palomas mensajeras?
—No lo creo, señor.
—¿Tampoco los birmanos?
—Estoy seguro que no.
—¿Las ocas emigran?
—Anualmente.
—Entonces estos pájaros pueden venir de muy lejos.
—Hasta de las islas del Sur del Pacífico.
—Mira lo que llevaba éste.
—¿Un paquetito?
—Con documentos…
—Abridlo, señor Oliver… Uno nunca sabe…
Vencido por la curiosidad, el teniente abrió el legajo con suma precaución, y cayeron varias hojas de papel, ya amarillentas y un poco húmedas.
Las recogió en seguida, y las abrió con cuidado temiendo romperlas. Se hallaban cubiertas de una escritura firme, pero algo basta, hecha con una tinta verdosa. No todas las palabras estaban completas, pues quizás la humedad había deteriorado el manuscrito; pero, aún así, con paciencia podía reconstruirse todo.
—¿Qué es esto? —se preguntaba el teniente cada vez más sorprendido. —. ¿Cómo es posible que estos documentos se encuentren bajo el ala de una oca?
—¡Está escrito en inglés! —dijo el viejo Harry—. ¿Quién será nuestro compatriota?
—Veamos.
El teniente paseó sus ojos por los papeles, que eran cinco, leyendo la firma:
«Alí Middel, comandante del Djumna.
«Departamento Marítimo de Bengala».
—Indudablemente es un anglo-indio —dijo el teniente.
—Leed, señor Oliver, quién sabe qué terrible historia nos contarán estas hojas.
—Volvamos a la canoa, Harry. Este sol quema y puede producirnos una insolación.
Abandonando el islote regresaron a la embarcación, sentándose bajo el toldo.
El teniente encendió un cigarrillo, y comenzó la lectura de aquellos extraños documentos, mientras Harry sentándose frente a él prestaba atención.