—¡MUERA LA ROMANA!
—¡Sean quemadas sus entrañas en el pecho de Moloch!
—Quedará agradecido y nos infundirá nuevas fuerzas.
—¡Muera!, ¡muera! ¡Moloch quiere víctimas enemigas!
Un inmenso aullido, escapado de treinta o cuarenta mil pechos, que parecía el mugido de una gran marea cuando embiste, derriba los diques, cubrió por algunos instantes aquellas voces aisladas.
—¡Muera! ¡Con nuestros hijos!
Había cerrado la noche, pero parecía que sobre Cartago, la opulenta colonia fenicia que disputaba feroz, valerosamente a la poderosa Roma el dominio del mundo antiguo, resplandecían millares de pequeños soles.
A través de la inmensa avenida de Khamon, que dividía la ciudad en dos partes distintas, bordeada por maravillosas alamedas de soberbias palmeras, descendía una inmensa muchedumbre hacia el templo dedicado al terrible dios Moloch Baal, el dios representante del fuego maléfico: el rayo que incendia las mieses, los ardores del sol que esterilizan la llanura, y, para aplacar al cual, fenicios y cartagineses ofrecían entre sus brazos ardientes o en el antro monstruoso de su pecho sus hijos predilectos, para que se abrasaran vivos.
Eran millares y millares de mercaderes, de navegantes, de guerreros, de carpinteros, de alfareros, y fabricantes de estatuitas, de armas númidas, mauritanos, negros mercenarios y marineros de Tiro y de Arados, y bajaban en masas compactas desde la necrópolis, llevando un infinito número de astas de hierro en cuyo extremo ardían globos de algodón impregnados de materias resinosas que relampagueaban hasta deslumbrar.
Bajaban en confusión, en medio de manadas de elefantes gigantescos que llevaban a lomo torres de madera llenas de saeteras; de camellos, de asnos, de carros de guerra sobre los cuales se levantaban robustas catapultas, entre un estruendo ensordecedor de enormes odres furiosamente golpeados por negros gigantescos, de sheminith de ocho cuerdas, de kinnor que tenían diez, y de nevel, que a veces tenían quince.
En medio de aquellas millaradas de personas pertenecientes a todos los estamentos sociales y que parecían presas de un verdadero furor, se abrían fatigosamente paso los sacerdotes de Baalshamin, el dios de los espacios celestes; de Baal Peor, el dios de los montes sagrados; de Baal Zebub, dios de la corrupción; de Astarté, la eterna divinidad del amor, la gran voluptuosa que Asia, patria antigua de los colonos cartagineses, había adorado desde los tiempos más antiguos y debía reinar más adelante, en virtud de su gracia omnipotente, sobre Grecia y sobre Roma con el nombre de Venus; de Tanit, que representaba para los cartagineses el sol, y de Melkart, que, con sus trabajos, mucho más prodigiosos que los de Hércules, era la encarnación de la fuerza del genio fenicio y al cual se atribuían los grandes descubrimientos, comenzando por la creación del alfabeto y de la navegación.
Todos llevaban sus vestidos de mayor gala: los sacerdotes de Khamon ostentaban sus ricas túnicas de lana aleonada, de anchos y largos pliegues, a lo asirio, y las inmensas mitras de plata sobre la cabeza; los de Esmún, sus grandes mantos de lino con cuellos blancos; los de Melkart, sus ropajes morados que resaltaban vivamente al resplandor de aquellas innumerables luces; los de Abbadiris se reconocían por sus largas zamarras, asaz estrechas, de color de mar, sembradas de estrellitas que representaban el octavo cabú, el último planeta descubierto por los cartagineses, aunque no era otro que la Estrella Polar, su Esmún, al que tributaban apasionado culto, instintivo, supersticioso hasta el fanatismo, pero muy puesto en razón lidiadora de una nación de marineros, porque la misteriosa estrella del norte era la única que guiaba, en aquellas lejanas épocas, a sus gloriosos navegantes por el Mediterráneo, por el Atlántico y aun tal vez mucho más allá, por la Atlántida misteriosa, y quizás también hasta llegar a las lejanas Américas.
Detrás de aquella turba de sacerdotes, bajo baldaquinos de púrpura, de aquella famosa púrpura que sólo los fenicios y sus colonos sabían fabricar y teñir, y sirvió de ornamento y enriqueció, por siglos y siglos, sin que nadie consiguiese arrancarles su secreto, los vestidos y los mantos de los poderosos y llegó a ser sinónimo de poder imperial, eran conducidos sobre palanquines dorados los ídolos inferiores.
He ahí a Baal, que no era otro que el Bel caldeo, convertido en Zeus o Júpiter para los griegos; he ahí a Melkir, hijo de los domadores de leones de la Mesopotamia, prototipo de Hércules; Adonis, el hermoso mancebo, dios de la primavera, y Tommoz, el dios predilecto, que Ishtar fue a buscar hasta las profundas y humeantes vorágines del infierno, y pasó, sin cambiar siquiera de nombre, a la mitología griega; Shapash, la antorcha de los dioses, y, por fin, sobre un inmenso carro, que en vez de ruedas tenía cilindros de palo de cedro, el terrible e insaciable dios Moloch Baal, el devorador de las vírgenes y de los niños, arrastrado por algunas docenas de robustos númidas, todo en bronce, con los brazos extendidos y un gran agujero en medio del pecho.
—¡Muera la romana! —vociferaba la turba que rodeaba aquel monstruoso ídolo—. ¡Muera con nuestros hijos!
Las filas de los mercenarios de la República cartaginesa cargaron furiosamente con las conteras de sus lanzas sobre las masas populares, para abrir paso a los sacerdotes, a los baldaquinos, a los dioses, a los elefantes, a los camellos, pero parecía que nadie se resintiese de aquellos golpes.
Aquel rugido tremendo, que parecía lanzado por el mar en noche de tempestad, se repetía siempre igual, feroz, terrible.
—¡Muera la romana! ¡A muerte con nuestros hijos!
—¡Viva la república!
—¡Danos aún la victoria, Moloch Baal! ¡Devora a nuestros hijos, pero salva la patria!
—¡Acuérdate de Régulo!
—¡Sálvanos, Moloch! ¡Sálvanos, dios del fuego y de los rayos!
La inmensa procesión, entre aquel ruido horrendo de rugidos, de enormes tambores, de ensordecedores címbalos y de instrumentos de cuerda, a la luz lívida, cadavérica, de aquellas astas de hierro terminadas en pelotas empapadas de resina, entre los mugidos formidables de los elefantes, el ulular estridente de los camellos y los bramidos de los asnos, avanzaba siempre. Detrás del monstruoso dios de bronce que los hercúleos númidas arrastraban jadeantes, seguían hasta veinte niños, todos vestidos de púrpura, coronados con guirnaldas de flores, pálidos, llorosos, porque no ignoraban ya la suerte horrenda a que les habían condenado sus padres para la salvación de la patria en peligro y el triunfo de las hordas mercenarias que luchaban en vano en Hispania y Cerdeña contra las pujantes e incesantes arremetidas de la hasta entonces invicta República romana.
En medio de ellos se erguía la figura gentil de una doncella de blanca tez, larguísimos y rizados cabellos negros, con las opulentas formas de las fuertes mujeres de la Etruria itálica, y los ojos negrísimos y aterciopelados.
Llevaba una sencilla túnica, semejante a una camisa, bastante abierta por el cuello, hasta enseñar los hombros, y por único adorno un brazalete de bronce, de forma espiral, parecida a una serpiente, en la muñeca izquierda.
Estaba palidísima y a veces experimentaba un fuerte sacudimiento, pero andaba, no obstante, sin necesidad de que la empujasen, ni de que la sostuviesen, con los ojos fijos en lo alto, dilatados por un intenso terror y una angustia inexpresable.
La procesión, llegada finalmente a una inmensa plaza rodeada de macizas casas de forma cuadrada, con vastas azoteas henchidas de gente, se detuvo.
Los mercenarios rechazaron hacia las casas a la muchedumbre, cargando brutalmente sobre hombres y mujeres, sin distinción, y una vez quedó un espacio bastante anchuroso, hicieron avanzar al monstruoso dios Moloch.
De pronto se adelantó una escuadra compuesta de veinte esclavos, que arrojaron alrededor del ídolo cuarenta haces de leña de laurel, de cedro, de odres, para poner incandescente del todo aquella enorme masa de bronce, puesto que por el fuego debían perecer, dentro de aquella espantosa cavidad que debía convertirse en una especie de horno crematorio, la joven romana y los niños cartagineses escogidos entre las más ilustres familias de la ciudad, para que el monstruoso dios agradeciese mejor el holocausto atroz.
No había para sorprenderse de que los cartagineses, que habían heredado la ferocidad de los fenicios, de igual manera que sus supersticiones, sacrificasen, en momentos en que la patria estaba en peligro, sus hijos al temido dios del fuego.
Los brazos incandescentes de Moloch estaban abiertos todo el año para recibir las presas humanas que se le ofrecían y que por lo común eran niños que sus mismos padres entregaban, sin derramar ninguna lágrima, sin un solo estremecimiento de horror.
Por lo común eran las mujeres de los marineros las que ofrecían mayor número de víctimas al ídolo monstruoso, porque esperaban con aquellos holocaustos humanos conjurar la implacable avidez de las olas y salvar de este modo la vida a sus navegantes, extraviados en remotas regiones, sobre los mares inclementes del septentrión, donde aquellos audaces se aventuraban osadamente entre los hielos y las nieblas a fin de procurarse el estaño necesario para sus bronces, y que no encontraban en sus tierras.
En Tiro, la opulenta colonia fenicia de Asia Menor, como en Cartago, hacían votos y promesas a Moloch, votos y promesas de carne tierna, de miembros infantiles y de juveniles cabelleras; y votos y promesas mantenían escrupulosamente las madres aun después del retorno de los maridos, salvos de las tempestades del Mediterráneo y del misterioso Atlántico, porque la siniestra amenaza del mar estaba siempre levantada en alto y podía caer más tarde…
En la inmensa plaza se había establecido hondo silencio. El sheminith, los kinnor, los nevel los atabales habían enmudecido y la muchedumbre no circulaba ya.
Parecía que un súbito espanto hubiese sobrecogido a aquella multitud, que poco antes tan despiadada se mostrara contra aquella hija de la fuerte Roma.
El sumo sacerdote de Moloch, anciano de imponente estatura, que llevaba sobre la cabeza una especie de mitra asiría de metal dorado y, en el pecho y sobre la larga túnica morada, una gran placa de oro, de forma rectangular, toda ella cubierta de piedras preciosas, rubíes y esmeraldas, se había acercado al dios, seguido de un esclavo que sostenía sobre su cabeza un soberbio vaso de bronce en cuya cima guardaba incienso.
Contempló un momento el ídolo, haciendo amplios gestos y pronunciando palabras misteriosas; después arrojó en el agujero que se ensanchaba entre los dos brazos, alargados hacia adelante, como para agarrar las víctimas que le eran ofrecidas, un poco de harina y dos hogazas; después encendió una antorcha en la llama del incensario y prendió fuego a los haces de aloes, de cedro y de laurel.
Hecho esto, mientras la hoguera se corría rápidamente, envolviendo a Moloch Baal dentro de una cortina de fuego y escondiéndolo a todas las miradas, levantó los brazos al cielo, gritando con voz estentórea:
—¡Oh, fuego, señor supremo, que te levantas en nuestro país!
»¡Héroe, hijo del Océano, que te levantas sobre las olas!
»¡Oh, fuego, que con tu vivida llama haces la luz en la morada de las tinieblas y determinas su destino a todo aquel que lleva un nombre!
»Tú eres el que mezcla el cobre con el estaño para darnos armas.
»Tú, el que purifica el oro y la plata.
»Tú, el que llena de espanto el pecho del malvado en la noche.
»El hombre, hijo de Tanit, haga obras que brillen en el amor de la patria y resplandezcan como el cielo.
»Sea puro como la tierra.
»Y centellee como la mitad del cielo bajo la luz de Moloch Baal.
Terminada aquella extraña invocación, el sumo sacerdote del dios de bronce hizo una señal a los esclavos, que con largas astas de bronce removían los haces de leña.
A aquella señal fueron apartados los troncos, levantando un torbellino de chispas que la brisa que soplaba del mar arrebató, lanzándolas a prodigiosa altura, y el dios apareció todo hecho un ascua, con la enorme abertura del pecho humeando.
Se levantó entre la muchedumbre un grito de terror, que fue acallado al punto.
El sacerdote miró los elefantes, alineados a una y otra parte del ídolo y que daban señales de inquietud, espantados con todos aquellos tizones que ardían en el suelo, humeando y crepitando; miró luego por largo tiempo la multitud, mantenida a distancia por unas cuantas docenas de mercenarios númidas; se acercó luego a los niños, que se estrechaban unos contra otros, lanzando lamentos desgarradores que hacían estremecer el corazón, y les arrancó a cada uno un puñado de cabellos que arrojó entre los brazos incandescentes de Moloch.
Se levantó un inmenso clamor en la plaza.
—¡La romana primero!
—La prueba —respondió fríamente el sumo sacerdote del terrible dios.
A estas palabras, pronunciadas con voz tonante, pareció como que corriese un estremecimiento sobre la multitud acorralada contra las casas. Millares y millares de ojos estaban fijos en el sacerdote.
—¡Infundidles ánimo a estos niños! —dijo el sacerdote de Moloch—. ¿No veis cómo tiemblan? Mostradles cómo hay que sacrificarse por la patria y cómo el dolor no es nada.
Los sacerdotes se sacaron de debajo de sus fajas de púrpura sendos puñales de bronce, y con una serenidad maravillosa y al mismo tiempo repugnante, comenzaron a rajarse ferozmente el rostro y los brazos, mientras otros se introducían en las mejillas y en el pecho largos clavos, sin que se escapase de sus labios el más leve quejido.
Corría la sangre, manchaba sus vestidos, las carnes desgarradas se estremecían bajo el espasmo que su férrea voluntad no lograba dominar completamente, aunque permanecieran mudos como si no experimentasen el menor dolor.
—¡La prueba! —repitió el sacerdote de Moloch, mirando el ídolo siempre al rojo.
Con un gesto rápido cogió a uno de los veinte niños, lo levantó en alto y lo arrojó en el horno ardiente que se abría en el pecho del ídolo.
Se oyó un terrible grito que hizo horrorizar a la multitud y en seguida se escapó un vapor blanquecino por entre los brazos abrasados del devorador de víctimas humanas.
La cremación del desgraciado pequeñuelo había sido fulminante. Sus tiernas y rosadas carnes habían desaparecido, incineradas, en el antro espantoso del terrible dios.
Un inmenso clamor, salido de cincuenta mil pechos, estalló casi de súbito.
—¡La romana!, ¡la romana!
No era verdaderamente un clamor; era un aullido horrendo que resonaba como una rebelión contra la fría ferocidad del gran sacerdote y contra la insaciable voracidad de aquel monstruo broncíneo.
El sumo sacerdote se acercó a la doncella, que parecía petrificada por el terror; le arrancó un puñado de cabellos, que arrojó entre los brazos de Moloch Baal, y en seguida, cogiéndola por las muñecas, la arrastró hacia el fuego.
La boca del agujero era asaz grande para tragarla. Además, los esclavos que habían traído los haces estaban preparados para ayudar al sacerdote.
—¡Perdón! —exclamó la mísera, forcejeando desesperadamente.
—¡Moloch quiere ahora carne de nuestros enemigos, maldita! —dijo el sacerdote con una sonrisa de tigre—. ¡Abre el camino a nuestros hijos!
De pronto se produjo un movimiento repentino entre la muchedumbre que estaba cobijada detrás de la estatua del dios y en seguida una voz que parecía el eco de una tromba gritó, interrumpiendo el silencio que volvía a reinar en la inmensa plaza:
—¡Fulvia! ¡A mí, amigos!
Un hombre se había lanzado entre los sacerdotes con el ímpetu de una fiera enfurecida, derribando con sobrehumanas fuerzas cuanto se le ponía delante.
Era un guerrero de elevada estatura, moreno como un númida, o como un verdadero fenicio, de ojos negrísimos, lo mismo que la barba, cubierta la cabeza con un yelmo de bronce, el cuerpo defendido por media coraza de escamas de igual metal, y en el puño una espada corta, ancha, de doble filo.
A su grito, cuarenta hombres, como él armados, de igual manera cubiertos de bronce, la piel casi negra, todos robustísimos y musculosos, salieron de entre las apreturas de la multitud, lanzando cavernosos gritos.
—¡Suelta a esta mujer! —aulló el guerrero con voz terrible, rechazando violentamente al sacerdote de Moloch, con la siniestra mano, mientras con la diestra levantaba el arma—. ¡Es mía!
—¡Cómo! ¿Te atreves a tal sacrilegio? —exclamó el sacerdote, indignado.
—Sí; a arrebatarla a ese monstruo de bronce, que no tiene otro valor que el de estar fabricado con metales que hemos ido a buscar a los mares nebulosos y sin estrellas del septentrión —respondió el guerrero.
—¿Quién eres tú que de tal manera te atreves a hablar?
—Soy un cartaginés que en el lago Trasímeno salvó a Aníbal; un cartaginés que en Hispania decidió muchas veces las batallas en nuestro favor; un cartaginés que ha conquistado media Galia y al que la patria, en recompensa, envió desterrado a Tiro —respondió el guerrero, con acento desdeñoso.
—¿Cuál es tu nombre?
—Ya lo sabrás otro día, no esta noche. Entrégame a la romana o no respondo del peso de mi espada.
—¡Es una enemiga! ¡El pueblo lo sabe!
—Pues bien, yo le digo muy alto, a ese pueblo que me escucha, que esta mujer, cuando en el lago Trasímeno caí herido de muerte de un venablo romano, me acogió en su casa y me curó como si fuese un hermano.
—¡No la arrebatarás a Moloch Baal! —gritó el sacerdote, enfurecido—. ¡Está condenada!
—¡Yo se la arrancaré! —respondió el guerrero.
—Estás ofendiendo al dios del fuego.
—¡Pues que me parta de un rayo, si puede!
La muchedumbre, espantada, no se atrevía a lanzar un grito. La fiera figura del guerrero, que desafiaba desdeñosamente al poderoso dios y a su sacerdote, ante los cuales temblaban aún los individuos del Gran Consejo y que después del reto aún estaba vivo, había producido una impresión imposible de describir.
—¡Que avancen los elefantes! —gritó el sacerdote, que reventaba de rabia—. ¡Aplastad a este miserable que insulta nuestra religión!
El guerrero, de un empujón terrible, derribó al sacerdote haciéndole caer junto a uno de los que rodeaban a Moloch, y en seguida, volviéndose hacia sus hombres, que asistían impasibles a aquella escena, les dijo:
—Recordad cómo en Cannae rechazaban los romanos a nuestros elefantes.
Los cuarenta númidas se habían lanzado, como una masa fulminante, hacia las hogueras que estaban consumiéndose y al ver a los proboscidios avanzar amenazadoramente, con las trompas levantadas, habían comenzado a lanzar, con prodigiosa rapidez, contra aquellos colosos, un huracán de tizones ardientes.
Delante de aquella lluvia de fuego, los elefantes habían retrocedido berreando espantosamente, hasta que, presas de repentino pánico, se arrojaron sobre los mercenarios y el gentío, ocasionando una general desbandada.
Los camellos y los asnos, a su vez, espantados, se habían dado a la fuga, derribando a cuantos encontraban a su paso.
En un momento, la plaza se convirtió en el trasunto de una verdadera Babilonia. Todos escapaban gritando, refugiándose dentro de las casas o de las calles laterales, mientras los elefantes, enfurecidos por los tizones de fuego, derribaban los ídolos que rodeaban a Moloch y cargaban frenéticamente, sordos a las voces de sus guardianes, vibrando a derecha e izquierda formidables trompazos que abatían filas enteras de fugitivos.
El guerrero, sin preocuparse por lo que sucedía, se había lanzado hacia la joven romana, diciéndole rápidamente:
—¡Huye con nosotros, Fulvia!
—¡Hiram!
—Calla, no pronuncies mi nombre. Estoy muerto para mi patria —respondió el guerrero, con amargura.
Luego, volviéndose a los niños que se estrechaban unos contra otros, les dijo con dulzura:
—Volved a vuestras casas…, id mientras tengáis tiempo. Moloch, por hoy, os ha respetado.
Cogió a la joven romana por una mano y la llevó consigo.