—UN GRAN DESTELLO, parecido a una cimitarra de fuego surcó las nubes tormentosas, proyectando sobre las islas Chafarinas un vivo resplandor. En ese instante, el barco español a pesar de que tenía recogidas todas sus velas y tenía casco muy ancho, se ladeó bajo una terrible ráfaga, mientras que una gran ola barrió la cubierta.
El capitán, un hombre de casi dos metros, bronceado por el sol africano, gritó a sus cuatro marineros argelinos una serie de órdenes.
Casi al mismo tiempo, entre el sonido del silbido del viento y el ruido de las olas, se oyó una voz gritar:
—¡Abajo esa navaja o te estrello la guitarra en la cabeza!
—¡No, señor! Has hablado largamente con Zamora, aprovechándote de la tormenta.
—¿Es que no puedo hablar con la gitana de Salamanca que viene aquí?
—¡No!…
—¿Con qué derecho?
—El jefe de los gitanos me ha mandado vigilar a Zamora.
—¿Por qué?…
—¡Ve y pregúntale!
—Entonces… ¿me quieres matar?
—¡Sí!, antes de que el barco tome tierra en las orillas del Rif.
—¿Quién lo dice?…
—¡Yo, Janko!…
—¡Atácame valiente, si tienes la suficiente audacia! Usa tu navaja, yo usaré mi guitarra, y luego te echaré al mar.
Los dos adversarios, que se enfrentaban en medio de la tormenta que asaltaba el barco contrabandista, eran dignos uno del otro.
Quien lo desafiaba con la guitarra para defenderse contra los golpes de cuchillo, era un apuesto joven, delgado, de ojos marrones y cabello negro, que vestía el traje pintoresco de la estudiantina española, caracterizado por el largo manto negro, de doble punta, de fieltro fuertemente coloreado, y adornado con una cuchara de madera.
¡Extraños tipos los estudiantes de España! Cuando se cierra la Universidad, toman su capa y su guitarra y van a la aventura a Toledo, Valladolid, Córdoba, Granada o Sevilla, tocando y bailando en las calles y cantando hermosas canciones, escritas por los primeros poetas ibéricos, especialmente por el Marqués de Santillana.
Siempre cortos de dinero van a comer a las posadas, usando la cuchara de madera, buscando el precio más bajo, los días festivos.
Pero si bien, la mayoría de ellos permanece en España, hay otros audaces que se embarcan en naves, para alistarse con los franceses de la legión extranjera, o incluso van al Rif, donde hay bárbaros que cortan a los cristianos la nariz y las orejas.
El hombre que empuñaba la navaja, una navaja afiladísima, larga casi como una bayoneta, era un hombre joven de veinte años, tostado como un beréber, de ojos relampagueantes, y facciones enérgicas propias de los gitanos de la Sierra del Guadarrama, con un vestido de terciopelo verde muy gastado, que en lugar de botones tenía enormes colgantes de plata, grandes como medio huevo.
—¡Baja la navaja o te rompo la cabeza con la guitarra!… —repitió el estudiante sosteniendo amenazadoramente su instrumento y avanzando audazmente contra el gitano, que amenazaba con acuchillarlo con uno de los habituales tajos.
—Mi señor también te vio hablar con Zamora, y no quiere que lo hagas. Me dijo que no te deje desembarcar vivo en la costa del Rif.
—¿Y me lo dices en medio de esta tormenta que está por enviarnos a todos al fondo del mar? ¿Te has vuelto loco Janko?
El gitano cuyos blancos dientes, parecía que tuvieran destellos de perlas, gritó sujetando firmemente la navaja:
—¡Acabemos ya!… No puedo incumplir el juramento que hice al jefe de la tribu a la cual pertenece Zamora.
Cuando estaban para precipitarse el uno contra el otro, el barco envestido por una ola, sufrió un repentino golpe, capaz de poner a prueba incluso los pies descalzos de un marinero. Dos personas, que hasta entonces habían estado en la escotilla, se lanzaron valientemente entre los dos combatientes.
Uno era una hermosa gitana de dieciséis o diecisiete años, alta y delgada como una palmera, de grandes ojos negros color azabache bajo unas largas pestañas, cara morena, pelo que descendía por debajo de las caderas y que el viento agitaba rabiosamente. Usaba el colorido traje de gitana de Castilla, de colores chillones, con chaquetilla corta con grandes botones plateados.
El otro era un segundo estudiante, que se asemejaba mucho al primero. Parecía casi de la misma edad, tenía los mismos ojos inquietos y cabello rizado y negro. Era un poco menos alto. Sin embargo, podría adivinarse en ese joven una prodigiosa fuerza muscular, combinada con gran agilidad. Empuñó fuertemente la guitarra y se fue en ayuda de su compañero gritando:
—¡No temas, Carmelo! ¡Yo también estoy aquí!… ¡Rompamos la cabeza a este enojoso sujeto y luego echémoslo al mar!…
Las guitarras se empleaban a fondo contra la navaja de gitano, cuando la gitana se colocó detrás de Janko, gritando con imperiosa voz:
—¡Detente y guárdate de tocar a ninguno de mis amigos!…
Con manos nerviosas lo había agarrado del cuello y el pelo, y lo mantuvo así para impedirle alcanzar a los dos estudiantes de la célebre universidad de Salamanca.
—¡Déjame, Zamora!… —dijo el gitano gritando, intentando en vano escapar—. ¿No ves que ir a la tierra de los moros es ir a una muerte segura?
—Si tienes miedo vuelve a España, pero repito que con la ayuda de estos valientes, que me han prometido su apoyo, voy a subir a las laderas del Gurugú, para descubrir el tótem del primer Rey gitano. Eso me dará el mando supremo sobre todos los gitanos.
—¡Ah!… ¡Tienes la ambición de convertirte en reina de los gitanos! —dijo Janko, con voz irónica.
—Fue el sufrimiento de mi madre, que ha muerto con el corazón roto, sabiendo que tenía derecho al título dejado por su madre… ¡Abajo la navaja!…
El gitano, habiendo visto a los dos estudiantes con las guitarras alzadas, listas para romperle la cabeza, cedió. Cerró la navaja y fue a sentarse, junto con la gitana, en la escotilla.
Una pelea en ese momento, en que una tormenta se cernía violentamente contra las costas de Rif, no podía tener un resultado seguro para ninguna persona, debido a las olas y a la espuma que rompían en la cubierta de la embarcación, cruzándola desde babor a estribor. El mar se levantó como una bacanal infernal. Parecía que la costa del Rif y las islas cercanas iban a ponerse del revés. Truenos espantosos, golpes tremendos, esos golpes terribles que llenan de espanto a los marineros, seguidos de gigantescas columnas de agua, aullando, mugiendo, como impulsadas por una fuerza misteriosa.
Pero otros ruidos mucho más impresionantes, salían de la profunda y amplia bodega, producidos por los marineros jurando y su gigantesco capitán, que parecía que empezaba a perder la cabeza. Desde la puerta trasera de la bodega fueron subiendo crujidos muy violentos, producidos por los impactos de la carga, como si un gran número de objetos, se desplazaran con los movimientos del barco. No era otro que el de las cajas llenas de armas y municiones destinadas a los moros del Rif.
El capitán aunque de origen español era contrabandista de armas destinadas a los marroquíes, causando graves perjuicios a sus compatriotas, que seguían luchando con los audaces bandidos de las montañas de Melilla. Se dedicaba a estos menesteres a pesar de tener la certeza de que si era apresado por un barco torpedero o por una cañonera del cercano puesto militar, habría sido ahorcado o fusilado. El capitán Lizar, aunque su barco no era un buen velero, ejercía desde hacía muchos años esa peligrosa profesión, sin pensar nunca en el final que podría esperarle.
Profundo conocedor de todas las costas del Rif, se relacionó con varios cabecillas moros, vendiéndoles armas y municiones a un alto precio, y ganando enormes sumas en esa peligrosa profesión, que probablemente no duraría mucho.
Parecía sin embargo, que esa noche la suerte estaba dispuesta a abandonarle a pocos kilómetros de la costa.
Hacía dos días que un furioso viento siroco lo había sorprendido en el mediterráneo occidental, impidiendo que ni siquiera algún torpedero o cañonera española se atreviera a atacarle.
El barco, deambulaba en todas las direcciones. No había hecho nada más que navegar alrededor de las islas Chafarinas, sin atreverse a intentar un desembarco en la costa.
Los dos estudiantes, la gitana y su cascarrabias compañero, como hemos dicho, habían vuelto a sentarse en el borde de la escotilla y aguantaban el mar sin demostrar, al menos aparentemente, cualquier perturbación. Sólo Janko, todavía lanzaba a los dos estudiantes miradas intermitentes de odio, pero al verlos con la guitarra sobre sus rodillas, listos para defenderse contra cualquier nuevo ataque, se aguantaba.
—Carmelillo —dijo el más joven de los dos—, tocamos una estudiantina. O es que hemos perdido nuestro buen humor. ¿No oyes el mar que da rienda suelta a su gran fanfarria de guerra? Tenemos los instrumentos y no estamos aquí para tenerlos inactivos. Toquemos la pieza de El molinero de Subiza.
Carmelo miró al estudiante con ojos extraños.
—¿Tú tocarías ahora?
—Sí. Nos burlaremos del mar cantando las famosas canciones del Marqués de Santillana.
—¿En medio de esta tormenta, Pedro?
—¿Qué importan a los estudiantes de Salamanca los envites del mar?
—¡El capitán nos mandará al infierno!
—Y nosotros, Carmelo, romperemos su cabeza con nuestras guitarras, si mete su nariz en nuestro negocio. ¡Un concierto en pleno mar y con esta tempestad! ¡Cuántas veces había soñado con dar un concierto a las olas! Estoy dispuesto ¡Eh, Carmelo!, vamos, y si el capitán no quiere, ¡ay de él!
—Es un gigante, Pedro.
—Lo atacaremos con la navaja de Janko. ¡Por mi padre! Parece que hay una batalla. Mira como los marineros argelinos atacan al capitán.
—¿Se habrán vuelto hidrófobos? —dijo Carmelo que afinaba el instrumento.
—Janko ha sublevado a esa gente. Ese maldito mal nacido —dijo Pedro riendo.
El gitano, en lugar de tomar la cosa a broma, se levantó con la agilidad de una pantera joven, y la navaja volvió a brillar entre sus manos.
—¡Yo lo mato!… —exclamó.
—¡Janko!… —gritó la gitana—. Me debes obediencia porque mi madre era una reina.
—Pero tú no la sucederás.
—Mientras no tenga el tótem de los antiguos gitanos, no. Janko, de momento, no me veo en ese honor para nada…
—¿Por qué defiendes a los dos estudiantes de Salamanca?, —dijo el gitano siempre agresivo.
—¡Janko! —exclamó Carmelo—. ¿Quieres un consejo? ¡Siéntate cerca de Zamora y disfruta escuchando una balada del Marqués de Santillana! Los nervios se te calmarán inmediatamente.
—¿Música en medio de la tormenta, señor?
—Los estudiantes de Salamanca se ríen del sol, del mar, de la nieve y están siempre de buen humor, aunque solo tengan para el desayuno, una simple cebolla y un cigarrillo.
—¡Pero no ves que por la popa del barco entran las olas!… Y tú, señor, solo piensas en tocar música.
—¡Ira de Dios!… La música calma a las bestias salvajes y ¿cómo no va a tranquilizar a los hombres? Un día, me encontré con mi bandurria, ante un león que quería comerme.
—¿Dónde? —preguntaron los dos gitanos, curiosos.
—En una isla desierta —dijo el estudiante todo serio—. Sin mi guitarra no estaría aquí para disfrutar de vuestra compañía.
—¿Vale más que un trabuco? —riose irónicamente el malvado Janko.
—Un poco más que tu navaja, que hasta ahora no ha hecho más que brillar al sol y a la luz de los relámpagos… —respondió Carmelo—. Pedro, empieza.
—Parece que remite la pelea con el capitán del barco —dijo el joven, inclinándose sobre la cubierta al tiempo que un golpe de mar irrumpía con fragor ensordecedor.
—No seamos aguafiestas, basta con el temporal, que con toda probabilidad nos hará naufragar contra las escolleras de las islas Chafarinas
—¿Hace falta que te explique dónde vamos?
—De momento no. Se trata de salvar nuestro pellejo y eso que el de Zamora, vale más que su peso en oro. Te lo digo yo.
—Pero sin embargo hasta ahora no sé nada. He escuchado hablar de un tótem de gitanos que esta sobre las montañas del Rif, pero nada más.
—Espera un poco amigo, el secreto te será revelado y te aseguro que no tendrás que arrepentirte de este viaje.
—Si el mar me respeta, o si los moros no me cortan la cabeza.
—¡Ah! Esto se verá más tarde.
Gritos terribles resonaron, en ese momento en el barco al que las olas zarandeaban.
Los cuatro marineros argelinos, armados con los alfanjes, habían atacado al gigantesco capitán aullando:
—¡Lance al mar la carga! ¡No ve que el barco esté a punto de hundirse!
—¡Mi carga! —respondió el capitán, armándose rápidamente de una manivela, arma terrible en sus manos—. ¡Me ha costado muchos ciento de miles de pesetas, sinvergüenzas! ¡Ustedes no tienen para pagarla!
Eran palabras desperdiciadas. Los cuatro argelinos lo seguían a todas partes, aullando siempre:
—¡Tire la carga!
—¡Claro! Creo que tienen razón —dijo Carmelo—. El barco tiene demasiada carga de fusiles, sables y municiones, y si fuera aliviado de unas cuantas cajas, conseguiría levantarse un poco sobre las aguas. Si no, nos iremos a pique irremediablemente.
La gitana, que hasta entonces no había pronunciado una palabra, se levantó del asiento, diciéndole:
—¡Cuidado! No se distraiga usted.
Janko se había puesto todo lívido como un trapo blanco, y había empuñado rabiosamente su terrible navaja.
—¿De qué tiene miedo usted, Zamora? —preguntó Carmelo riendo—. ¿Qué me trague el mar? ¡Ah, bah! Cuando tengo mi guitarra sé cómo afrontar a un ejército.
—No ande por la cubierta —suplicó la gitana.
—¡Cálmense todos! ¡A mí, Pedro!
Este terminó de coger su guitarra. Era un hermoso instrumento con madera de Brasil, y adornada de placas de plata y madreperla.
—¿La Serranilla?
—Sí, sí, La Serranilla V. Es el mejor para calmar las mentes —respondió su compañero.
Y los dos endemoniados estudiantes a pesar de las sacudidas terribles que sufría el barco empezaron a cantar con voces templadas de tenor:
Moca tan fermosa
non vi en la frontera
como una vaquera
de la Finojosa
Más que pacificar a los marineros y al capitán, la cara de este último le hacía parecer dispuesto a realizar alguna de las impresionantes entradas de los toros en los ruedos de Granada, Sevilla, Valladolid o Madrid.
De repente un gran trozo de madera atado a una cuerda, pasó entre ellos sin darles por un verdadero milagro.
—¡Caramba!… —gritó Pedro—. ¿Quién ataca a los estudiantes de Salamanca que España respeta y admira? ¿Quién es ese miserable?
—El capitán de la Cabilia —respondió Carmelo, dando un nuevo salto para protegerse de un segundo proyectil.
El gigante después de haber amansado a los marineros argelinos a fuerza de voces y coraje, viendo avanzar a los estudiantes y temiendo que quisieran protestar y lanzar al mar lo que era su preciada carga, parecía poseído de un verdadero frenesí.
—¡Por los cuernos de todos los toros de Granada!… —gritó—. ¿Venís a molestarme? ¡El mar ya me da bastantes preocupaciones!…
—¡Cálmese, señor! —dijo Carmelo—. Pagamos nuestro billete.
—¡Billete de pordioseros!… —dijo el capitán.
—¿Y a cambio que nos dais? Pasta, judías y cucarachas en abundancia —respondió Carmelo, alzando maliciosamente la guitarra—. ¡Este viaje nos ha costado sesenta pesetas, señor mío!… ¡Nos ha tratado como a verdaderos esclavos del Rif, buen hombre!…
—¡Usted parece un crío! —contestó el capitán subiendo precipitadamente por la escalera de la bodega y cerrando la puerta precipitadamente con un ruido infernal.
—¡Eh, animal!… ¡bestia! —gritó Pedro, levantando la guitarra y haciéndola girar rápidamente como si fuera un garrote.
—¡Perro! —dijo el gigante gritando—. ¡Pollitos! Puedo cogeros por una oreja y echaros al mar.
—¡También somos hombres nosotros! —gritó Carmelo afrontando resueltamente al bruto.
El capitán lanzó una gran carcajada.
—¡Ah el niño terrible! —exclamó.
—Aquí habrá sangre si usted no tira algo de carga —grito una voz femenina.
La gitana, viendo a sus amigos en peligro, había cogido en un descuido la navaja a Janko, y se precipitó en ayuda de sus amigos.
—¡También usted!… ¡Mona!… —aulló el capitán.
—¡Si!, yo también —respondió la gitana—. Soy suficiente mujer para partirle el corazón.
—¡Ah! ¿Usted no sabe que con mi puño puedo matar a un hombre? ¡Pordioseros! O se retiran, o les arrojo al mar.
—¡También estamos aquí nosotros capitán! —gritaron algunas voces.
Los marineros argelinos estaban junto al timón con los cuchillos en la mano dispuestos a tomar parte.
—He aquí un fenomenal ejército que nos llega —observó Carmelo, aferrando la navaja, que la gitana le había pasado—. ¡Ahora haremos bailar a ese oso!…
El bruto, viéndose solo ante ellos y los marineros, no tuvo más remedio que intentar escapar hacia el puente, pero Carmelo le cerró resueltamente el paso gritándole:
—¡Tire carga, miserable!… ¿Quieres ahogarnos a todos?
—¡Mis cajas, mis armas, mi pólvora, mis espadas!… ¡nunca, miserables!… Acabo con todos con un par de golpes. ¡No tenéis categoría para un contrabandista!…
—¡Prueba! —dijo Pedro, que le hizo cara, amenazándole con romperle la guitarra en la cabeza.
En aquel momento la tormenta provocó un golpe terrible, haciendo saltar el barco como una pelota de goma. Impetuosas ráfagas de viento irrumpieron en las velas, amenazando con romperlas, aunque casi en su totalidad estaban recogidas. El mar barría con las olas la cubierta, con un ruido infernal.
El capitán, ensordecido por el mar, y amenazado por los estudiantes y los argelinos, a los que se unía Zamora, mientras que Janko asistía impasible a la escena, como si no fuera con él, se refugió en el alcázar, gritando:
—¡Largo, o mato a todos!… ¿Echar al mar mis cajas? Valen ochocientas mil pesetas. ¿Quién me las pagará?
—¿Entonces que prefieres, las cajas o irnos al fondo? —increpó Carmelo—. ¡Su carga irá al mar! Los peces tendrán armas de contrabando.
—¡Feo!… ¡Andrajoso!, ¿quieres mi ruina, entonces?
—¡No!, señor, solo queremos salvar el pellejo.
—¿Quién te dijo que el barco está demasiado cargado? Los viles argelinos, sólo son buenos para navegar en los ríos de su país con un bote.
—¡También tenemos ojos!… —gritó Carmelo al capitán, seguido por Pedro y la gitana, que parecía dispuesta a participar en la lucha con la navaja—. ¡Vamos!, tire unas pocas cajas, o le vamos a tirar por la borda.
El gigante, amenazado por todos lados, y temiendo alguna sorpresa por parte de los argelinos que querían ajustar cuentas con él, trepó rápidamente por la escalera de la cabina, quizás para armarse. Ya había llegado a la pequeña puerta, cuando una ola lo sorprendió y le derribó.
Los argelinos, más ágiles que las panteras de su país, corrieron hacia él y le hicieron caer de la escalera de la cabina, dándole patadas por todo el cuerpo, antes de meterle dentro.
—¿Le habéis encerrado? —gritó Carmelo.
—Lo pondremos en sitio seguro para nosotros —dijo el contramaestre del barco.
La puerta fue cerrada y clavada con prontitud. El gigante fue encerrado, y la tripulación y los estudiantes podrían ahora echar las cajas al mar como todos querían.
En la cabina sonaban las palabras soeces y amenazadoras del capitán. Pero ahora nadie se encargaba de él, siendo la pequeña puerta demasiado fuerte para que pudiera romperla.
—¿Y ahora? —preguntó Pedro a Carmelo—. ¿No nos hundiremos?
—Deja a los argelinos —respondió el estudiante—. Si el barco se vuelve más ligero será menos atacado por las olas y todavía tendremos alguna esperanza de atracar.
Uno de los marineros se puso al timón. Mientras tanto, otros abrieron la escotilla para sacar rápidamente las cajas, llevando arriba cajas llenas de rifles, armas blancas y municiones que empezaron a echar a las olas. Era un trabajo terrible y también muy peligroso, porque de vez en cuando, una enorme ola rompía contra la cubierta, arrojando a los pobres diablos en todas direcciones y amenazando con ahogarlos.
Los dos estudiantes, con Zamora y Janko, impresionados por la furia de la tormenta y los golpes de mar que sacudían contra los costados del barco, se habían refugiado en el castillo de proa, que, siendo bastante alto, era menos castigado por las olas.
—Pedro, ¿qué hacemos? —preguntó Carmelo aferrándose a la pasarela.
—Me propongo tocar un poco.
—¡Con este tiempo!… ¿Te has vuelto loco, Pedro?
—Toquemos nuestras guitarras para que el mar se calme.
—¿Crees tú que se hundirá el barco, camarada?
—Si no se hunde, irá a hacerse añicos contra la costa.
—Y tú, Zamora, ¿qué crees?… Los gitanos leen en el gran libro del destino.
—Te aseguro, señor, que lograremos llegar a las orillas del Rif, hechos pedazos quizás, pero vivos —dijo la joven gitana.
—¿Y encontraremos el tótem de la tribu?
—Sí, señor: Yo estoy convencida. Con amigos valientes como vosotros, puedes meterte incluso en medio de los moros.
—Para perder la nariz y las orejas —observó Janko con voz airada—. ¿Realmente lo necesitas?
—Yo quiero ser la reina de los gitanos —dijo Zamora— y sin eso no puedo serlo.
—¡Buscas la muerte!…
—¿Qué te importa?
En aquel momento un gran resplandor de cegadora luz envuelve al pequeño barco contrabandista. Al mismo tiempo, sonó el estampido del disparo de un cañón. Todos se levantaron espantados gritando:
—¡Una cañonera española!…