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Aventuras entre los pieles rojas

Capítulo 1: La pradera del río Pecos


HACE BASTANTES AÑOS, cuando las regiones occidentales de los Estados Unidos dependían de México, una pequeña caravana recorría lentamente, en una calurosa tarde de agosto, las vastas praderas que se extienden a derecha e izquierda del río Pecos.

Ni Texas ni Nuevo México contaban en aquella época con los numerosos pueblos que tienen en la actualidad. No eran entonces estos Estados más que pequeñísimos centros, a enorme distancia unos de otros y bien fortificados para resistir a las invasiones de los comanches y de los apaches.

Tres personas, que montaban magníficos caballos, componían aquella caravana, que osaba atravesar tan peligrosa región, llevando, además, un pesado furgón arrastrado por ocho parejas de bueyes.

Uno de los tres viajeros era un viejo negro, que probablemente habría sufrido los horrores de la esclavitud; los otros dos, un caballero y una señora, eran de raza blanca, bastante jóvenes y sin duda hermanos, pues se parecían muchísimo.

El hombre no tendría más de treinta años: hermoso tipo, de gran estatura, gallardo y elegante. Tenía la tez bronceada, facciones finas y correctas, ojos negros brillantísimos, y sus cabellos, negros también, caían en desordenados bucles sobre sus hombros.

Su traje, muy cuidado, se componía de unos pantalones de piel de gamo y un jubón de lo mismo, sujeto por ancho cinturón, del que pendían un cuerno lleno de pólvora y un enorme cuchillo de monte; calzaba botas altas, y cubría su cabeza un sombrero de anchas alas, al estilo de los mexicanos.

La joven debía de tener diez años menos y era bellísima. Talle elegante, cabellos más negros que las alas del cuervo, tez aterciopelada y ojos semejantes a los de las mujeres españolas.

Llevaba un traje de paño gris con botones de metal, falda corta y un sombrero de paja de Panamá, adornado con cintas.

Lo mismo que el joven, llevaba una carabina colgada del arzón, y a ambos lados de la silla se veían las culatas de un par de pistolas.

Los dos jóvenes caminaban a la cabeza del convoy, examinando atentamente la inmensa pradera que se extendía frente a ellos, interrumpida solamente por grandes manchas verdes. Eran árboles, que marcaban el curso del río Pecos.

—¿Estamos todavía lejos, hermano? —preguntó de pronto la joven—. Pareces preocupado; ¿acaso hemos equivocado el camino?

—No, Mary.

—Entonces, ¿qué es lo que te preocupa?

—¿Crees que no me resulta doloroso el tener que llevarte conmigo por un desierto, erizado de peligros?

—Sabes que la vida aventurera no me disgusta, Randolfo —replicó la joven con arrogancia—. Me siento segura bajo tu protección, y no he de echar de menos la casa solariega que hemos dejado en Texas. Sabes, además, que solamente en el desierto podremos rehacer nuestra fortuna.

Randolfo pareció tranquilizarse con esta respuesta, y dijo, después de un momento de silencio:

—Recobraremos la fortuna, Mary. Todos aquellos que se han aventurado por este desierto, se han enriquecido. El oro abunda en estos lugares, y tú verás cómo encontramos el yacimiento que nos indicó el viejo explorador de las praderas.

—¿Tendremos que andar mucho todavía?

—Vamos muy lejos; pero si los indios no nos interceptan el paso, confío en que llegaremos. Pienso descansar algunos días en el fuerte del capitán Linthon, y luego nos lanzaremos resueltamente a recorrer las praderas.

—¿Tienes recomendación para el capitán?

—Sí, Mary; y confío, además, en que nos dará prudentes consejos.

—¿Cuándo llegaremos al fuerte?

—Debemos de estar cerca, hermanita. Mira hacia aquel grupo de árboles. ¿No te parece que por detrás se ve humo?

—Sí, señor; es humo —dijo el negro.

—Tom tiene vista de lince —replicó Randolfo—. Es viejo, pero sus ojos no tienen comparación con los nuestros.

—El fuerte está allí, señor. Detrás de aquellos árboles se divisa una bandera.

—Animo, pues —gritó el joven—. Dentro de media hora descansaremos en compañía del capitán.

—Por allí viene un jinete —dijo el negro.

—Algún cazador del fuerte.

—Me parece que debe de ser el capitán Linthon, el terror de los indios. Hace muchos años que no le veo, pero reconozco su uniforme; no me engaño, señor, es él.

—Es una delicada e inesperada atención —dijo Randolfo.

—¿Sabía que nos detendríamos en el fuerte? —preguntó Mary.

—Se lo anuncié el mes pasado a Morton.

—¿El cuáquero?

—Sí, Mary.

Mientras hablaban, el jinete había abandonado el grupo de árboles y galopaba por la pradera, dirigiéndose al encuentro de la caravana.

Aquel hombre era un tipo verdaderamente admirable. Su estatura casi gigantesca y su severo semblante denunciaban a un viejo militar.

Podría tener cincuenta años; sus facciones, algo duras y muy pronunciadas, y su aire arrogante, anunciaban una energía extraordinaria y un valor indomable. Llevaba el cabello largo, según costumbre de la pradera; pero, a pesar de su edad, no tenía ni una cana.

El capitán Linthon tenía fama de ser hombre temerario.

Soldado de los Estados Unidos, había tomado parte activísima en la guerra de Secesión entre los Estados del Norte y los del Sur. Después se había dirigido, como tantos otros, a buscar fortuna en las praderas de Texas. Reunió una escolta de antiguos soldados sudistas y se dirigió a las orillas del Pecos para fundar una colonia.

Al principio, sus esperanzas quedaron frustradas, a causa de las frecuentes correrías de los indios, los cuales arrasaron varias veces los cultivos e incendiaron el fuerte. Pero Linthon, dotado de una voluntad férrea, había organizado tropas para dominar a aquellos feroces ladrones, y tantos estragos causó en sus filas, que le dieron el nombre de Terror de los Pieles Rojas.

Una vez rechazados los guerreros salvajes y confinados en sus desiertos, el fuerte había prosperado, y su colonia era una de las más florecientes entre las del río Pecos.

Cuando el capitán llegó cerca de los viajeros, se llevó la mano al sombrero y saludó a los jóvenes, diciendo:

—¿Quién pide hospitalidad a mi fuerte?

—Me llamo Randolfo Harringhen —contestó el joven—, y esta señorita es mi hermana Mary.

—¡No me había engañado! —exclamó el capitán, tendiendo la mano a los viajeros—. Morton, el cuáquero, me había anunciado su viaje. ¿De modo, hijos míos, que vienen al desierto en busca de fortuna?

—Así es, capitán —contestó Randolfo.

—Admiro su audacia, jóvenes. Y debo decirles que me extraña mucho que vengan ustedes de México en busca de fortuna. Creía que su tío el capitán, que era riquísimo, les habría dejado lo suficiente para vivir cómodamente, sin que se viesen forzados a venir al desierto.

—Mi tío nos ha desheredado, capitán.

—No lo sabía.

—Me extraña, pues yo suponía que Morton le habría contado que nuestro tío, que odiaba a nuestro padre por cuestiones políticas, en lugar de dejarnos, como a legítimos herederos, su inmenso caudal, ha tenido a bien cedérselo a un niño que había adoptado, hundiéndonos a mi hermana y a mí en la miseria. Nuestro padre murió pobre a consecuencia de los malos negocios; sin embargo, confiaba en las riquezas de su hermano, pero se engañó.

—He oído decir que el niño adoptado por su tío murió en un incendio.

—Cierto, capitán.

—Pues, siendo así, debía haberles dejado a ustedes por herederos.

—Seguramente lo hubiera hecho de no ser yo oficial de la Guardia Republicana; pero mi tío, que era imperialista entusiástico de Maximiliano, apenas supo mis opiniones, me dijo claramente que me desheredaría, y cumplió su palabra. Apenas murió, fuimos arrojados de su casa, pues no dejó testamento.

—¿Pero el niño adoptado no había muerto?

—Sí, capitán; al menos, eso creo; pero su tutor, míster Braxley, reclamó la herencia, y nos vimos forzados a marchar. He aquí por qué, pudiendo ser riquísimos, no somos más que unos infelices que van en busca de fortuna.

—Son ustedes jóvenes, audaces y valientes, hijos míos, y espero que la alcanzarán. En las regiones del Norte se descubren todos los días minas riquísimas.

—Pues nos dirigiremos hacia el Norte. Un antiguo amigo de mi padre nos ha indicado un sitio donde podremos encontrar gran cantidad de oro.

—Hay que tener cuidado con los indios. Por ahora parece que están tranquilos, pero no hay que fiarse. Pueden entrar en campaña de un día a otro y saquear la pradera, buscando cabelleras de blancos. Vengan al fuerte, amigos míos; son ustedes mis huéspedes y no tendrán queja del capitán Linthon.

En este momento, otro jinete apareció entre los árboles que bordeaban el río y se dirigió a galope hacia los viajeros.

—¿Quién es ése? —preguntó Randolfo—. ¿Alguno de vuestros hombres?

—Es mi hijo Harry —contestó el capitán, y, sonriendo, añadió—: Un valiente. No tiene más que catorce años y ya ha vencido a un comanche, después de rudo combate cuerpo a cuerpo.

—Si no fuese usted quien lo cuenta, no le creería. Los comanches son muy valientes.

—Los más valientes de todos los pieles rojas. Les contaré el hecho: Un día se nos escapó un caballo, y Harry, aunque es tan chiquillo, se lanzó tras él a la pradera, frecuentada en aquel tiempo por los indios. Estando oculto en el bosque, descubrió debajo de unos árboles dos guerreros comanches. Como sus intenciones no podían ser buenas, Harry, sin esperar a que le atacasen, disparó su fusil contra el más próximo y lo mató; luego, empuñando el cuchillo, se lanzó sobre el otro. Minutos después, el indio caía al suelo con dos heridas en el pecho, y Harry llegaba al fuerte trayendo como trofeo de su victoria el hacha de su adversario.

El jinete estaba a corta distancia. No era el hijo más bajo que el padre; al contrario, casi le aventajaba en estatura, pues aproximadamente mediría unos seis pies. Era un guapo muchachote, fuerte como un bisonte, con músculos capaces de desafiar a cualquier luchador. Con su cabellera rubia y sus ojos azules, era un verdadero tipo de americano del Norte.

Saludó a los jóvenes, y volviéndose a su padre le dijo:

—Estaba intranquilo por si te sucedía algo y he venido a buscarte.

—Me encuentras bien acompañado, muchacho. Míster Harringhen y su hermana Mary.

—¿Los forasteros que anunció Morton?

—Justamente, Harry.

—Sean bien venidos a nuestros dominios.

—Son nuestros huéspedes. Vamos, en marcha, jóvenes, que la cena espera.

Los cuatro blancos, el negro y el furgón reanudaron el viaje, dirigiéndose hacia el fuerte.